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LA MANTIS

Mis hermanas eran rubias, ojos celestes, facciones suaves, redondeadas. Armónicas. Yo, cuarta mujer consecutiva, nací sietemesina. Nadie pagaba media moneda por tu suerte me contaba la abuela pasaste el primer mes sobre bolsas de agua caliente, tu madre te daba la leche con un gotero porque no tenías fuerzas ni para chupar. Vivíamos en el campo. La partera había aconsejado llevarme al hospital. Si quiere vivir, vivirá fueron las palabras de mi abuela ante la sugerencia de una incubadora. Y, pese a los vaticinios, sobreviví. Crecí morena, alta, extremadamente flaca, brazos y piernas larguísimos. Parece una mantis dijo un día la abuela allá por mis cinco. Y ese fue mi segundo bautismo. Mi familia ya no volvió a llamarme Elisa. Con la escuela llegaron otros: mamboretá, araña, zancudo. Insectos, todos. Artrópodos en realidad ya que la araña no es un insecto, aprendí luego. Yo no era particularmente fea. Pero me faltaba sustancia. Puro cerebro decía la abuela puro cerebro y ojos. Porque yo aprendía pronto y tenía los ojos grandes. Negros, redondos y muy grandes. Ojos de insecto.

No me gustaba comer. En la mesa al menos. Un incordio manejar mis extremidades infinitas. La Mantis vive del aire decía la abuela cualquier día de estos sale volando. No del aire. Mantenía mi magro esqueleto a base de frutos, que recogía en mi perpetuo vagabundeo por el campo. Y de huevos. Las gallinas ya me conocían. Yo les hablaba y ellas me respondían cacareando. Tenía un alambre adaptado a dichos menesteres. Perforaba con cuidado la cáscara. Con el mismo alambre revolvía el contenido y luego lo sorbía. Tibio aún la más de las veces. Dosis diaria de proteínas asegurada. Mi néctar,

Mis hermanas me ignoraban. Genéticamente diseñadas como hembras, sabían coser, sabían bordar, solo les faltaba saber abrir la puerta para ir a jugar. Porque no sabían jugar, jamás las vi jugar. Es cierto que la menor me llevaba cinco años pero yo nunca dejé de jugar Constituían un bloque. Me costaba diferenciarlas. Carecían de algún rasgo que las distinguiera. Las chicas las nombraban. Un absurdo porque habían nacido adultas.

Mi hermano, tres años menor que yo, duplicó mis colores al nacer (luego de tres blondas damiselas la historia gestacional de mi madre atravesaba su etapa negra) pero pronto me superó en peso. Un gordito puro cachetes. Siempre andábamos juntos. Ahí vienen el gordo y el flaco decía la peonada al vernos pasar. Mi género perdido en la diada. Él también usufructuaba frutos y huevos, pero luego devoraba cuanto le servían en la mesa, precozmente diestro con los cubiertos.  Yo trazaba planes y él me seguía. Trepábamos árboles, andábamos en un único caballo a puro pelo, íbamos al pueblo en bicicleta, él sentado sobre el caño. Si le hubiera dicho que se tirara de un precipicio no habría dudado. Pero yo jamás le hubiese hecho daño.

Llue

ve. Estoy en La Victorica y llueve. Sin embargo, más allá del beneficio para la tierra, ahora es triste ver llover. Antes, no. La lluvia reunía a la familia. En la galería en verano. En la cocina en invierno. Mamá y las chicas cosían. Papá leía el diario. La abuela revolvía alguna olla. Mi hermano le pedía comida. Yo le pedía historias. Porque la abuela era una artista contando historias. Si es que algo aprendí del oficio de narrar fue de ella. No diga disparates, doña Clorinda la interrumpía mi padre. Ella desestimaba el comentario con un levantar de hombros y retomaba el relato. Y adecuaba el ritmo de su decir al de la lluvia y el viento. Los truenos imponían pausas que nos dejaban con la respiración suspendida. Y después qué, abuela preguntaba yo cuando la tensión se hacía insoportable. Y como las tormentas eran propicias para historias de muertos y aparecidos esas noches yo no podía dormir. Y no era raro que mi hermano se pasara a mi cama. Yo protestaba solo para simular una fortaleza que estaba muy lejos de mis temblores. Porque vaya si agradecía su contacto. Abrazada a él solía pasar noches en vela. Sin embargo, yo seguía pidiendo historias. Historias. De eso también me alimentaba.


Mi madre. Cierro los ojos intentando hacerme del rostro de mi madre joven. Mi madre estaba. Sería injusta si dijera que me ha faltado su presencia física. Me parece sentir el roce de sus manos desenredándome el cabello. Recién ahora, adulta, descubro los rastros de su quehacer continuo. Las sábanas almidonadas, la infinita pila de ropa planchada, el café con leche de los desayunos, el chocolate de las meriendas, la enorme parva de tostadas, los vahos para los resfríos, las quintuplicadas bolsas de agua caliente. Las trenzas. Cuántas horas de su vida empleadas en trenzar sus cuatro niñas. Las de mis hermanas perduraban hasta la noche con sus moños de colores incólumes. Los míos solían quedar engarzados en alguna rama. Mas mi madre no claudicaba. Otras trenzas y otros lazos inaugurarían el día siguiente. Yo hubiera necesitado escuchar sus reproches. Pero mi madre poco hablaba. Lo imprescindible en los actos cotidianos. Alcanzame. A levantarse. La leche. A dormir. Su lenguaje, podría decir, era concreto. Técnico. Fáctico. No recuerdo que brotara de sus labios ningún sustantivo abstracto. El miedo, el odio, el amor, la tristeza no formaban parte de su léxico. Pienso, ahora, que la verborragia de mi abuela se alimentaba de su silencio. Así como mi madre se había apoderado de lo que de mujer había en su madre. Porque mamá era particularmente bella. Los años no habían oscurecido su cabello. Rubio, brillante. Yo lo suponía sedoso, pero no recuerdo haberlo tocado. Una vez entré en a su cuarto antes de que se peinara. Su cabello era una cascada que se le vertía hasta la cintura. Cuando me vio, instintivamente, lo llevo hacia atrás con las dos manos. Ese portento vivía sofocado en una gruesa trenza con la que rodeaba su cabeza. Sus ojos eran azules. No celestes desvaídos como los de mis hermanas. Azules. Colores del sol, del mar. Un paisaje que siempre fue inaccesible para mí.

La noche se coló a hurtadillas. Está oscuro y no sé cuándo comenzó a estarlo.  Estoy sentada en el piso. No sé cuándo me senté. Me incorporo y enciendo la luz. Tan simple como accionar una tecla. Antes era una bella ceremonia. El sol de noche sobre la enorme mesa de mármol. Mi padre arremangándose la camisa. Volcando el kerosén con la alcuza, un olor que me embriagaba. El chasquido del fósforo. La llama roja. Mi padre bombeando. Silencio pedía necesito escuchar. Después girando la manivela para destapar el pico. Siempre se colaba alguna partícula insidiosa. Mi padre se enfrentaba a ella cual si fuera a un dragón. Todos reteniendo la respiración hasta que la llama al fin desaparecía mientras la camisa se ponía blanca. El hermoso sombrero del farol. Nunca vi una luz tan mágica. Cuando terminaba con uno, el siguiente. Mi padre era un hombre tranquilo, sin embargo, cuando el farol se resistía a sus maniobras se enrojecía, maldecía entre dientes. Su honra en peligro. Porque hasta mi abuela decía Julio es el único que entiende estos faroles, es un artista encendiéndolos. Y a la luz del sol de noche se agrandaba la disminuida figura diurna de mi papá. Sus únicos minutos diarios de gloria.

 

Inmensa. Más allá de ser alta y robusta, mi abuela era inmensa. La figura de mi madre opacada por el esplendor vital de su progenitora. Extraña conjunción de mujeres: una madre  hija, tres hermanas adultas, una abuela inmensa y... la Mantis.  ¿Era yo una mujer?, ¿los insectos tienen género? No lo tenía muy claro en la infancia. Tanto porque era mentada de varonera como por saberme tan distinta de mis hermanas. Más tarde me descubrí fémina en el dolor que el desamor podía causarme. Pero para eso falta. Volvamos a la abuela. Nada ocurría en nuestra casa que se le hurtara. Mi padre, a veces, intentaba confrontarla. Como pretender voltear un águila con una gomera. El campo era de ella. Viuda muy joven se puso al hombro hijos, vacas, cerdos y caballos. Prosperaron más los animales. A los dos hijos varones les dio parte de sus tierras en vida. Herencia adelantada. Con escaso éxito. Recuerdo las frecuentes incursiones de mis tíos. Siempre pedían algo. Siempre quejándose de su mala fortuna. Como si las inundaciones o las sequías asolaran de manera diferente sobre sus campos que sobre los nuestros linderos. Un hato de inservibles eso es lo que son mis hijos, Mantis, como la mayoría de los hombres decía la abuela fíjate bien con quien te casas, mejor sola que mal acompañada. A su única hija, mi madre, le corresponderían las tierras que habitábamos. Mientras tanto también mi padre parecía incluido en sus apreciaciones de género. Aunque no lo criticaba abiertamente, al menos en mi presencia, yo lo tenía clarísimo: era para mi abuela solo un par de brazos más. Una suerte de empleado.

Me encantaba acompañarla a recorrer los corrales. El ojo del amo engorda el ganado repetía mientras repartía indicaciones entre la peonada. Hay generaciones que solo sirven para generar otra me dijo una vez tu madre me ha regalado a ustedes cinco que son como los cinco dedos de mi mano; tus hermanas producirán hermosos niños y Juani manejará La Victorica siguiendo tus instrucciones porque vos, Mantis, tendrás que estudiar; el mundo comienza a serme ajeno, deberás ser la voz del futuro, la responsable de que estas tierras sigan alimentando a los que transporten nuestra sangre, no te olvides...

 

Lamento no haberte hablado antes de mi infancia. Qué poco, también, sé del que fuiste. Porque canonizamos el presente. La ilusión de haber nacido al unísono. La absoluta estupidez de no darnos pistas para entendernos. Nuestras infinitas charlas versaban sobre ciencia, religión, política, ética, literatura, música. La fantasía de que nuestras sesudas conversaciones anularían de un plumazo nuestras viscerales diferencias. Parecía un detalle que fueras hijo de una familia de destacados profesionales y yo de sencillos productores rurales. Que hubiéramos estrenado el bipedismo vos sobre el asfalto  y yo sobre la tierra. Creciste con bocinas, yo con pájaros. Vos hijo único; yo una entre cinco. Me sigue dando vergüenza  que me diera vergüenza la posibilidad de que conocieras a mi abuela.  A la tuya llegué a vislumbrarla de casualidad. Habíamos ido a tu casa a buscar unos libros.  Allí estaba ella, en el sillón de pana rojo. Recta la espalda, las piernas inclinadas, un zapato color marfil de fino tacón anudado en el tobillo complementario. El cabello matizado en gris liláceo. Ni una onda de menos ni una de más. Un verdadero prototipo de la burguesía porteña. Bella, fina. Impecable. Las manos que supuse solo conocían de cubiertos de plata y cartas de bridge. Muy amable, eso sí. Primero. Porque cuando comenzó un incisivo interrogatorio descubrí la urgente necesidad de regresar a mi casa. Hurté mencionarla como pensión. No sé cuánta información sobre mí manejaba tu familia. Si es que hablabas sobre mí. Yo sobre vos, no. Aterriza en mí la burbuja de un recuerdo. Un profesor hablaba sobre los cítricos. De la nada comentaste cuando era chico me obligaban a comer la naranja con cuchillo y tenedor. Primero me extrañó tu confesión. Nunca hablábamos de la infancia. ¿Un pacto tácito? Después tuve la aguda percepción de lo infranqueable de nuestras diferencias. Pero la acallé para poder seguir adelante.

No puedo dormir. Porto el insomnio hace meses como una maldición bíblica. Qué del fundirme en el colchón no más rozarlo luego de una jornada agotadora. Veranos de la infancia. Veranos infinitos de días infinitos sol a sol. Juani y yo cumplíamos las escasas tareas que nos encargaba la abuela y luego disponíamos del mayor de los tesoros: tiempo. Tiempo sin relojes, tiempo no apurado como diría Osías [1]. Trepar árboles, cazar mariposas, corretear con los perros, hacer chozas con paja y troncos. Y cuando el calor de la siesta y el canto de las chicharras nos abombaba, tirarnos con ropa interior en el tanque australiano. El placer del cuerpo. Calor. Frío. Vivos hasta la médula. Fui feliz. De niña fui feliz. El mundo existía para mi deleite. Cuanto te rodean lo han puesto para ti/ no lo mires desde la ventana y siéntate al festín[2]. Un derroche de salud. Un vértigo de libertad. Afuera. Lo mío era el afuera. Adentro me sobrecogía la distancia de mi madre. Mi anhelo de ella. Pero esa es otra historia.



[1]"Marcha de Osías" canción de María Elena Walsh: Quiero tiempo, quiero tiempo no apurado/tiempo de jugar que es el mejor,

[2]"Hoy puede ser un buen día", canción de Joan Manuel Serrat.

 

Amanece sobre mis tierras. Cambié mi charla con vos por un libro que me acompañó varias horas. De mis estantes polvorientos rescaté a Narciso y Goldmundo[1]. Nos recuerdo en la librería. Compraste dos ejemplares y me regalaste uno. El compromiso de leerlos en simultáneo. Fijadas las páginas que nos corresponderían cada noche. Y al día siguiente las letras volcadas en comentarios surgidos de los márgenes llenos de anotaciones. Paso las yemas de los dedos por mi letra de entonces. Tanto más redonda. Abierta. Entraron pronto los libros en mi vida. Irrumpieron. Un rayo amarillo. Los amarillos de Robin Hood[2]. Hubo un concurso de redacción que gané allá por mis siete años. Corazón[3]. Mi mundo dio un vuelco. Los apretados contornos de mi cotidianeidad explotaron. Descubrí que además del campo y el pueblo existía un mundo. Países. Ciudades. Regiones. Calabria, Florencia, Padua, Cerdeña, Lombardía. Supe de su existencia antes que de las provincias argentinas. Por primera vez me planteé si era buena, si los que me rodeaban eran buenos. Quise ser abnegada. Descubrí la culpa. Echada de un paraíso al tiempo que otro se me abría. Descubrí el valor del ahorro. Porque empecé a guardar las monedas para canjearlas por libros. Empecé a suplicar libros. A mi padre, a mi abuela. Un mágico cumpleaños la abuela me regaló el Lo sé todo[4], algo así como una biblia de nuestra época. Seguramente los tuviste. Seguramente los leíste. ¿Por qué nunca hablamos al respecto tanto que compartimos la lectura?, ¿ni en ese territorio queríamos darnos a conocer? Doce tomos encuadernados en cuerina de distintos colores. Si los leo todos seré sabia, decidí. Historia, geografía, arte, mitología. Los Robin Hood me aportaban el mundo de las emociones; la enciclopedia, el del conocimiento. Mi curiosidad no se aplacaba. Como el viento para el fuego. Más leía más quería leer.  Más sabía más necesitaba saber. Pero seguía jugando. Una clara división entre mi cuerpo y mi mente. Cada uno con sus necesidades y sus alegrías.

Fui a buscarla. Sigue en la bibliotequita que especialmente me fabricó papá. Localicé un fragmento señalado en el margen. Ya de niña marcaba. "Las libélulas prestan importantes servicios al hombre, ya que devoran un gran número de insectos, nocivos. Su rapidez elegancia y hermosura de sus alas han inspirado frecuentemente a los poetas. En Francia, a causa de la gracia de su vuelo, se las llama damiselas, mientras los ingleses, considerando la enorme cabeza que les da un aspecto poco agradable, las califican de moscas dragones, y en los países de América del Sur reciben el nombre de caballitos del diablo". Una conmoción descubrir que los insectos podían ser objeto de atención de los poetas. Porque yo era una suerte de insecto. También descubrí que ni el Lo sé todo sabía todo porque nosotros sí las llamábamos libélulas. Libélula nunca me llamaron. Lástima. Hermoso vocablo.



[1]Novela de Herman Hess.

[2]Colección de libros infantiles, Editorial Acme.

[3]Novela de Edmundo De Amicis.

[4]Enciclopedia de Editorial Larousse.

 

Más allá de los faroles, yo solo veía a mi padre fuerte, hábil y poderoso, arriba de ruedas. Él nos llevaba al colegio en el Rastrojero. Rojo. En verano me gustaba viajar en la caja. Cuando me depositaba frente a la escuela el primoroso delantal almidonado por mi madre tenía una pátina de tierra. Juani prefería sentarse junto a él. ¿Hambre paterna? Me daba rabia (celos, quizá) que mi compañía pasara a segundo lugar. Creo que Juani buscaba desesperadamente posicionarse en esa casa regida por mi abuela. Escucho hablar de los estragos del patriarcado. Mi familia parece haber estado a la vera de la historia. Regreso a mi padre. Papá cobraba altura al rodar. Él manejaba el tractor. Me encantaba cuando me dejaba subir con él. Recuerdo cundo trajeron el famoso Pampa[1]. Orgullo de la industria nacional. Orgullo de mi padre. Orgullo de la abuela. Envidia de los vecinos. Poco duró la gloria y mucho las deudas. Una página negra en las inversiones familiares. Después vinieron otros. A la abuela no se la detenía fácilmente. Me disperso. Quería hablarte de mi padre. Aunque no tengo mucho que decir. Jamás me castigó. Aunque eso parecía ser parte de sus fallas. De él heredé los colores. Nada más. Creo que su función paterna concluyó al aportar el esperma. Yo no existía para él. Para niñas guapas, las chicas. Para varón, el Juani. Tuvieron que pasar muchos años y varios títulos para que me descubriera.

Difícil transcurrir sin un propósito. Regresé a La Victorica por la abuela, pero aún estoy aquí. Necesito rescatarme. Rescatar la que fui. Esa niña a la que no le alcanzaba el tiempo para hacer todo lo que quería hacer. La vida hirviendo en la sangre, en la yema de los dedos. En las piernas larguiruchas. Langosta saltona. De ese apelativo surgido también de mi abuela me había olvidado. Más insectos. Los fui todos. Porque no caminaba. Andaba a los saltos. Casi ingrávida. También me han llamado, recuerdo ahora, hormiguita viajera[2]. Siempre atareada. Deambulando. El diminutivo incluye una ternura que no acierto a adjudicar. Porque la gente de campo no es afecta a las ternezas ni conoce los personajes de Vigil. ¿Quién me diría hormiguita?, ¿alguna maestra?, ¿tendría yo algún vestido a lunares rojos? Me pierdo en tonterías.

Voraz surge la necesidad de haberte conocido. ¿Tu madre era cariñosa con vos?, ¿tu padre exigente?, ¿qué mandatos recibiste?, ¿tenías amigos?, ¿a qué jugabas? Las preguntas demoradas suelen quedar sin respuesta. Jugar. Rayuela trazada con un palo sobre la tierra o con tiza sobre el patio del colegio. Con mis compañeras saltar a la soga o al elástico, que arrancaba en los tobillos y terminaba en la cintura, cambiar figuritas de brillantes. Con mi hermano jugaba a la payana, el rito de encontrar las cinco piedritas lisas y perfectas, tomarlas de a una, de a dos, de a cuatro, luego el tanteo. Juani era un campeón con sus manos tan gorditas como diestras. Pero mucho jugaba sola. Me encantaba recortar. Vivía a bordo de tijeras. Recortaba de diarios y revistas artículos varios con los que armaba un almacén de ramos generales. Horas podía venderme a mí misma porque a Juani en eso no lograba convocarlo. Para un cumpleaños una amiga me regaló un libro con muñequitas de papel. Felicidad pura. Un desafío para la motricidad fina recortar las aletas sin romperlas. También a eso destiné parte de mis ahorros, pero era difícil conseguirlas en el pueblo. La abuela alguna vez le encargó a alguien que viajaba a Buenos Aires. Se me llena la boca de saliva mientras recuerdo. Fruición. Disfrute. Deleite.



[1]Primer tractor de fabricación nacional, 1954.

[2]"La hormiguita viajera", relato infantil de Constancio C. Vigil.

 

Yo fui la primera integrante de la familia en ingresar al secundario. Mi abuela así lo dispuso. Luego me siguió Juani, en el agrotécnico, vedado aún para las mujeres. Pero solo para mí el destino final era la universidad. Sé que vos elegiste Agronomía. A mí me la impusieron sin que siquiera me diera cuenta de que me la habían impuesto. ¿Qué habría estudiado si hubiera tenido la posibilidad de elegir?, ¿letras? Porque desde chiquita, me gustó escribir. Lo de mi abuela era la oralidad, lo mío, el papel. Lo de ella, público; lo mío, privado. Hasta que me animé a hacer público lo privado. Relativamente, porque publiqué bajo seudónimo. Soledad Campos. De mis libros no te conté. Aún no te conté. ¿A dónde habrán ido a parar mis cuadernitos Gloria[1] con mis cuentos infantiles?, ¿adónde las pruebas de galera de mi primer libro?, ¿adónde los borradores de las poesías que te escribí? Rastros.  Preciso rastros de la que fui para no desintegrarme.

Me gustaba el olor de mi papá. A cigarrillo, a sudor, a caballo. Olor a hombre. Como el de los peones. Al afuera. Mamá olía al adentro, a jabón, a sopa, a manzanas. A lavandina a veces también. A lavandina sí que no me gustaba. La abuela olía a todo. Porque ella reunía en sí el adentro y el afuera. Era la dueña de ambos. El olor de los hombres. Descubrir el tuyo fue una revelación. Otra prueba de lo disímil de nuestro origen. Aroma a lavanda, a Old Spice. Olor a laboratorio. A café. A libros. Tu olor también me gustaba. No excitaba mis sentidos, pero sí mis emociones. Nunca entendiste la diferencia. No supe explicártelo. Pero claro que me gustaba.

Hay diferentes cuerpos. Como los verbos. De acción, de estado, de pasión. Mi cuerpo, convengamos, nació para la acción. Por razones que mucho después comprendí, le estaba vedada la pasión. No pude explicártelo porque aún no lo sabía. Me dijiste muchas veces que no podías tolerar mi rechazo. No era rechazo. Era resistencia. Una resistencia que debía ser zanjada con paciencia. Cada uno se retobó en sí mismo. Yo, niña arisca que no aceptaba presiones. Vos, niño caprichoso que no toleraba frustraciones. No me entendiste. No te entendí. Demasiado sumergidos en lo propio. Creo que nos encontramos a destiempo. Luego la historia lo demostró. Una verdadera lástima.

Éramos más que ocho. La peonada, como la llamaba la abuela, formó parte de mi vida desde que tengo recuerdo. Hombres, muchachos. Permanentes y transitorios, Me ensillaban en el caballo, me bajaban de un árbol que, como los gatos, había podido subir, pero no bajar. Me dejaban observar sus tareas. No parecía molestarles. Me trataban casi como a Juani. Para mi alegría no me recelaban por mujer. Imposible, era nieta de mi abuela. Mucho más nieta de mi abuela que hija de mi madre. La Mantis también me decían ellos. Y el artículo no se refería a mi género sino al género del nombre del insecto.

Los niños criados en el campo aprenden pronto los secretos de la vida. Ven cerdas parir, gallinas poniendo huevos. Ven toros montando vacas. Ven perros y perras escapando soldados cuando se los ahuyenta. Ven también la muerte. La espontánea de un gato. La provocada de un lechón. Pese a adorar a los animales no me hacía aún planteamientos éticos. Nacer y morir era sencillo. Te reitero, creo que fui una niña feliz. Estaba orgullosa de mi familia. De mi clan. Como decía la abuela los dedos de una mano. Nada malo podía pasarnos. Nunca. Eso creía.

 

La número 22 de Santa Lucía. Mi escuela. Me bajaba del rastrojero de un salto y entraba corriendo. Ávida. Más allá de los apelativos, en la escuela nunca se metieron conmigo. Apelativos quizá menos despectivos que lo que aparentaban. Porque los insectos son resistentes. No hay nada más resistente que los insectos. Las bombas atómicas lo demostraron. Yo era rápida. Rápida en todo. Para correr y también para aprender. Los conocimientos atravesaban mi epidermis por ósmosis. Cero esfuerzo. Se me daban las letras, los números. La abuela lo había descubierto antes que las maestras. ¿Por eso el Lo sé todo? No tuve amigas. Tuve compañeras de juegos. Y ya lo dije, lo mío era la acción no la emoción. Nada de confesiones edulcoradas ni charlas sobre sentimientos. Mi madre no me había enseñado a hablar de mí. Una suerte de alergia ante la intimidad emocional. La conservé por casi dos décadas. Hasta que te vi.

Como me hubiera gustado que conocieras La Victorica. Mostrártela. La casa en la loma. Blanca. Sólida. Robusta. Nuestra. La galería, corazón de las tardes,  techo de tejas, piso de tierra. Casa rodeada por álamos. Escoltada. Siempre los percibí como soldados. Pacíficos pero poderosos. Atentos. A unos cuantos metros las rústicas casitas de los peones. Nunca entré. Cuando yo merodeaba curiosa, ellos solían invitarme pero la abuela no me dejaba. Y era poco lo que la abuela me prohibía. También en la loma los frutales: duraznos, ciruelas, pomelos, mandarinas, naranjas. Sobre todo naranjas. Nuestro fuerte eran las naranjas. Redondas. Doradas. Jugosas. Buenas tierras. De las mejores. Lindante con la huerta, los sauzales. Frondosos, volcando su verdor. Como no cobijarse a leer bajo su sombra o encajarse en algún propicio cruce de ramas. Leer en las siestas escuchando el adormilante estridor de las chicharras. La huerta. La abuela se ocupaba de la huerta. Mi padre solo le preparaba la tierra con el tractor. Sus favoritos eran los tomates. También los míos, en consecuencia. Yo los comía de la planta no de la mesa, claramente otro sabor. Por suerte no era época de pesticidas porque jamás lavé uno. Me chorreaban por la boca. Me encantaba ayudarla a armar los tutores. Yo le juntaba los palitos, los ataba con piolines. Una tarea que afrontaba con extrema seriedad. Yo me imponía que tuvieran el mismo grosor, el mismo largo. Tomate, lechuga. Zanahorias. Choclos. Berenjenas (castigo cuando me las obligaban a comer). Repollo. Ajíes. También de los tutores de los ajíes (ajises decía la abuela) me ocupaba yo. Una paleta de colores. Verdes, rojos, violetas, amarillos. Brillando al sol. Cómo se enojaba la abuela cuando los loros profanaban su obra. Papá armaba los espantapájaros y Juani y yo los vestíamos. Un pantalón viejo, un sombrero agujereado, un pañuelo de color. Inocentes guardaespaldas. Amigables fuerzas de seguridad. Épocas en que las bandas acechantes solo eran de pájaros. Aunque ya de pequeña supe de otro tipo de riesgos. Inundaciones, sequías, heladas a destiempo. Tormentas.  Teníamos en esa época, supe después, unas ciento cincuenta hectáreas. Luego recuperé las de mis tíos y seguí comprando. Mi reino llega ahora a más de ochocientas. Qué orgullosa que estaba la abuela con cada parcela que íbamos anexando. Sin embargo ahora no me pertenece como entonces. Crecí sintiendo que esa era mi tierra. Yo no soy un bailarín porque me gusta quedarme/ quieto en la tierra y sentir que mis pies tienen raíz[1]. Una pertenencia profunda, pura. Visceral. Solía recorrerlas. Muchas veces a caballo porque precisaba saberlas todas. Cuando vi Lo que el viento se llevó[2] quedé maravillada. Alguien me entendía. Tara.[3]



[1]"Canción del jardinero", María Elena Walsh.

[2]Película de 1939, drigida por Victor Fleming.

[3]Nombre de la plantación en Georgia, Estados Unidos, de la protagonista



[1]Marca de cuadernos.

 

En el bajo, la laguna. Domicilio de nuestras correrías. Los corrales. Las vacas. Las visitas del toro vecino para servirlas. Un par de cerdos. Lechones, siempre. Sus chillidos al matarlos. Éramos suficientemente inteligentes para no encariñarnos. De ellos. Sí de multitud de perros y gatos. Compañeros los unos del afuera; los otros del adentro. Nuestra cuota de ternura. Contacto. Piel. Sus lenguas tibias. ¿Únicos besos de mi infancia? Piel ávida de piel. La anhelada piel de mi madre. Visible, no tocable. Mis hermanas, al menos, la rozaban en su trajinar doméstico. Yo, sabiéndome vencida, había optado por el afuera.

Despertarse. Lo primero, siempre, asomarme a la ventana. El pasto abrillantado de rocío. Los pájaros picoteando sobre él en busca de sustento. Cerraba luego los ojos y abría los oídos. El gallo. El trajinar de mi madre en la cocina. Las chinelas de la abuela hacia el baño. Los maullidos del gato reclamando su escudilla. Las voces de mis hermanas.  Recién entonces, ya henchida de vida, vestida a medias, corría a la cocina.  Fragancia inconfundible. Café, leche, tostadas. Mi padre tomando su mate amargo. Juani empotrado en su jarro humeante. Mecánicamente, instintivamente, yo contaba. Sí, estábamos los ocho. Mi cosmos.

Todo anduvo bien hasta que hacia los doce años mi cuerpo empezó a transformarse. Como si una miríada de ratas se deslizara debajo de mi piel, abultando oquedades, rellenando mi osamenta, apoderándose de mis contornos, sembrándome granos en el rostro. Fue aterrador. Yo había sido testigo del desarrollo de mis tres hermanas, pero en ellas el proceso había sido armónico. Yo nunca había dudado de que terminarían copiando el molde materno. Lo mío era otra cosa. Se reían de mí, además. Todos. Mis hermanos, mis compañeros, mis padres, la abuela. Los peones. No se reían por maldad, ni para burlarse de mí, les causaba genuina gracia. Como si a un gato le hubieras crecido orejas de conejo, o a una gallina melena rubia. Yo era tan flaca que el más mínimo milímetro ganado por mis pezones se hacía visible. En un par de meses exploté. Como los ciruelos cuando de la noche a la mañana aparecen cargados de frutos. Redondeces, kilos, acné, vello. El proceso que en mis hermanas había sido gradual en mí tomó la velocidad del rayo. Me asustaba levantarme. No sabía a quién me devolvería el espejo. Y pronto, muy pronto, una mañana en el colegio el delantal manchado de sangre. Mamá no me había alertado. Aterrador.

A partir de ahí comencé a aislarme. Hasta la presencia de Juani me resultaba incómoda. Hubiera querido ser invisible. Redoblé la lectura, rellenaba cuadernos con versos, estudiaba sin parar. Mis notas cada vez eran mejores. Cuando estaba promediando sexto grado la maestra citó a mis padres. Creo que fue la primera vez que ambos fueron al colegio. Les habló de mis condiciones, de la necesidad de que hiciera el secundario. La pobre mujer no sabía que hacía tiempo que mi abuela ya lo había resuelto. Tendría que trasladarme a San Pedro. Como si a un árbol le cortaran las raíces y pretendieran que siguiera erguido. El liceo para señoritas. Fui con mi abuela a visitarlo. Me asusté cuando lo vi: la escalinata, las tres enormes puertas. San Pedro estaba a casi cuarenta kilómetros de nuestro campo, imposible el trayecto cotidiano. Una hermana de mi abuela se constituyó en la solución. ¿En la solución? En mi tormento.

 

Mi tía abuela vivía sobre Carlos Pellegrini, una de las calles principales de San Pedro. Una casita de cocina minúscula, avaro comedor y dos dormitorios a tono. Patio de tres por tres. Tortuga por único ser viviente. Porque mi tía era viuda. Los hijos, ya casados, vivían en Buenos Aires. El cambio fue fenomenal. Mi tía, además, era muy menuda y callada. No hubo remedo físico ni espiritual de su hermana. Pobre tía, era buena conmigo pero nunca llegué a quererla. La hice culpable de todo lo que me habían arrebatado. Claro que quería seguir estudiando, pero yo suplicaba que me dejaran hacer el secundario libre, rendir exámenes. Prometía el oro y el moro. Luego suplicaba que me vinieran a buscar todos los días, que me dejaran viajar. Yo propuse la bicicleta porque era impensable estacionar mi caballo en el patiecito de la tía. Fueron implacables. La abuela fue implacable. Mantis, ya lo sabés, vos tenés que estudiar; y más vale que te acostumbrés a San Pedro porque lo próximo será Buenos Aires. Trece años recién cumplidos, qué podía hacer yo más allá de replegarme. Me faltaba mi familia, claro, pero sobre todo me faltaban la tierra, los animales, como la cocaína al drogadicto. Malestar en el cuerpo. Falta de aire. Frío. Calor. En la escuela pronto me destaqué. Si antes estudiaba ahora esa era la única manera de sentirme viva. Más allá de mis notas, pasaba tan inadvertida que ni siquiera generé animosidades. Recién a mediados de año comencé a hablar con una compañera, Alicia, tan desterrada como yo. No mucho más que cruzar unas cuantas palabras. Ella era la única que me decía Elisa. Para el resto era solo un apellido.

Mi cuerpo se había estabilizado. El delantal blanco abotonado adelante, amplio, me permitía silenciar mis redondeces, inmersas en mi perpetua delgadez. El cutis había mejorado. El cabello atado. Mi paleta oscura. Nada de llamar la atención. Como decía la abuela, solo el cerebro. El cerebro y los ojos. Recuerdo una de tus primeras cartas. Ojos de hurí turca decías como los de las protagonistas de Allan Poe. Varias líneas dedicadas a mis cejas, mis pestañas. La primera vez en la vida que me sentí bella. Mujer. Qué notable, la abuela, desde la hora cero, supo descubrir lo mejor de mí.

Iba al colegio a la mañana. A la una almorzaba con mi tía y luego comenzaba la agonía. Cómo llenar mis horas. De esa época data el esqueleto de alguno de mis mejores cuentos. Me llevó meses convencer a mi abuela de que convenciera a mi tía para que me dejara salir. Cuando logré mi objetivo, el panorama se alivió. Recuerdo la primera tarde que me fue concedida la libertad condicional. Salí corriendo. Casi me pisa un auto en la primera esquina. Creo que me guió el olor porque un incalculable tiempo después, recorrido en trance, había llegado al río. El Paraná, supe después. Algo en mi esqueleto recuperó su eje. Saucesceibos, espinillos. Claveles del aire entremezclados. Lo conocido en lo distinto. Me enamoré de esas barrancas.

Caminé, caminé y caminé. Troté, corrí. Galopé. Ese día y los subsiguientes. Todos. Estudiaba al lado del río. Mis carpetas rebozadas en arena. Arrancando la siesta metía mis útiles y mi cuadernito Gloria en un bolsito y allá iba. Regresaba a las dieciocho, límite infranqueable. Cenábamos a las ocho. Mi tía era una cocinera esforzada, pero poco dotada. Igual la comida nunca fue lo mío. Sí los olores. Extrañaba las fragancias que mamá arrancaba de las ollas. Casi un dolor físico. Saudades.

Mi padre me buscaba los sábados. A las siete yo ya estaba preparada pero el rastrojero no solía aparecer antes de las diez. Me consumía en la espera. Después, cuando el tiempo lo permitía, saltaba a la caja. Necesitaba aire, afuera, tierra volando sobre mí. A veces venía con Juani. Pero él seguía, firme, sentado junto a papá. Ya arribados volvíamos a ser, por el breve espacio de dos días, el gordo y el flaco.

Todo transcurrió sin mayores altibajos hasta mis primeras vacaciones. El último día de clase (llevé la bandera, por supuesto, mi enorme sorpresa al ver bajar a la abuela del rastrojero) me invadió una felicidad tan grande que creía levitar. Como Ulises regresando a Ítaca. Ya había transcurrido casi un mes en el que, como decía la abuela, el alma me había vuelto al cuerpo. Una prima mía, por el lado de mi padre, se casaba. La ceremonia y la reunión serían en San Pedro. Hacía semanas que la familia se iba en aprontes: mi mamá y mis hermanas cosiendo a cuatro manos, primores. A mí no podría haberme interesado menos. De todos modos me presté a dejarme rodear por telas, alfileres y centímetros. Era tal mi estado de bienestar que amaba al mundo, todos incluidos. Un par de días antes mi abuela tuvo un cólico. Me imagino ahora que sería la vesícula ya que años después, cuando accedió a ir al médico, terminó operada. Encontré mi oportunidad: ofrecí quedarme acompañándola. Más allá de que igual lo hubiera hecho era una excelente excusa para librarme de volados, fiestas y bailes. Partieron antes del mediodía. Cuando regresaron, ya de madrugada, me encontraron volando de fiebre. Nunca se llegó a un diagnóstico preciso (no tuvieron más remedio que convocar al médico). Me cuentan que estuve en un delirio más de dos semanas. Me fui recuperando pero la fiebre se llevó muchos de mis escasos kilos y todos los conocimientos adquiridos durante el último año. Tábula rasa[1]. También el recuerdo de ese día. Tampoco la abuela, recluida en su cuarto, supo dar información de cómo había empezado todo. Pasé el resto del verano estudiando. Introduciendo a presión cuanto se había evaporado. Números, letras, fechas, coordenadas. Para principios de marzo yo era otra vez una enciclopedia. El Lo sé todo. La información deleteada pudo recuperarse. Pero algo me había sucedido en el cuerpo. Hasta se me retiró el período, durante meses. Algo muy profundo.

A partir de ese momento, cada vez que regresaba al campo, la abuela se transformaba en mi sombra. Parecía sentirse culpable de lo ocurrido. Como si el hecho de que ella me hubiera retenido hubiera provocado mi enfermedad. La escuché decir en alguna de las muchas noches en vela a mi lado poniéndome paños fríos en la frente si a la Mantis le pasa algo yo no voy a poder seguir viviendo.

Cómo cotejar mi oscuro liceo sampredino con tu ilustre Nacional Buenos Aires. En nuestras charlas me sacabas chispas en historia y en filosofía. Sin embargo, parecía una fatalidad que yo siempre terminara superándote en los exámenes. Jamás estuvo en mi mira competir con vos, tan inalcanzable me parecías. Muchas veces, intentaba acompasarme a tu ritmo cuando resolvíamos juntos ejercicios de matemática, de física, de química. Pero me impacientaba y no lograba ralentizarme. Me daba cuenta de que te molestaba. Vos sí te medías conmigo. No entendías que para mí vos eras un semidiós.  Qué importancia podía darle yo a mis recursos naturales. A medida que charlo con vos reflexiono. Muchas fueron las cosas que conspiraron contra nuestro vínculo. Nosotros mismos.

Poco a poco fui adaptándome. Otra no me quedaba. Los años fueron transcurriendo. A Alicia se sumó Carmen. Un oscuro trío de muchachitas rurales. Caminatas por la barranca, alguna tarde de cine. No nos invitaban a las fiestas de quince y a mí, al menos, no me importaba. Quizás a ellas, pienso ahora, sí. Miraban de reojo a uno u otro de los pibes que surcaban la plaza cargando libros. Seguramente se hacían confidencias que yo, con mi displicencia, refractaba. Los hombres eran especímenes ajenos a mi transcurrir. No los precisaba. Ingenuamente suponía que mi inmunidad sería permanente. Grabada a fuego la voz de la abuela: más vale sola que mal acompañada. ¿Me acompañaste mal? No. El problema surgió cuando dejaste de acompañarme.

12

Mi hermana mayor, Ana, se casó antes de los veinte. En cuatro años las tres estaban casadas con muchachos de la zona. No se fueron lejos. La abuela compró parcelas lindantes y se las adjudicó. Una suerte de dote. Mis cuñados, el tiempo lo demostraría, no fueron demasiado diferentes de mis tíos. Inútiles mascullaba la abuela entre dientes ante los comentarios de nuestros peones, algunos de los cuales compartíamos.  Los fines de semana me dedicaba a recorrer nuestro ampliado territorio, ya que, para mí, los fraternos, más allá de los títulos de propiedad, claramente, me correspondían. Según los vaticinios de mi abuela mis hermanas se convirtieron en fábrica de hermosos niños. Para cuando terminé el secundario ya tenía media docena de sobrinos. Rubios casi todos. Los genes de mi madre prevaleciendo. Para ninguno fui una tía. Solo la Mantis. Ninguno atravesó mi epidermis. Sumados a los hijos de Juani, superaron la quincena. Perdí la cuenta de los sobrinos nietos. Aunque siempre me sentí responsable del sustento de todos. Los alimenté y los alimento sin contarlos.

Tres años después que yo, Juani comenzó el agrotécnico. Mi vida volvió a cambiar. En el diminuto dormitorio proporcionado por mi tía un colchón surcaba el suelo por las noches. Emociones encontradas. La alegría de tenerlo. El agobio de mi truncada soledad. Pero Juani pronto se abrió al mundo. Se rodeó en pocos meses de más gente que yo en años. Todos lo buscaban. Juani siempre tuvo un don para hacerse querer. No para el estudio. Le costaba. Yo hice dos secundarios al mismo tiempo. Fui la orfebre de sus trabajos, hasta tuve que aprender dibujo técnico. Me quedaba hasta la madrugada haciéndoles resúmenes y tomándole las lecciones. Mientras compartimos los estudios fue aprobando en tiempo y forma, pero cuando me fui, se le vino la noche. Nunca se recibió. A los dieciséis, para gran decepción de la abuela -los hombres son unos inútiles, Mantis- ya había regresado al campo. Sin embargo, había aprendido mucho. Los dos habíamos aprendido. Bajo nuestras manos adolescentes, nuestro campo empezó a progresar. Comenzamos a sembrar maíz. Lo alternamos con trigo. Ensayamos nuevas técnicas de laboreo. Probamos con otros fertilizantes. Evitamos los pesticidas. La abuela nos dejaba hacer. Confiaba en nosotros. Nunca nadie confió tanto en mí.

Vidas paralelas[2], como diría Plutarco. Mientras yo descubría San Pedro, ¿en qué andabas vos? Algo, muy poco, me has contado. En el Nacional se hablaba de política. Se vivía en ella. Asambleas. Debates. Grupos estudiantiles. Mientras tanto, yo, amarrada a las barrancas, no sabía ni quién era el presidente. Descubrí esa parte del mundo a tu lado. Simulabas fastidiarte con mi ignorancia, pero tengo la certeza de que te daba una enorme satisfacción ser mi mentor. En ese territorio era yo quien iba a la zaga. Tu ego podía recomponerse. Me contaste, también, sin precisiones, que hubo un par de noviecitas. No llegué a saber (no lo sé aún) como perdiste la virginidad. Cuando nos conocimos la mía continuaba incólume. Ni mis labios habían sido rozados. Porque los insectos carecen de labios, como bien sabés.



[1]Teoría que propone que los individuos nacen co la mente "vacía". Se remonta a Aristóteles aunque el concepto fue popularizado por Locke (1632-1704)

[2]Colección biográfica escrita por Plutarco (finales del siglo I)

 

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También llevé la bandera en el acto de graduación. Vinieron todos, un hito en la historia familiar. Me entregaron, además, el primer premio de un concurso intercolegial de escritura. La abuela estaba henchida. Inmensa y henchida. Mi destino, sin que hiciera falta conocer mi opinión, estaba decidido. Universidad de Buenos Aires, Facultad de Agronomía y Veterinaria. La profesora de biología del liceo me acompañó a inscribirme. Yo no conocía Buenos Aires. Nunca olvidaré mi conmoción al vislumbrarla. Fue extraño. A pesar de que mis glóbulos rojos funcionaban a expensas del oxígeno rural, la ciudad, inmediatamente, se incrustó en mis venas. La acepté. La tomé. La hice mía en ese acto inaugural.

Nunca olvidaré el primer día de clases. Me habían conseguido una habitación en una casa de familia sobre avenida San Martín, a pocas cuadras de la facultad. Allí me había instalado dos días antes. Salí, a las siete de la mañana, con un papelito como única brújula. Solo decía (aún lo conservo): Av. San Martín 4453, Pabellón Arata, Física. Llegué antes de que abrieran. Me busqué en una lista interminable con el corazón galopando. Me parecía un absurdo que mi mínima existencia contara en ese enjambre de personas. Nunca había visto tantas juntas. Como si presenciara un milagro, contemplé mi nombre. Aula quince. Mi número de la suerte. ¿Una señal? Hacia allí me dirigí rodeada de pasos, risas, voces. Entré. Dos o tres mujeres salpicando un mar de varones. Me di cuenta de que no había tenido en cuenta que ya no podría hurtar el contacto con los hombres. El azar me sentó a tu lado. Se me cayó la birome al piso. Nos inclinamos a recogerla al mismo tiempo. Nuestras manos se rozaron. Me sonreíste. Un abanico de dientes blanquísimos. La temperatura de mi cuerpo ascendió varios grados. Supe al instante que estaba perdida. Abolida a mi inmunidad. Fémina, al fin.

La birome hizo que te descubriera, pero la historia, la historia nuestra, empezó bastante después. Habíamos ido a estudiar a lo de José Manuel. Nomenclatura de compuestos orgánicos.  Me parece estar viendo la tabla de la IUPAC[1]. José Manuel, Liliana, Eduardo, vos y yo. Liliana había llevado un long play de Roberto Carlos que acababa de comprarse. El gato que está triste y azul/ nunca se olvida que fuiste mía[2]. Fue música de fondo, toda la tarde. Nunca más oíste tú hablar de mí/ En cambio, yo seguí pensando en ti[3]
A la nochecita José Manuel propuso jugar al Juego del Psicoanálisis, se lo habían regalado para el cumpleaños. Aceptamos. Recuerdo una de las consignas: Durante un minuto hablé sobre usted. Te tocó a vos. Ahí terminé de enamorarme. A la salida me acompañaste hasta el colectivo. Se ve que mi desempeño tampoco había sido malo porque mientras esperábamos me preguntaste qué iba a hacer el día siguiente. Sábado a la sazón. Nada contesté porque nunca hacía nada, aunque hubiera cancelado por vos cualquier evento. ¿Querés ir al cine? preguntaste. Sentí que me elevaba. Como si me hubieran conectado una manguera con aire. Fellini. La primera película que vimos juntos fue Amarcord[4]. ¿Te acordás?



[1]Unión Interacional de Química Pura y Aplicada

[2]"El gato que está triste y azul", canción de Roberto Carlos.

[3]"La distancia", canción de Roberto Carlos.

[4]Película de Federico Fellini (1973)


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No era el mejor de los alojamientos. Nunca entraste a pesar de las infinitas charlas en el umbral. Un destino mimético al de San Pedro. Otra viuda decidiendo por mí. No se permiten visitas. No se permite música. No se permiten mascotas. No se permite. No. No. Desayuno. Cena a las 20. Conseguí la llave, bajo amenaza de irme, unos meses después. Hasta entonces imposible llegar luego de las 21. Panorama poco alentador para una jovencita intentando asimilarse al ritmo de Buenos Aires. Cómo te fastidiabas cuando en la mitad de una jugosa charla yo, como Cenicienta en apuros, debía salir corriendo. Todo conspiró contra nosotros. Dos años después yo ya no era una chiquilina pajuerana desorientada. Me conseguí un trabajo, logré alquilar un departamento con dos compañeras. Nunca nadie volvió a decidir por mí. Pero ya no estabas para verlo. Como ya te dije, nos conocimos a destiempo.

Qué extraño transitar por esta cocina desierta. Abro las alacenas. Encuentro lo imprescindible. Me reconforta el alma volver a impregnar este recinto con olor a café. Cierro los ojos y recupero a mi madre trajinando. Risas. Ruidos. Pero es como si hubiera estallado la bomba neutrónica. Solo persiste lo inanimado. Me siento ante la enorme mesa de mármol con mi taza humeante. La equivocada fui yo. Soy yo. Me quedé sola.

José ensilla mi yegua. Aquí estoy en las alturas. El campo a mis pies. Este campo al que entregué mi vida. Lo recorro metro a metro. Con usura. Los cítricos en flor. El perfume de los azares me marea. El viento agita un mar amarillo de girasoles. Un cielo azul oscuro donde las nubes parecen pinceladas. Un cuadro de Van Gogh. Juani y yo construimos una buena dupla. Él, además, pudo construirse una vida más allá de la tierra. No sé si su matrimonio fue feliz (¿alguno lo es?) pero parece ser armónico. Juani vive en una casa poblada. A mí me quedan los fantasmas.

Algo falló en mi cuerpo. Más allá del cimbronazo de la pubertad. Me estaba recuperado cuando sobrevino mi enigmática enfermedad. Me esterilizó. Me castró. Me capó. Mis sentidos que habían comenzado a avivarse perecieron. Muerte súbita. Demoledora. Definitiva.

Del cuello para arriba. Del cuello para arriba era capaz de disfrutar. El almíbar de tus besos suaves. La sal oceánica, luego, de tu intrépida lengua.  Cómo frenar luego a tus dieciocho años acostumbrados a tener cuanto hubieras deseado. En cuanto tus manos descendían buscando mis turgencias y oquedades el placer previo se trasformaba en rechazo. Una corriente eléctrica me atravesaba como si estuviera a punto de electrocutarme. Me retobaba como los potros cuando los quieren domar. Lo intenté. Lo intentaba. Cerraba los ojos y trataba de alejarme a mí de mí. Sin fortuna. Al primer botón desa  brochado me defendía como gato en peligro. Hasta llegué a arañarte. Superior a mis fuerzas. Qué absurdo, recién ahora, treinta años después, frisando los cincuenta, puedo hablar sobre lo que sentía. Me pedías explicaciones. Y yo, para tu desesperación, quedaba muda. Explicaciones que no tenía. Explicaciones que recién ahora podría darte. Pero todavía no. En realidad. todavía no estoy en condiciones de darte.

15

Me fui a Santa Lucía en bicicleta. Compré pan, queso, jamón, aceite de oliva, fideos. Yerba. Aunque no me gusta tomar mate sola. Nunca me gustó. Raro en alguien que hizo de la soledad su compañía. Cuando estaba en San Pedro no tomé un mate hasta que llegó Juani. El pueblo creció, pero sigue igual. Tantas caras conocidas. Varios se acercaron. La acompaño en el sentimiento. Tuve que reprimir una sonrisa. ¿Acompañarme?  Quién puede asomarse a mis sentimientos. Solo vos podrías. Ya se hizo de noche. Pongo agua a hervir. Le echo sal gruesa. Sal gruesa había. La sal no se echa a perder. La sal no.

Dos almas gemelas. Frase trillada si las hay. Eso éramos. Eso decían los que nos rodeaban que éramos. Brotaban al mismo tiempo las mismas palabras de nuestros labios. Hasta, como en Rayuela, llegamos a soñar lo mismo. Yo tenía la certeza de que el destino te tenía reservado desde mi arribo a este mundo para completarme. Hasta llegué a pensar que había nacido sietemesina para que pudiéramos ingresar al mismo tiempo a la universidad. Nací en junio. Dos meses que me adelantaron un año escolar. Yo me acoplé a tu séquito de conocidos. Por primera vez en mi vida formé parte de un grupo. Casi todos hombres. Tus amigos. Tus amigos del Nacional. Tanto más interesantes que nuestros compañeros de agronomía. Otro mundo se abrió ante mí. Aprendía con todos los poros. Un Lo sé todo viviente. No lo había sabido todo. Actualidad, política, economía. Complementado mi sabiduría de otras eras. Una época de gloria. Breve pero gloriosa.

Y, como la carroza trocada en calabaza, llegó una medianoche en que me dejaste. Te la recuerdo. Ojalá pudiera al hacerlo lograr que ese recuerdo se desvaneciera de mis huesos. Habíamos ido al cine. Bergman. Veíamos mucho Bergman. En el Arte, en el Lorraine, en el Loire. Gritos y susurros[1]. Habíamos tomado luego un café. Estabas muy callado, algo extraño en tu permanente verborragia. Siempre volvíamos en colectivo pero propusiste un taxi. Nos bajamos frente a la pensión pero le dijiste al hombre que esperara. Mirabas el piso. Empecé a angustiarme. Inquirí. Me parece que ya no te quiero dijiste. Así, de golpe. En el cine me habías besado. Habías deslizado tu mano hacia mi muslo y yo, con un gran esfuerzo de mi voluntad, no me había resistido. El día anterior habíamos hecho planes para un futuro viaje al sur. Me parece que ya no te quiero. Se me aflojaron las rodillas. Mejor me voy dijiste lo charlamos mañana. Me besaste en la mejilla y subiste al taxi. Quedé apoyada en la pared por un tiempo infinito. Hasta que se acercó un caminante trasnochado y me preguntó si estaba bien. No, no estaba bien. Nunca más volví a estar bien.



[1]Película de Ingmar Bergman (1972)

   

16

Fue una pesadilla. Para mí y me consta ahora, para vos también. Desde niña supe lo que quise. Y cuando algo se transformaba en mi objetivo no cejaba hasta conseguirlo. Como decía la abuela sobreviviste porque se te puso entre ceja y ceja vivir. Entre todos mis afanes lo que nunca conseguí fue la cercanía emocional de mi madre. Pero creo, también, que nunca me di por vencida. Apostaba a un nuevo logro, otro título, otra parcela comprada. Bombones, perfumes, una heladera con frezeer, un microondas, una aspiradora. Fui variando los rubros con idéntico resultado, una sonrisa tímida, un no hacía falta, yo no preciso nada. Cuando estuvo enferma yo intentaba tomarle la mano, acariciarla, sentí su rigidez. El dolor del rechazo. Ahí te comprendí. Intolerable. Retomo. Fuera de toda posibilidad que yo aceptara tu abandono sin pelearla. Te pedí unos días para poder hacerme a la idea. Te pedí tu compañía durante esos días. Intentaste resistirte pero te la exigí. Te supliqué. Me rebajé. Me enojé. Te busqué. Investigué tus horarios. Te esperé a la salida de tus clases. Me anoté en los mismos cursos que vos. Te llamé por teléfono. Te escribí poesías que luego te dejaba en tu armarito del laboratorio. Tiempo de agonía. Hasta que, meses después te vi en la cafetería con Magda. Te vi besando a Magda. Entré a la cafetería y allí estaban junto al mostrador. Tu brazo alrededor de su cuello. Tu boca buscando la suya. Descubrí al instante que era definitivo. Vaya si fui perceptiva, fue luego tu esposa. Escapé corriendo. Ardí en un infierno. No comía, no dormía. Solo estudiaba. Tuve el mejor promedio de nuestra promoción. Conseguí una ayudantía ad honorem. Luego otra. Desgrabé clases. Preparé alumnos. Alquilé el departamento. Escribí cuentos. Una máquina de hacer. Sí, una máquina. Porque luego de la desesperación inicial las emociones se apartaron de mi vida. Me congelé. Varios compañeros se me acercaron. Yo era joven, activa, inteligente. No volví a querer. No me creíste, cuando décadas después, en nuestro reencuentro, ante tus preguntas te conté que nunca había habido otro. Se te aterraron los ojos. ¿Tu responsabilidad? No exclusiva. Vos le pusiste el nudo al hilo pero yo ya estaba dañada.

Quizás es mi memoria la que idealiza mi infancia. Quizá vuelvo una y otra vez a la niña que fui porque, salvo los dos años compartidos con vos, nunca volví a sentirme plena, vital, feliz. Como si lo vivenciado durante mis primeros doce años hubiera sido la fuente de energía que me permitió seguir viviendo. Recuerdo el primer verano luego de nuestra ruptura. Promocioné todas las materias con lo que se me regalaron dos meses de absoluta libertad. Los pasé en La Victorica, por supuesto. Trabajé a la par de los peones. Como si solo alcanzando la extenuación del cuerpo mi alma adquiriera algo parecido a la paz. ¿Y qué me sucedió? Esto no llegué a contártelo. Quizá nuevamente se te aterrarían los ojos. Tuve fiebre. Quince días de fiebre. La abuela, otra vez, se transformó en mi enfermera. Pero lamentablemente esta fiebre nuevamente no identificada no me trajo el olvido. Habría sido maravilloso que me hubiera arrancado del alma tu existir. No. Me sometió a la tortura adicional de penarte sin poder refugiarme en la acción, mi gran aliada. Por primera vez en mi vida (fui una niña que nunca lloraba) mis ojos lloraban por mí. Yo no los conducía. Mis lágrimas se habían independizado de mi voluntad. Se esparcían por mis mejillas como el rocío sobre el césped matinal. La abuela las enjugaba con su pañuelo. ¡Ay, mi Mantis! la escuché decir creyéndome  dormida ¡qué le han hecho de nuevo a mi niña!, te lo dije, hija, nada de hombres. Yo nunca le había contado nada sobre vos. Quizá en el fragor de la fiebre te había nombrado. No me preguntó nada. Ella me conocía bien. Éramos de la misma madera.

 17

 

Me recuperé y allí fue cuando, como ya te adelanté, mi cuerpo y mi alma adquirieron la temperatura apropiada para un insecto. Sangre fría. Hemolinfa[1].

Tres hijos. Has tenido tres hijos. Dos mujeres y un varón. Seguramente has plantado un árbol, cómo no con esta profesión,  pero no has escrito un libro. Yo planté cientos de árboles y escribí varios libros. Académicos y de ficción.. De los primeros quizá tengas noticias. De los otros, cuando nos reencontramos y me preguntaste si seguía escribiendo, te los hurté. Ya te había descubierto un par de gestos similares a los de antaño al comentarte alguno de mis logros. Siempre te dolió creerme superior a vos. No es una cuestión de niveles: somos de otra raza. Cómo podría yo cotejarme con vos.

Durante seis años me sumergí en el estudio y la escritura. Lo primero que hice fue enviar un cuento a El Ornitorrinco[2]. Me lo aceptaron. Luego otro. Y otro. Me animé entonces a presentar mis cuentos a un concurso del Fondo de las Artes. Obtuve el tercer premio que consistía en la publicación del libro. Por supuesto busqué un seudónimo. No se lo conté a nadie. Soledad Campos.  La enfermedad y el remedio. Dos años después llegó el Premio Emece para mi segundo libro. Tuve problemas con la editorial porque yo no quise ir a la entrega, ni a la Feria del libro, ni dar entrevistas. Una situación suficientemente tensa para que me cerrara el mundo editorial.  Dejé de escribir. Por primera vez desde que había aprendido a hacerlo dejé de escribir. Me cerré en mí misma. Ya se habían acabado el cine, el teatro. Todo lo que había descubierto con vos. En mis ratos libres caminaba. Kilómetros caminaba. Gasté mis zapatos sobre el asfalto de Buenos Aires. Así como de niña recorría el campo y de adolescente, San Pedro. La necesidad de fundirme con el entorno. No con la gente. Con la geografía,  ya rural, ya urbana. No soy un ser social. Soy un ser ambiental. Pero no me malinterpretes, nunca he tenido dificultades para relacionarme con compañeros de estudio o de trabajo. Se me ha dado bien con los alumnos. Me conociste como buena conversadora. Pero no preciso al otro. Tengo autonomía emocional. Tu abandono me enseñó a protegerme. Nunca más depender del amor de otro. Nunca más.

Atravesamos la facultad en tiempos complicados. Y mi proceso personal fue paralelo al político. De la efervescencia de nuestros primeros tiempos compartidos del centro de estudiante y de las asambleas, al congelamiento de mí misma y de las aulas posterior al golpe. Con la diferencia que mi emocionalidad no resucitó con el advenimiento de la democracia.



[1]Fluido que circula por el interior de algunos invertebrados, equivalente a la sangre.

[2]Revista de literatura creada en 1977. Entre sus redactores estaba Abelardo Castillo.

 18

 

Te vi. Fui un testigo involuntario pero fiel. Vi como iniciabas tu relación con Magda (en la misma comisión de química que yo, además). Vi como, pese a mis deseos, se sostenía en el tiempo. Tuviste la torpeza (prefiero pensar que no fue maldad) de enviarme una participación del casamiento (tal vez fue ella). Luego (porque la carrera de ustedes fue eterna, yo ya era docente) vi su vientre crecer. Me resulta difícil encontrar las palabras para definir mis sensaciones. Aparentemente no me importaba. Ya mis ojos no lloraban solos por vos. Pero el costo de que no me importara traía emparejado que nada me importara. Muerte emocional. Coma del alma. Solo mi profesión hacía latir mis venas. Y mis libros. Y mis tierras.

A medida que crecía la familia mis responsabilidades se incrementaron. La abuela lo había dejado bien claro allá por mi infancia: vos, Mantis, tendrás que estudiar; el mundo comienza a serme ajeno, deberás ser la voz del futuro, la responsable de que estas tierras sigan alimentando a los que transporten nuestra sangre, no te olvides. Cómo olvidarme si eso era el motor de mi vida. A los veinticinco años me puse al frente de nuestro imperio. Con el imprescindible soporte de Juani. Para ese entonces cada una de mis hermana tenía su parcela. Más la de mis dos tíos. Más la de Juani. Pero las divisiones eran formales. Un único emprendimiento. Como mi padre para mi abuela, mis cuñados y mis tíos fueron una suerte de empleados para mí. Lo que no hizo prosperar la relación con mis hermanas, por supuesto. Juani no. Juani era, como López para mi abuela, mi mano derecha. Pero era mucho más. Casi un socio. Porque las decisiones últimas siempre las tomaba yo. Una dupla perfecta (el gordo y el flaco). Él bregaba por la permanencia y yo por el cambio. Él ponía coto a mi desmedido deseo de modernidad. Mi cable a tierra. Mi Juani.

Anochece. Hace frío. Enciendo las hornallas. Recuerdo las veladas junto a la estufa de velas. Los cinco peleándonos por estar más cerca. Extendiendo las manos (pulcras las de mis hermanas, sucias las de Juani y mías) llenas de sabañones. El frío del campo no es igual que el de la ciudad. Igual que a los frutales se te mete en la circulación. Xilema y floema. Frío necesario para el esplendor posterior. Uno sabía que el frío era necesario. Así como las lluvias. Inconvenientes imprescindibles. Acostarse tiritando entre las sábanas húmedas hasta que aparecía mamá con las salvadoras bolsas con agua hirviendo. A veces papá aportaba ladrillos calientes. Nos cuidaban, a su modo nos cuidaban. Recuerdo un atardecer que llegué transida de frío de mis andanzas. Los dientes me castañeteaban. Los labios ya azules según los comentarios de mamá. Me envolvieron primero en papel de diario y luego en el quillango de la abuela. Me hicieron tomar un té mientras mamá me masajeaba por arriba de las cobijas. Recuperé pronto los colores, parece, aunque eso atentaba contra mis deseos. Prolongar al infinito  el contacto de las manos de mi madre, prolongar la mirada de mi padre posada sobre mí. Yo, que parecía tan arisca,  me derretía como manteca al sol cuando me daban cariño. En esa época aún sí.

19

Vinieron aún tiempos buenos. Volvía al campo en cuanto la facultad me lo permitía.  Un fin de semana largo. Las vacaciones por supuesto. La cocina volvió a colmarse. Era habitual encontrar a mis hermanas con sus críos. Mi madre ejerció la abuelitud con idéntica precisión que su maternidad, pero con más disfrute. La he visto besar a mis sobrinos, acunarlos. Hasta contarles un cuento en alguna oportunidad. Mis hermanas (ya sabés que para mí siempre fueron un colectivo) la miraban arrobadas. Quizás ellas también padecieron de falta de piel. Jamás, por supuesto, lo charlamos. A mí me parecía que como ellas habían optado por el mismo modelo femenino tenían lo que yo no. Era llegar y descargar el bebé de turno (siempre había alguno) en los brazos de mi madre. Yo experimentaba una suerte de celos. Ellas podían sanar su hambre materna a través de sus hijos. Como una transfusión. Los arrumacos destinados a sus hijos regresaban a ellas. Esa cocina volvió a ser una fiesta. Labores, fragancias, olor a leche, juegos, risas. Papá seguía leyendo el diario aunque ya no encendía los faroles. La luz eléctrica nos había privado de su magia. La abuela, en cambio, no les daba mucho corte a esa infinidad de bisnietos que ella casi había planificado. Se parecía a mí. Yo me parecía a ella. Seguía recorriendo los corrales, se ocupaba de la huerta asistida por algún peón, vigilaba los frutales. Pero ya no contaba historias. Ella, antes tan parlanchina, ya casi no hablaba. Como si el flujo vital hubiera retornado a mi madre a quien se veía más plena que nunca. Seguía bella. La madurez la trataba con respeto. A mis ojos, bella entre las bellas.

Creo que mi abuela comenzó a envejecer luego de mis primeras fiebres. Algo me pasó a mí, algo le pasó a ella. Su cuerpo acompañó el proceso. Adelgazó, perdió varios centímetros. Quizá porque ya no caminaba con la espalda tan derecha. Cada retorno semanal (aún estaba en San Pedro) me confirmaba que disminuía su esplendor. Intolerable.

Interrumpí esta charla porque vino Juani. Trajo bizcochos de grasa y yo puse agua hervir. La presencia de mi hermano sí ameritaba un mate. Nos recuerdo chiquitos turnándonos para sorber de la misma bombilla. Seguramente nos sentíamos grandes. No me recuerdo compartiendo mates con mi madre. Sí la veo cebándole a mis hermanas.  Y a mi padre por supuesto. Ellas, dulce. Él, amargo. Pronto Juani y yo abandonamos el azúcar. Pobre Juani, tan goloso. Un posicionamiento.

Mis padres murieron en un accidente de tránsito hace ya casi cinco años. Estaban yendo a San Pedro porque mi madre tenía turno con el médico. Ella, tan remisa a esas prácticas, se había decidido. Una tremenda tos. Yo estaba en el campo. Los vi salir en la camioneta 4x4 que había reemplazado al Rastrojero. Roja también. Le ofrecí acompañarla, sin embargo, se resistió. Impensable que alguien más la viera en enagua. Ya te conté que mi padre era un eximio conductor. Pero un camión pinchó una goma y los embistió de frente. Murieron en el instante. Tardé mucho en poder asimilarlo. Como un niño para el que no entra en su esfera de posibilidades que sus padres puedan morir. Recordé la frase de la abuela hay generaciones que solo sirven para generar otra. Reflexiono, ahora, sobre ese comentario tan descalificador. ¿Mis padres solo cobraban relevancia en función de la vida que nos habían dado? ¿Hubiéramos podido funcionar todos sin ellos? ¿Solo óvulos y esperma? No lo creo. Mi madre, tan silenciosa, al irse dejó la casa en silencio. La vida se retiró de nuestra cocina. Ya no vinieron mis hermanas ni sus hijos. Juani estaba casado, quedamos mi abuela y yo. Yendo y viniendo, yo. La abuela, por primera vez en su poblada vida, sola.

20

Me hizo bien la visita de Juani. Estuvimos recordando anécdotas de cuando éramos chicos. Hablamos de nuestros padres, de nuestras hermanas, de la abuela. Por primera vez en la vida le pregunté por su matrimonio. Me miró extrañado. Nunca hemos sido afectos a las confesiones. Laura es una buena compañera y una excelente madre, ¿qué más? ¿Qué más? El amor. Me hubiera gustado preguntarle si alguna vez estuvo enamorado. Se habría reído de mí. He conocido pocas personas con tanto sentido práctico como él. Al pan, pan y al vino, vino, otra frase de la abuela. De la nada dijo mamá y papá siempre se llevaron bien. Y después se fue. Ni una pregunta sobre mí. Se lo agradecí.

Releo nuestros mails. Querido Javier: Estoy en un proceso de revisión de mi pasado. Tratando de entenderlo, de entenderme. Hace días que me despierto pensando en vos. Necesito saber por qué dejaste de quererme. Nunca pudiste explicarme la repentina transformación de tus sentimientos. Te preguntarás qué importancia puede tener saberlo, treinta años después. Para mí la tiene. Te mando un beso. Querida Elisa: Pero qué bonita sorpresa. A lo largo de estos años siempre estuve al tanto de tu vida. Menuda carrera la tuya. Me parece que el tema amerita un encuentro. Estoy en San Petersburgo. Vine al nacimiento de mi primer nieto. En cuanto regrese te escribo. Te adelanto que estuve tremendamente enamorado de vos. Amor de mi vida. Me galopa el corazón releyéndote. ¿Cómo explicarte lo que significaron tus palabras entonces para mí? Proceso de revisión de mi pasado. No podía explicarte qué estaba revisando. Ahora tampoco puedo. No todavía.

Antes de lavarme los dientes encendía la computadora. La diferencia horaria impedía que nuestro intercambio se transformara en conversación. Un par de frases cada mañana, no mucho más. Sin embargo, eran mi alimento. Como antes los huevos. Mi néctar.

El parto de tu hija fue complicado. El chiquito en cuidados intensivos. Más de un mes. Nunca un mes me pareció tan largo. Sin embargo, bienvenida la demora. Eso nos permitió ir recuperando el hilo que antaño nos había unido. ¿El hilo rojo?[1]

Salgo a la galería a ver el anochecer. El cielo teñido de rosa. Belleza pura. Ni en mis momentos más oscuros perdí la capacidad de maravillarme con el esplendor de la naturaleza.  Cielo. Tierra. Agua. Árboles. Flores. Pájaros. Todo puesto para mi deleite. Obviarlo sería un verdadero pecado de omisión.

En pocos minutos la temperatura descendiendo. Mi cuerpo tiembla. Entro. Enciendo la hornalla y acerco mis manos. Las observo como si fueran ajenas. La piel rústica. Las uñas cortas. Manos para el trabajo. Abro la heladera. Deposito sobre el inmenso mármol pan, salame, manteca, queso. Qué daría por volver a comer un guiso de mi madre. Coloco un jarro con agua sobre el fuego.



[1]Leyenda oriental que afirma que aquellos que estén unidos por el hilo rojo están destinados a convertirse en almas gemelas.

21

Mis manos. Mientras nuestros mails iban y venía una noche me asomé al espejo. ¿Alguna vez me había observado desnuda? Me miré. Me evalué. Traté de verme con tus ojos. ¿Cómo me encontrarías? Mi silueta no había cambiado demasiado. Siempre me mantuve delgada. Cintura de avispa decía la abuela. Otro insecto. El ejercicio físico del trabajo del campo había torneado brazos y piernas. Mis pechos eran pequeños pero redondos firmes, mis pezones rosados. No estaba mal. Mis manos y mis pies, sin embargo, se veían gastados. Percudidos. Por primera vez en mi vida compré cremas. Me unté incansablemente, obsesivamente. Me dejé crecer las uñas. ¿Era yo?, ¿esa ridícula mujer de cincuenta años acicalándose como una adolescente era yo? Como una adolescente ajena. Porque nunca le había dedicado a mi aspecto más que la ducha diaria. Cuando anunciaste tu retorno y pusimos una fecha para encontrarnos recurrí al afuera para mi transformación. Peluquera, depiladora, manicura, belleza de pies. Me habría muerto de vergüenza si alguien me hubiera visto. ¿Esa era yo?, ¿qué estaba esperando de vos? El tono de nuestros breves mails no alentaba al fuego. Fuego en el que yo, unilateralmente,  me consumía. Amor de mi vida. Quizá vos recordabas mis rechazos y por eso eras cauto. Pero algo había cambiado en mí. Por eso, después de tres décadas, no tuve más remedio que reaparecer.

Luego de la muerte de mis padres la abuela pareció recobrar su energía. Quizás al sentirse nuevamente necesaria. Ella tomó las riendas de la cocina, antes santuario de mi madre. Resultó excelente cocinera. Seguramente mi madre había aprendido de ella. Cuando yo anunciaba mi regreso al campo me preguntaba qué quería comer. Trataba de agasajarme. Tal vez me percibía huérfana a pesar de mis cuarenta y cinco años. Una noche, llovía mucho lo recuerdo bien, terminada la cena nos dirigíamos a nuestros respectivos cuartos. De la nada dijo ¿sabés, Mantis?, ahora no me puedo morir, no te puedo dejar sola y sin esperar mi respuesta desapareció por el pasillo.

Finalmente llegó el día del reencuentro. Arranqué la mañana en la peluquería. Después me fui de compras: todo nuevo de la cabeza a los pies. Como si precisara cercenarme la que había sido. El cuerpo que había sido. Regresé a casa y me duché tratando de no estropear el peinado. El esmalte de un par de uñas se me saltó. Aunque la mona se vista de seda...decía la abuela. Me vestí (pollera corta roja, remera de lycra blanca con generoso escote redondo), me maquillé solo las pestañas -ojos de hurí turca- y partí hacia el encuentro una hora antes de lo necesario. Ya no podía sostener mi ansiedad. Palpitaciones. Ahogos. Mientras caminaba las muchas cuadras me fui tranquilizando. Una tarde preciosa, ¿te acordás? Hasta que mis sandalias nuevas (rojas y de taco, era una pantomima de mí misma) se hicieron notar. Me senté en un banco de plaza y me las saqué. Me entretuve observando  a los chicos jugar. A las palomas picoteando migas de pan. Cuando miré el reloj mi corazón galopó. Tendría que apurarme.

22

Llegué agitada. Seguramente mi aspecto ya no era con el que había salido. Aunque la mona... A la mitad de la cuadra te descubrí: ya estabas en la esquina. Solo con vislumbrar tu silueta se me ablandaron los huesos. Me detuve e intenté regular la respiración. Jadeaba casi. Por lo visto vos también me habías reconocido a la distancia porque levantaste la mano y comenzaste a caminar hacia mí. Dos deseos contrapuestos: escapar y correr hacia vos. No ejecute ninguno. Me colgué una sonrisa y continué la marcha civilizadamente, intentando no tropezarme con los tacos. Vos también sonreías. ¿Para qué te cuento lo que ya sabés?, ¿podrías no acordarte de esos metros, caminando el uno hacia el otro después de treinta años? Instantes mágicos que justifican una existencia. Todo el dolor que me habías generado cobraba sentido en esos segundos que restaban para que nos abrazáramos. Aunque yo aún no sabía que no me ibas a abrazar.

A lo largo de todos esos años yo no había buscado imágenes tuyas por Internet. Quizá prefería quedarme con la de aquel muchacho, único ser en mi historia que había logrado enamorarme. No me alcanzaban los ojos para mirarte, para reconocerlo en tu madurez. El cabello, aunque salpicado de canas en las sienes, continuaba igual. Lacio, negro, espeso. Aunque extrañé el jopo que antes casi ocultaba tu frente. Habías sido muy delgado. La vida te había transformado en un señor, aunque no llegaba a gordo, robusto. Fue un impacto. Pero bastó mirarte de cerca para fundirme en esos ojos idénticos a los de antaño en su fuego, en su luz. Y tu sonrisa. La misma de antes, aunque ahora estaba enmarcada en una cuidada barba. Te quedaba bien la barba. Te aportaba la seguridad, junto con los kilos añadidos, que a tu juventud le faltaba. ¿Te la hago corta? Fue verte y morir nuevamente por vos.

Nos quedamos mirándonos en silencio, sonriendo. Quizá fueron segundos; para mí, una eternidad. Hubiera pagado oro por detener el tiempo. Esos instantes en la vida en los que todo está por ocurrir. No sabemos aún qué y esa ignorancia los hace plurivalentes. En la medida que algo vaya ocurriendo se anula la posibilidad de otros aconteceres. Una palabra dicha confisca a otra que no fue elegida. Momentos de máxima energía potencial. La física que juntos habíamos aprendido nos indicaba que parte de esa energía se transformaría en cinética. Y, aun peor, parte se disiparía. Porque solo en un mundo ideal la energía se conserva.

Observo con extrañeza los víveres sobre la mesada. ¿Yo los dispuse? En el jarro ya no hay agua. Se evaporó. Y no es lo único. Mi vida está poblada de ausencias. Repongo el agua. Como hace unos ¿segundos?, ¿minutos?, ¿horas?, me dispongo a preparar ese café que tanto preciso. El tiempo que utilizamos en pensar no es mensurable. Al menos no con los mismos instrumentos que el tiempo de la acción.  El tiempo del miedo. El del insomnio. El de la espera. El de los amaneceres en que nos resistimos a abrir los ojos. Cómo calcular de cuánto tiempo nuestro se adueñaron. Estuve pensando en vos, conversando con vos, el tiempo que tarda en consumirse el agua de un jarro. O más quizá, porque no sé cuánto tiempo estuvo el jarro vacío sobre la hornalla. Vacío. Solo intento conjurar el vacío. Mi vacío. Mi vacío interior.

Preparé finalmente el café. Aquí estoy, nuevamente en la galería. No enciendo las luces. La luna, las estrellas. Hace frío. Más que antes, claro. Mis manos rodean la taza buscando calor. Te extraño demasiado. Tu ausencia espanta el aire. Me lo hurta. Rodeada del aire de mi campo me cuesta respirar. Inspiro profundamente con los ojos cerrados. Trato de no pensar en vos. Ni en vos ni en la abuela. Mi más sentido pésame. Le acompaño el sentimiento. Me duele tu ausencia y me duele la ausencia de la abuela. Cómo duelen.

23

Dormí bien. Me desperté sorprendida de haber dormido bien. ¿Cuánto hacía? La tierra ayuda, siempre me ayuda. Mientras preparo el desayuno suena el celular. Mensaje de Juani. ¿Querés que vaya a almorzar? Sonrío sola. Mi hermanito se siente responsable de mí. Me cuida. ¡Cincuenta años y me cuida mi hermano! ¿Fideos con aceite? le respondo preguntando. Llevo vino informa él, escuetos ambos. Quizás hoy sea un mejor día. Lleno la taza de café, unto el pan con manteca. ¿Te acordás de nuestros desayunos en la facultad? Las bandejas compartimentadas de acero inoxidable. El café con leche (si es que merecía llamarse así), las tostadas frías. Manteca. Dulce. Para nosotros un banquete. El placer de iniciar la mañana al unísono. Tantas veces repasando para el parcialito de turno mientras mordisqueábamos el pan. Todo lo hacíamos con entusiasmo. Un escándalo de juventud. Bullíamos. Ahora, recién ahora, comprendo que también el sexo bullía en vos. No pude acompañarte. Lo lamento. Tanto. Tanto lo lamento.

Qué impacto volver a verte. Un señor de traje levantando la mano. Caminamos uno hacia el otro y nos encontramos demasiado pronto. Mi cuerpo, temblando, esperó un abrazo que no llegó. Perdoname dijiste me pusieron una reunión en el INTA[1] en media hora, acaban de avisarme (¿y el traje, entonces?, pensé). Mi alma se derrumbó al tiempo que mi rabia se elevaba. ¿Me estabas tomando el pelo? ¿Treinta años, más de un mes en aprontes para que me concedieras solo unos minutos? Me hubiera gustado evaporarme. Percibí que mi rostro se estaba desmoronando. Por suerte siempre fui dura para llorar. Enterré la mirada en el piso. Cuando la levanté me topé con unos ojos tan desconsolados como supuse los míos. ¿Serías capaz de acompañarme y esperar a que termine?, no creo que demore mucho. Como un globo al que cargan con helio mi ánimo ascendió. Hecho dije. Sonreíste. Me oprimiste el hombro (temí que mi remera se incendiara) y paraste un taxi. Subimos. Nos sentamos a distancia y te escurriste dentro de tu celular. Ni una mirada. Mis ojos huérfanos recobrando la rabia. Una y otra vez me repetía ¿me está tomando el pelo? Recordaba mi día, mi semana dedicada a prepararme para... ¿esto? y me daban ganas de bajarme del taxi. Hasta puse la mano en la manija cuando el auto se detuvo en un semáforo. Entonces justo llegamos. Me hiciste descender en Tabac[2] y continuaste viaje. ¿Precisás que te cuente cómo me sentí frente al único café? Recordé la frase de la abuela. Afeitada y sin visitas.

¿Qué se elige recordar? De la infinidad de segundos vivenciados, ¿a cuáles rescatamos? ¿Se elige?, ¿se borra lo repetido y lo superfluo?, ¿o lo doloroso? Pienso en mi fiebre. ¿Por qué me despojó de un año de recuerdos?, ¿para qué? Pienso. No puedo dejar de pensar. Mi cerebro es una máquina autopropulsada que nunca se detiene. Necesito detenerla. Alcanzar algo que se semeje a la paz.



[1]Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria.

[2]Tradicional café , en el barrio de Recoleta.

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¿Cómo se mide el tiempo? No siempre el número de giros de las distintas agujas se corresponde con nuestra percepción del mismo. Nunca me gustaron los relojes digitales. Un tiempo plano. El tiempo que resta para un hito, una meta, una marca solo puede calcularse mirando el ángulo que falta barrer. Cada aguja, además, responde a distintos estados de ánimo. La horaria es la de las grandes causas. Va despacio. Uno no la ve moverse. Pero avanza. Es la de los procesos lentos. Más asociada a la profundidad, a la serenidad. Es la de la esperanza. Todo puede suceder aún. Es la aguja del futuro. El minutero es el presente. Si la observamos con atención, con minuciosidad podemos percibir su sutil desplazamiento.  Pero no es una condena, aun nos depara opciones. Antes de que avance una rayita todavía podemos accionar. Antes de que se desplace una rayita nos permite caminar una cuadra a paso vivo. El minutero es la más afín a mis ritmos endógenos. El segundero... El segundero es la aguja de la ansiedad. El tiempo que se nos escurre, la vida que se nos escapa. Implacable. Imparable. Una hora y media te esperé. Como nunca me imaginé que la aguja corta estaría involucrada te aguardé testeando de a ratos el minutero, de a otros, cuando mi angustia crecía, me monté al frenético ritmo del segundero. No podía dejar de mirar la esfera del reloj. Una atracción hipnótica y desesperante. Me fui poniendo plazos. En diez minutos me voy. Plazos que renovaba en cuanto se cumplían. Espero hasta y cuarto. Cuarto que se transformó en media. Fueron dos los cafés. Pero todos míos. Mientras tanto, para conjurar la explosiva mezcla de rabia y angustia que me trepaba desde las vísceras, busqué en mi cartera la libreta que nunca me falta y comencé a garrapatear letras. Al principio mi mirada oscilaba entre la hoja y el reloj, pero de a poco las palabras me ganaron. Mi gran recurso. En infinita espiral hacia el centro arrollada/ descansa/la parcela de mí por vos creada./Bella durmiente de eternos veinte/por dos veces quince preservada./Mas caduca la pócima/ Las pestañas se agitan tras los ojos./Despierta, la joven, cual Lázaro. Y anda./Se asoma al espejo que ya no contesta/Solo le muestra un rostro que adelanta./Cómo reconocerse/si ella permanece/igual de frágil/igual de núbil/igual de ascética/igual de...La presión de tus manos en mis hombros me arrancó un grito. Fuerte. Tanto que las miradas tornaron hacia mí. Un súbito calor en las mejillas. En acto reflejo cerré la libreta. Nunca te entregué esas líneas. Perdón pediste (no entendí ni te pregunté si por la tardanza o por el susto). Te sentaste frente a mí, sonriendo. Sonrisa irresistible, al menos para mí. La rabia acumulada se fue derritiendo como el hielo en un vaso puesto al sol. El mozo se acercó. Desestimando las tazas que el hombre retiró pediste dos cafés si siquiera consultarme. Nada más apartado de mis deseos que otro café pero callé solo anticipándome al placer de ver los dos pocillos juntos. Como antes. Como cuántas infinitas veces. Perdoname pediste y ahora sí clarificaste el motivo no pude zafar antes, justo hoy la reunión duró el triple que lo habitual. Yo quedé retenida en el justo hoy. Hoy. ¿Era, entonces, un día especial también para vos? Nos clavamos las miradas en silencio. Sonriendo vos. Yo todavía sin lograrlo. Acá estamos dijiste al fin. Me hubiera gustado preguntarte cómo estábamos. Oscilando yo entre el temor y la gloria. Ganando el miedo. Pavor. Pavor de sufrir nuevamente. Llegaron los cafés. Miraste de reojo el reloj. Mi corazón sufrió un revés. ¿De cuánto tiempo disponés? fueron mis primeras palabras. No mucho contestaste mientras bajabas la mirada. ¿Me está tomando el pelo?, me dije por enésima vez. Enojada, ya francamente enojada, hostil la voz, te pregunté ¿por qué estás acá? Ante la circunferencia agrandada de tus ojos agregué ¿tenías ganas de verme? Me contestaste Tengo miedo de verte/necesidad de verte/esperanza de verte/desazones de verte//tengo ganas de hallarte/preocupación de hallarte/certidumbre de hallarte/.[1].. A la altura de tu urgencia de oírte apreté los párpados. Como si solo cerrando el cofre de mí misma pudiera lograr que los trozos de mi corazón que estallaban y que yo sentía chocar contra mis huesos se acumularan en mis pupilas hasta encontrar las tuyas. Me hubiera gustado ralentar tu decir que yo acompañaba desde mi memoria incólume. No  quería que llegara el final. Pero no tuve suerte y pronunciaste el temido viceversa. Momento  en que sentí tu mano en mis mejillas. Momento en que recién descubrí que estabas enjugando mis lágrimas. ¿La Mantis llorando? Eso no tendría que haber sucedido. Regresando el pavor. Tu celular sonó. Abandonaste mi rostro y yo abrí los ojos. Vi tu ceño fruncido. Tu apuro en informar me tengo que ir, no sé cómo pedirte perdón. ¿Trabajo? logré murmurar. Magda dijiste pescó uno de tus mails y enloqueció; aunque no puedas creerlo durante estos treinta años has formado parte de muchas conversaciones conyugales; siempre tuvo una obsesión con vos dijiste al tiempo que llamabas al mozo. ¿Sabe que estás conmigo? pregunté. No, pero sí dónde estoy yo. ¿Cómo? pregunté, azorada. Me rastreó el celular bajaste la mirada para agregar estoy tan avergonzado, Elisa. Me incorporé, aturdida mientras vos pedías dame otra oportunidad. Me encogí de hombros. Ya sabés cómo localizarme dije no te hace falta el GPS. Salí. Con mi pollera roja, mis uñas pintadas, mis sandalias de taco y mi vergüenza. Mi enorme y profunda vergüenza.

 



[1]"Viceversa", poesía de Mario Benedetti.

 

¿Cómo se mide el tiempo? No siempre el número de giros de las distintas agujas se corresponde con nuestra percepción del mismo. Nunca me gustaron los relojes digitales. Un tiempo plano. El tiempo que resta para un hito, una meta, una marca solo puede calcularse mirando el ángulo que falta barrer. Cada aguja, además, responde a distintos estados de ánimo. La horaria es la de las grandes causas. Va despacio. Uno no la ve moverse. Pero avanza. Es la de los procesos lentos. Más asociada a la profundidad, a la serenidad. Es la de la esperanza. Todo puede suceder aún. Es la aguja del futuro. El minutero es el presente. Si la observamos con atención, con minuciosidad podemos percibir su sutil desplazamiento.  Pero no es una condena, aun nos depara opciones. Antes de que avance una rayita todavía podemos accionar. Antes de que se desplace una rayita nos permite caminar una cuadra a paso vivo. El minutero es la más afín a mis ritmos endógenos. El segundero... El segundero es la aguja de la ansiedad. El tiempo que se nos escurre, la vida que se nos escapa. Implacable. Imparable. Una hora y media te esperé. Como nunca me imaginé que la aguja corta estaría involucrada te aguardé testeando de a ratos el minutero, de a otros, cuando mi angustia crecía, me monté al frenético ritmo del segundero. No podía dejar de mirar la esfera del reloj. Una atracción hipnótica y desesperante. Me fui poniendo plazos. En diez minutos me voy. Plazos que renovaba en cuanto se cumplían. Espero hasta y cuarto. Cuarto que se transformó en media. Fueron dos los cafés. Pero todos míos. Mientras tanto, para conjurar la explosiva mezcla de rabia y angustia que me trepaba desde las vísceras, busqué en mi cartera la libreta que nunca me falta y comencé a garrapatear letras. Al principio mi mirada oscilaba entre la hoja y el reloj, pero de a poco las palabras me ganaron. Mi gran recurso. En infinita espiral hacia el centro arrollada/ descansa/la parcela de mí por vos creada./Bella durmiente de eternos veinte/por dos veces quince preservada./Mas caduca la pócima/ Las pestañas se agitan tras los ojos./Despierta, la joven, cual Lázaro. Y anda./Se asoma al espejo que ya no contesta/Solo le muestra un rostro que adelanta./Cómo reconocerse/si ella permanece/igual de frágil/igual de núbil/igual de ascética/igual de...La presión de tus manos en mis hombros me arrancó un grito. Fuerte. Tanto que las miradas tornaron hacia mí. Un súbito calor en las mejillas. En acto reflejo cerré la libreta. Nunca te entregué esas líneas. Perdón pediste (no entendí ni te pregunté si por la tardanza o por el susto). Te sentaste frente a mí, sonriendo. Sonrisa irresistible, al menos para mí. La rabia acumulada se fue derritiendo como el hielo en un vaso puesto al sol. El mozo se acercó. Desestimando las tazas que el hombre retiró pediste dos cafés si siquiera consultarme. Nada más apartado de mis deseos que otro café pero callé solo anticipándome al placer de ver los dos pocillos juntos. Como antes. Como cuántas infinitas veces. Perdoname pediste y ahora sí clarificaste el motivo no pude zafar antes, justo hoy la reunión duró el triple que lo habitual. Yo quedé retenida en el justo hoy. Hoy. ¿Era, entonces, un día especial también para vos? Nos clavamos las miradas en silencio. Sonriendo vos. Yo todavía sin lograrlo. Acá estamos dijiste al fin. Me hubiera gustado preguntarte cómo estábamos. Oscilando yo entre el temor y la gloria. Ganando el miedo. Pavor. Pavor de sufrir nuevamente. Llegaron los cafés. Miraste de reojo el reloj. Mi corazón sufrió un revés. ¿De cuánto tiempo disponés? fueron mis primeras palabras. No mucho contestaste mientras bajabas la mirada. ¿Me está tomando el pelo?, me dije por enésima vez. Enojada, ya francamente enojada, hostil la voz, te pregunté ¿por qué estás acá? Ante la circunferencia agrandada de tus ojos agregué ¿tenías ganas de verme? Me contestaste Tengo miedo de verte/necesidad de verte/esperanza de verte/desazones de verte//tengo ganas de hallarte/preocupación de hallarte/certidumbre de hallarte/.[1].. A la altura de tu urgencia de oírte apreté los párpados. Como si solo cerrando el cofre de mí misma pudiera lograr que los trozos de mi corazón que estallaban y que yo sentía chocar contra mis huesos se acumularan en mis pupilas hasta encontrar las tuyas. Me hubiera gustado ralentar tu decir que yo acompañaba desde mi memoria incólume. No  quería que llegara el final. Pero no tuve suerte y pronunciaste el temido viceversa. Momento  en que sentí tu mano en mis mejillas. Momento en que recién descubrí que estabas enjugando mis lágrimas. ¿La Mantis llorando? Eso no tendría que haber sucedido. Regresando el pavor. Tu celular sonó. Abandonaste mi rostro y yo abrí los ojos. Vi tu ceño fruncido. Tu apuro en informar me tengo que ir, no sé cómo pedirte perdón. ¿Trabajo? logré murmurar. Magda dijiste pescó uno de tus mails y enloqueció; aunque no puedas creerlo durante estos treinta años has formado parte de muchas conversaciones conyugales; siempre tuvo una obsesión con vos dijiste al tiempo que llamabas al mozo. ¿Sabe que estás conmigo? pregunté. No, pero sí dónde estoy yo. ¿Cómo? pregunté, azorada. Me rastreó el celular bajaste la mirada para agregar estoy tan avergonzado, Elisa. Me incorporé, aturdida mientras vos pedías dame otra oportunidad. Me encogí de hombros. Ya sabés cómo localizarme dije no te hace falta el GPS. Salí. Con mi pollera roja, mis uñas pintadas, mis sandalias de taco y mi vergüenza. Mi enorme y profunda vergüenza.

 



[1]"Viceversa", poesía de Mario Benedetti.

¿Cómo se mide el tiempo? No siempre el número de giros de las distintas agujas se corresponde con nuestra percepción del mismo. Nunca me gustaron los relojes digitales. Un tiempo plano. El tiempo que resta para un hito, una meta, una marca solo puede calcularse mirando el ángulo que falta barrer. Cada aguja, además, responde a distintos estados de ánimo. La horaria es la de las grandes causas. Va despacio. Uno no la ve moverse. Pero avanza. Es la de los procesos lentos. Más asociada a la profundidad, a la serenidad. Es la de la esperanza. Todo puede suceder aún. Es la aguja del futuro. El minutero es el presente. Si la observamos con atención, con minuciosidad podemos percibir su sutil desplazamiento.  Pero no es una condena, aun nos depara opciones. Antes de que avance una rayita todavía podemos accionar. Antes de que se desplace una rayita nos permite caminar una cuadra a paso vivo. El minutero es la más afín a mis ritmos endógenos. El segundero... El segundero es la aguja de la ansiedad. El tiempo que se nos escurre, la vida que se nos escapa. Implacable. Imparable. Una hora y media te esperé. Como nunca me imaginé que la aguja corta estaría involucrada te aguardé testeando de a ratos el minutero, de a otros, cuando mi angustia crecía, me monté al frenético ritmo del segundero. No podía dejar de mirar la esfera del reloj. Una atracción hipnótica y desesperante. Me fui poniendo plazos. En diez minutos me voy. Plazos que renovaba en cuanto se cumplían. Espero hasta y cuarto. Cuarto que se transformó en media. Fueron dos los cafés. Pero todos míos. Mientras tanto, para conjurar la explosiva mezcla de rabia y angustia que me trepaba desde las vísceras, busqué en mi cartera la libreta que nunca me falta y comencé a garrapatear letras. Al principio mi mirada oscilaba entre la hoja y el reloj, pero de a poco las palabras me ganaron. Mi gran recurso. En infinita espiral hacia el centro arrollada/ descansa/la parcela de mí por vos creada./Bella durmiente de eternos veinte/por dos veces quince preservada./Mas caduca la pócima/ Las pestañas se agitan tras los ojos./Despierta, la joven, cual Lázaro. Y anda./Se asoma al espejo que ya no contesta/Solo le muestra un rostro que adelanta./Cómo reconocerse/si ella permanece/igual de frágil/igual de núbil/igual de ascética/igual de...La presión de tus manos en mis hombros me arrancó un grito. Fuerte. Tanto que las miradas tornaron hacia mí. Un súbito calor en las mejillas. En acto reflejo cerré la libreta. Nunca te entregué esas líneas. Perdón pediste (no entendí ni te pregunté si por la tardanza o por el susto). Te sentaste frente a mí, sonriendo. Sonrisa irresistible, al menos para mí. La rabia acumulada se fue derritiendo como el hielo en un vaso puesto al sol. El mozo se acercó. Desestimando las tazas que el hombre retiró pediste dos cafés si siquiera consultarme. Nada más apartado de mis deseos que otro café pero callé solo anticipándome al placer de ver los dos pocillos juntos. Como antes. Como cuántas infinitas veces. Perdoname pediste y ahora sí clarificaste el motivo no pude zafar antes, justo hoy la reunión duró el triple que lo habitual. Yo quedé retenida en el justo hoy. Hoy. ¿Era, entonces, un día especial también para vos? Nos clavamos las miradas en silencio. Sonriendo vos. Yo todavía sin lograrlo. Acá estamos dijiste al fin. Me hubiera gustado preguntarte cómo estábamos. Oscilando yo entre el temor y la gloria. Ganando el miedo. Pavor. Pavor de sufrir nuevamente. Llegaron los cafés. Miraste de reojo el reloj. Mi corazón sufrió un revés. ¿De cuánto tiempo disponés? fueron mis primeras palabras. No mucho contestaste mientras bajabas la mirada. ¿Me está tomando el pelo?, me dije por enésima vez. Enojada, ya francamente enojada, hostil la voz, te pregunté ¿por qué estás acá? Ante la circunferencia agrandada de tus ojos agregué ¿tenías ganas de verme? Me contestaste Tengo miedo de verte/necesidad de verte/esperanza de verte/desazones de verte//tengo ganas de hallarte/preocupación de hallarte/certidumbre de hallarte/.[1].. A la altura de tu urgencia de oírte apreté los párpados. Como si solo cerrando el cofre de mí misma pudiera lograr que los trozos de mi corazón que estallaban y que yo sentía chocar contra mis huesos se acumularan en mis pupilas hasta encontrar las tuyas. Me hubiera gustado ralentar tu decir que yo acompañaba desde mi memoria incólume. No  quería que llegara el final. Pero no tuve suerte y pronunciaste el temido viceversa. Momento  en que sentí tu mano en mis mejillas. Momento en que recién descubrí que estabas enjugando mis lágrimas. ¿La Mantis llorando? Eso no tendría que haber sucedido. Regresando el pavor. Tu celular sonó. Abandonaste mi rostro y yo abrí los ojos. Vi tu ceño fruncido. Tu apuro en informar me tengo que ir, no sé cómo pedirte perdón. ¿Trabajo? logré murmurar. Magda dijiste pescó uno de tus mails y enloqueció; aunque no puedas creerlo durante estos treinta años has formado parte de muchas conversaciones conyugales; siempre tuvo una obsesión con vos dijiste al tiempo que llamabas al mozo. ¿Sabe que estás conmigo? pregunté. No, pero sí dónde estoy yo. ¿Cómo? pregunté, azorada. Me rastreó el celular bajaste la mirada para agregar estoy tan avergonzado, Elisa. Me incorporé, aturdida mientras vos pedías dame otra oportunidad. Me encogí de hombros. Ya sabés cómo localizarme dije no te hace falta el GPS. Salí. Con mi pollera roja, mis uñas pintadas, mis sandalias de taco y mi vergüenza. Mi enorme y profunda vergüenza.

 



[1]"Viceversa", poesía de Mario Benedetti.

 

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Vino Juani. Según lo prometido trajo vino. Tinto, por supuesto. Y pan. Almorzamos charlando sobre la próxima cosecha. Sobre el café junté le pregunté si se acordaba de cuando yo había estado enferma. Me miró asombrado. Muchas veces estuviste enferma contestó muchas veces estuvimos juntos enfermos, la varicela, el sarampión... Lo interrumpí. No, Juani, cuando tuve tanta fiebre. Hizo un gesto extraño. La abuela no me dejaba que hablara con vos dijo yo tenía mucho miedo, creí que te ibas a morir; solo permitía que te mirara desde la puerta cuando estabas dormida. Después cambió rápidamente de tema. Un nuevo pesticida, los repuestos para el tractor, el precio del gasoil. Por lo visto mi enfermedad fue algo entre la abuela y yo. Y ella bien se ocupó de que así fuera.


Pasó una semana hasta que tuve noticias tuyas. Semana en que se me hizo difícil seguir transitando por la vida. Respirar. Tenía que ir al campo pero no me quería alejar por si vos me llamabas. Me costó un perú no tomar la iniciativa porque añoraba tu presencia como un adicto deprivado. Cuando comenzaba a escribirte recordaba la humillación a que me habías sometido y lograba doblegar mi impulso. Controlaba mi casilla de correo a cada rato. Verificaba que funcionara Internet. Hasta que apareció tu hola, Elisa, necesito verte. Solo eso y mi resentimiento volando por el aire. La sonrisa tomando mi cara. Necesito. Vaya con el verbo que habías elegido. Esas bombas que lanzabas de las cuales luego no podías hacerte cargo. Amor de mi vida.


Recién entonces intercambiamos los números de celular. Acordamos encontrarnos al día siguiente. Suspendí (sin comunicártelo, obvio) una reunión con el agrimensor. En un acto de rebeldía (¿ante quién?, estúpida rebeldía, quizá solo un conjuro para cambiar la suerte) me calcé un jean, una remera, mis zapatillas preferidas y partí hacia vos.


Me llamó Ana. mi hermana mayor. ¿Estás bien? me preguntó. Sí, respondí gracias y no efectué la repregunta. Qué notable, la abuela había sido tan abuela mía como suya, sin embargo, en todos había notado un trato preferencial hacia mí. Los de afuera (los de mi afuera cercano, claro) habían percibido que yo era especial para la abuela. ¿Desde siempre?, ¿desde que las dos habíamos quedado solas? Solas pero juntas. Juntas y solas. Eras la luz de sus ojos. Su razón de vivir. Mi más sentido pésame.

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Me citaste en un Martínez[1] sobre Las Heras. No te pregunté ni me pregunté por qué allí. Cuando llegué, a la hora exacta, no estabas. Ya no me gustó. Venía muy golpeada del encuentro anterior. Del desencuentro, en realidad. ¡Qué desencuentro! /, ¡Si hasta Dios está lejano!/ Llorás por dentro/ Todo es cruento todo es vil.[2] Con media hora de atraso, cuando mi desconcierto superaba a mi enojo, apareciste. Perdón pediste. Como si ya estuviera establecido que siempre te tendría que perdonar. Y cuando te disponías a explicar los motivos te detuve levantando una mano. Qué importancia podía tener para mí saber qué, quién había estado por delante de mí. De sobra sabes que eres la primera/que no miento si juro que daría/ por ti la vida entera/ por ti la vida entera./ Y sin embargo cada día/ ya ves/ te engañaría con cualquiera/ te cambiaría por cualquiera[3]. Estúpidamente estos versos sonaban dentro de mí. ¿Amor de mi vida? El enojo repuntando. Te cambiaria por cualquiera. ¿Magda ya no te controla? fue mi incisivo saludo. Saqué mi GPS contestaste hurtando mi mirada. Mi constitutivo sentido práctico me hizo averiguar ¿cuánto tiempo tenés para mí? Sonreíste. Por Dios, qué sonrisa. Me tomaste las manos. Con sorpresa recibí el efecto cintura hacia abajo. Hasta las dieciocho soy todo tuyo. Tus ojos en los míos multiplicando el previo impacto. ¿Almorzamos? propusiste. Sin esperar mi respuesta llamaste al mozo. Reiterado recuerdo, vos llamando al mozo. Pagaste. Salimos. Absurdamente dócil la Mantis.

 

Salgo a recorrer el campo. Pedí que me ensillaran la Colorada. Me gusta andar mis tierras, Nunca me siento tan plena. Poderosa. En La Victorica todo funciona como un reloj.  A lo largo de los años, más allá de algunas decepciones, hemos logrado tener un plantel de lujo. Juani sabe cómo manejar a la gente. Siempre lo supo. Hubiera sido un buen gerente de Recursos Humanos. Habilidad innata en él. Si hasta conmigo ha sabido relacionarse. La Mantis arisca por naturaleza (¿qué pócima aplicaste conmigo?). Juani me cuenta que la peonada me tiene miedo.  Buenos Aires, de alguna manera, ha dejado marca sobre mí. Mi tono de voz, la cadencia de mis decires no son los de ellos. Juaní sí. Juani se mantiene autóctono. Se reconocen en él. Y le admiran su capacidad de trabajo. Sé que también admiran la mía. Dignos nietos, ambos, de la abuela. De pronto tengo un impulso. Enfilo la Colorada hacia el campo de Ana. Porque sí.

 

Nunca había comido en Puerto Madero. Sí había caminado junto al río, claro. Lo mío es caminar no comer. Vive del aire decía la abuela. La pulsión a la acción transformando en fastidio el tiempo invertido en una comida formal. Mi plato vacío cuando los otros aún no han comenzado. Y luego alfileres en la silla. Pero con vos era distinto. Siempre fue distinto. Porque estar con vos se constituía en una acción. El taxi, otra vez, nos condujo en las antípodas. Intenté que mi precario estado de ánimo no se derrumbara. Hasta las dieciocho soy todo tuyo, me repetía a mí misma sin terminar de creérmelo. Me encontré sentada frente al río ante más copas y platos de los que sabía manejar. Adónde fueres haz lo que vieres era otro de los dichos de la abuela. Pedí exactamente lo mismo que vos. Por suerte no elegiste naranja como postre. Con cuchillo y tenedor.



[1]Cadena de cafeterías.

[2]"Desencuentro", tango de Osvaldo Berlingieri, Ernesto Baffa y Roberto Goyeneche.

[3]"Sin embargo", Canción de Joaquín Sabina.

  27

 

Mi hermana se acercó secándose las manos en el delantal. Un gesto tan de mi madre. De nuestra madre. Si la abuela me había pertenecido a mí en mayor proporción no podía decir lo mismo de mi madre. Más vale todo lo contrario. Yo no había heredado ese gesto. Estaba fuera de mi repertorio. Ana me hizo pasar. Parecía turbada. Decliné su ofrecimiento de mate. Me cuesta compartirlo con extraños. ¿Mi hermana extraña? Le acepté un café. Todo su accionar entre las hornallas me recordó a mamá. Una vez que nos sentamos ante las tazas el silencio comenzó a pesar. Me arrepentí de estar ahí. ¿Cómo estás? repitió su pregunta telefónica. Yo, que había ido sin propósitos, al menos conscientes, me encontré respondiendo vacía. Ni a Juani se lo hubiera confesado. La sorpresa en los ojos de mi hermana era un reflejo de mi propia sorpresa. ¿La Mantis mencionando sus estados de ánimo? Actitud ajena a mí. Yo también la extraño dijo ella ayer cuando me encontré sintiendo que me faltaba algo llevó sus manos al centro del pecho pensé en vos, por eso te llamé. Me hubiera gustado confesarle que mi vacío tenía dos responsables, pero cómo hablarle de vos. ¿Habría conocido ella el amor? Pensé en mi cuñado burdo, tosco. Un buen hombre lo había calificado mamá. ¿Alcanzaba para entregarle la vida? Ana prácticamente no había salido del campo. Algunas visitas a San Pedro. Buenos Aires lo conoció cuando me recibí. Su vida agotada en criar niños (cinco tuvo), lavar ropa y cuidar gallinas. La miré con atención, quizá por primera vez. Estaba cercana a los sesenta. Una linda mujer todavía, parecida a mamá. Rellena sin ser gorda. El pelo aún rubio fuerte, abundante. Recordé la espléndida cabellera de mamá. Una expresión relajada. Tal vez había sido feliz en lo que yo consideraba un cautiverio. ¿Cómo estás? volvió a preguntarme ¿vas a quedarte sola en tamaña casa?, la abuela siempre decía que seguía viviendo por vos, que no podía dejarte sola. Mi enorme sorpresa al comprobar que la abuela le había hecho confesiones. La abuela tampoco había sido solo mía. De sobra sabes que eres la primera[1]. Todavía no sé contesté luego de varios segundos y capturaba recién mis pensamientos al tiempo que los enunciaba pero creo que sí. Contá con nosotros, estamos para lo que precises ofreció en un plural que vaya a saber a quién involucraba. Gracias solo atiné a decir. Lo menos que podríamos hacer después de tantos años de recibir tu ayuda. Ya francamente azorada ante la primera notificación en décadas de que mi esfuerzo había sido observado y valorado. La irrupción de mi sobrina mayor con sus tres chicos me liberó de responderle. En instantes la cocina se llenó de vida. Como antes la nuestra.

 

 

No podía convencerme de que era la dueña de mi suerte. Te tenía allí, frente a mí, ¿a mi disposición? Todo tuyo. Pese a mi estado de beatitud en ningún momento perdí de vista que a las dieciocho la carroza se convertiría en calabaza. Un único propósito: disfrutar cada instante. Aproveché el almuerzo para acribillarte a preguntas. Quería saber todo sobre vos. Desfilaron ante mis signos de interrogación tu trabajo, tus padres, tus hijos. En cuanto intentabas tomar vos la iniciativa encontraba la manera de virar el rumbo del interrogatorio. No estaba dispuesta a despilfarrar ni un minuto del encuentro (¿habría otros?) hablando sobre mí. Yo sabía todo sobre mí. Además, más allá de lo laboral, lo académico y la escritura, no me sentía satisfecha de mi vida. ¿Qué podía contarte? ¿Que vos sí habías sido el único amor de mi vida? ¿Que no conocía otro hombre que vos? Vergüenza tenía. Vergüenza tengo. Durante mucho tiempo te consideré culpable de mi ostracismo. Luego de décadas reconocí que había algo que estaba dañado en mí. ¿Genéticamente dañado? Por eso no había podido, como infinidad de mujeres sí, reponerme del abandono. De tu abandono.

 

Mi hermana tiene nietos. Catorce. Mi hermana mayor tiene cinco hijos y catorce nietos. Vos, tres hijos y un nieto. Yo no tengo nada. Nada humano. Solo muchísimas hectáreas y plantaciones y animales y diplomas y libros. Me faltó solo un rubro en el mandato de José Martí.



[1]"Sin embargo", canción de Joaquín Sabina.

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Cuando compartíamos un panqueque sonó tu celular. En un instante mi alma descendió como arrastrada por un guinche. Miré el reloj: las dieciséis. No estaba preparada para que me robaran dos horas. Te paraste y te alejaste antes de atender. De sobra sabes que eres la primera[1]. Ni siquiera podía ser la segunda. Porque había quien defendía lo suyo como una fiera. Antes de ella había sido mío. ¿Ella me lo había quitado? No, ni siquiera podía tenerle rabia. Yo, por mérito propio, te había perdido. Cuando regresaste te pregunté ¿Magda? Asentiste con la cabeza. El panqueque a medio comer dormía en el plato. Yo seguía sosteniendo el inútil tenedor. Qué tontería regodearme con los detalles. Es que he rememorado tantas veces los momentos que compartimos en mi afán de preservarlos que cada una de las escenas está grabada en mis retinas y mis oídos con lo rotundo de la eternidad. Aunque quisiera, y a veces quiero, no podría borrarlos. Tanto me esforcé en fijarlos que eliminarlos ya no depende de mi voluntad. Continúo. Continúo porque ya es madrugada y no logro dormir. Luego de intentarlo durante un par de horas me levanté y me preparé un té. Volví a la cama con la taza. Sigo pensando en vos mientras el líquido caliente me conforta la garganta. Retomo. Crucé el tenedor sobre el plato. ¿Un acto simbólico? El tuyo descansaba sobre el mantel. ¿Le dijiste dónde estabas? pregunté. Cerraste levemente los párpados y agitaste la cabeza en un mudo no. Descubrí entonces tu capacidad de mentir. Yo nunca supe mentir, ni de niña. Cuando me preguntaban por alguna tropelía no tenía más remedio que admitirla. Juani, no. Juani negaba ante quien afuera, abuela inclusive, con la solvencia de un eximio actor. Siempre le envidié ese recurso. Yo no mentía no por convicción sino por incapacidad. Vos sabés mentir. Y todo indicaba que si podías mentirle a Magda también podrías mentirme a mí. ¿Me habrías mentido allá por los veinte? Recuerdo que reflexionaba sobre todo esto mientras vos pagabas. Como un mantra me repetía: me dijo hasta las dieciocho, me robó dos horas, me mintió; me dijo hasta las dieciocho... Te incorporaste y te imité. Un títere manejado por tus mudos hilos. Una vergüenza indescriptible. Te voy a llevar a un lugar que sé te gustara informaste mientras me agarrabas del brazo. Morir, renacer. Mi corazón desconcertado intentando recuperar el ritmo. Caminamos en silencio un par de cuadras hasta un barcito encantador. Nos sentamos y sin mediar consulta pediste dos cafés. Tomaste mi  mano izquierda. Recorriste mi palma con tu pulgar. Derecho, claro, sos diestro. Cerré los ojos. Cuando los abrí los tuyos eran dos imanes. Occhi neri, occhi neri/ assoluti e sinceri/occhi amati e sognati/occhi desiderati.[2] La primera vez que había escuchado esa canción me había remitido a vos. La recordé en ese instante. Qué necesidad de tocarte murmuraste no podés imaginarte cuánto te añoré durante todos estos años y quizás ante mi gesto de incredulidad continuaste es cierto; seguí tu carrera, leí tus publicaciones, busqué tus fotos. Sabías, entonces, dónde encontrarme dije. Aflojaste la presión en mi mano, pero no la soltaste. Afortunadamente no la soltaste. Jamás me animé confesaste. ¿Me tenías miedo? pregunté con sorna porque tus palabras me daban fastidio al tiempo que pulverizaban mi esqueleto. Una ameba. Así me sentía entre tus manos, escuchándote hablar sobre mí. Me tenía miedo respondiste el mismo miedo que experimento en este instante. ¿Miedo de qué? ¿Qué preguntás, Elisa?, estoy casado, tengo una familia. Mi desconcierto era total, rotundo, absoluto. Aunque precisaba creerte mi sentido común, ese que nunca pierdo, me advertía lo obvio: nadie espera treinta años para proporcionarse lo que necesita. Yo nunca había intentado un reencuentro porque tenía la certeza de que era imposible. ¿Cuántas veces yo pensé volver?/ Y decir que de mi amor, nada cambió. Me habías abandonado, me habías apartado de tu camisa como a una pelusa. Descartado. Solté mi mano. La humillación de mis veinte años absorbiéndome. Bajé la mirada. Me levantaste el mentón con tu índice flexionado. Filmé tus gestos, tus palabras con la cámara de mi memoria. Tenía la certeza (no me equivoqué) de que todo iba a desaparecer, de que ibas a desaparecer nuevamente. Imperioso retener esos fugaces instantes. Ajenas a mí, mis lágrimas comenzaron a rodar. ¿Qué te pasa? preguntaste con ternura. Tan imposible que surgiera una palabra de mis labios como... me viene la ridícula frase del catecismo como que  un camello pase por el ojo de una aguja. Elisa, por favor pediste. Y ante la obstinación de mi silencio tu rostro comenzó a cambiar. Seguís siendo la misma me espetaste con fastidio muda, hermética, impenetrable el torrente de tus palabras desbordado rememoro cientos de situaciones como esta, luego de instantes de enorme proximidad te me ibas, te replegabas a tu guarida interna y era imposible sacarte una palabra; me volvías loco, me daban ganas de golpearte para regresarte a mí. Mis lágrimas se agotaron de repente. Todas mis neuronas en frenético trabajo, intentando comprender. Infinitas sinapsis. Axón, dendrita, axón. Habías pasado de la ternura a la ira en cuestión de segundos. ¿Por una vez en la vida me podés decir lo que estás pensando? exigiste levantando la voz. Las palabras se atoraban en mi laringe como piedras, como espinas de pescado. Hice un esfuerzo extraordinario y percibí que las palabras se deslizaban hasta mi boca sin que yo misma supiera lo que estaba por decir. Jamás dejé de quererte sorprendí a mis oídos. Ya estaba. Perdida. Jaque mate a mi dignidad. No pude detenerme. Durante treinta años esperé un milagro, como los fieles aguardaron la resurrección de Cristo; mi vida emocional se detuvo en esa noche en que me confesaste que ya no me querías. No era cierto me interrumpiste  nunca volví a querer como te quise, con la intensidad que te quería mientras te decía adiós. No pretenderás que crea los disparates que estás diciendo intenté apelar a mi resucitada cordura. Tus ojos despidieron fuego. Due sparvieri vibranti/ che ti lasciano muto[3]. Me dieron miedo. Me volvías loco, no solo por ofrecerme tu boca para luego despojarme de tu cuerpo, no solo por eso que ya habría sido suficiente para alterar a cualquier muchacho, lo que más me enloquecía era tu silencio, tu falta de explicaciones, tu traslado a una zona de vos misma absolutamente vedada para mí; me enfurecía sin poder decírtelo porque además tenías el don de hacerme sentir culpable; pasaba noches enteras elaborando planes, rumiando amenazas, pero cuando al día siguiente nos encontrábamos, sucumbía ante tu inteligencia, tu sensibilidad, tu curiosidad desbordada, tus ojos turcos, tu sonrisa; perdido de nuevo y vuelta a empezar. Yo te miraba, atónita. Un hombre hablaba sobre lo que yo le había generado sin que yo hubiera tenido la más remota percepción de haberlo provocado. Nunca dejé de quererte confesaste y Magda se dio cuenta, no me preguntes cómo; mil veces cuando me encontraba pensativo afirmaba "estás pensando en ella"; tenía más lógica al principio, cuando todo era reciente, cuando te cruzaba en los pasillos de la facultad, cuando veía tus notas, siempre brillantes, en los infinitos listados pegados en la pared; sin embargo, con el correr de los años, siguió preguntándome si te extrañaba, si estaba pensando en vos; y tantas veces acertaba, aunque, por supuesto, yo lo negaba con fastidio y convicción; sí, pensaba en vos mientras le hacía el amor; sí, así fueron las cosas, mi vida fue un tremendo error, solo me redimen mis hijos, a ellos sí que pude amarlos profundamente; cuando escuché por primera vez  "El amor de mi vida" de Pablo Milanés, allá por el 2000,  me acuerdo perfectamente, experimenté unas desenfrenadas ganas de verte, la única vez que me planteé buscarte; pero de nuevo "te negué tres veces antes de que llegara el alba y me fundí en la noche donde me aguardaba la nada"[4], la conocés, ¿no?; un infierno, un estúpido infierno. Yo seguía mirándote en silencio. Atónita. Azorada. Pensaba en las décadas de mi cama vacía mientras, a cientos de kilómetros, vos pensabas en mí. Si es que eso es cierto, me decía tratando de protegerme, quizá me está engañando de nuevo, apresándome en su tela de araña. Vamos ordenaste de pronto. Me incorporé. Dejaste el dinero sobre la mesa, dinero de más pero no esperaste el vuelto. Salimos. Yo también miré el reloj. 17.50. Tontamente pensé faltan diez minutos, me robó diez minutos. Yo voy a tomar un taxi hacia Belgrano informaste ¿te alcanzo a algún lugar? No contesté me quedo por acá. Levantaste los hombros. Me diste un beso en la mejilla y te fuiste. Quedé unos instantes paralizada. Atónita. Azorada. Luego comencé a caminar.



[1]"Sin embargo", canción de Joaquín Sabina.

[2]"Occhi neri", canción que canta Fiorella Mannoia.

[3]"Occhi neri", canción cantada por Fiorella Mannoia.

[4]"Amor de mi vida", canción de Pablo Milanés.

 29

Suena mi celular. ¿Querés venir a almorzar? propone Ana voy a estar sola. Me sorprende el ofrecimiento, pero aún más la aclaración. Quizás ayer percibió que quería hablar con ella. Por algo habré ido pienso. ¿A qué hora? le pregunto mientras me pregunto de qué habré querido hablar.

 

No puedo describirte el estado en que quedé. En que me dejaste. Como a esos muñecos inflables que derriban de una trompada y vuelven a incorporarse solo para recibir el siguiente golpe y volver a caer. Devastada. Hablé con una colega y le pedí que me cubriera un par de clases. Hablé con Juani y le pedí que se hiciera cargo de todo. Hablé con la abuela y le avisé que no iría por varios días. Me preguntó si me sentía bien. Pasé la semana prácticamente en la cama. Pero esta vez sin fiebre.

 

Ana heredó las dotes culinarias de las que carezco. Una carne a la cacerola increíble que remedaba con exactitud el sabor de la de mamá. Hacía rato que no comía con apetito. Hacía rato que solo comía por afán de subsistir. La escuché hablar sobre los suyos. Sobre sus preocupaciones por los suyos. Desfilaron marido, hijos, nueras, nietos. Nunca había hablado con mi hermana. Me sorprendió que tuviera voz. Neuronas. Porque no decía tonterías. Coherencia, entusiasmo, emociones. Siempre desacredité a mis hermanas. Me alarma mi soberbia. ¿Lo habrán notado? Le pregunté, a boca de jarro, si recordaba mi enfermedad. Me contestó que ella ya no vivía en casa.  ¿Sabés qué tuve? insistí. No sé, yo no entendía de diagnósticos en ese momento, con cinco hijos aprendí luego a la fuerza; pero sí recuerdo alguna vez que te fui a visitar haber escuchado desde la cocina al médico decir que era emocional. ¿Me visitabas? pregunté con sorpresa. Claro dijiste yo me había casado, pero vos seguías siendo mi hermanita. Ambos vocablos me atravesaron. Me atraviesan aún. Emocional. Hermanita. Le pedí un segundo café. La torta de manzana estaba mágica.

 

El día número ocho me mandaste un mensaje. Un escueto ¿nos vemos? Mi músculo cardíaco desbocado. Temí que explotara a fuerza de frenéticas sístoles y diástoles. Como ya nos habíamos sacado todas las máscaras solo respondí ¿dónde y cuándo? mientras me incorporaba como un tornillo eyectado por un destornillador. Me miré en el espejo. Un desastre. Seguramente había bajado varios kilos. ¿Hoy a las tres en el Martínez? respondiste al instante. Me saqué el piyama y abrí la ducha.

 

De regreso pasé por lo de Juani. Lo encontré en el establo. Una yegua acababa de parir. Mi hermano y dos peones festejando los intentos el potrillo de incorporarse. Me acerqué a la yegua y la palmeé. Se entregó al contacto. Busqué un terrón de azúcar en el bolsillo de la campera, siempre llevo. Se lo ofrecí. Su lengua tibia sobre la palma de mi mano. Busqué otro. Pobre animal, precisaba glucosa. Tamaño esfuerzo parir. Dar a luz. Dar la luz.

30

Casi corrí la última cuadra. Cuando llegué, agitada, ya estabas. Pero yo no me disculpé por la demora. Vos seguías siendo para mí el adjudicatario de todas las culpas y por ende el legítimo reclamador de los perdones. La semana de intensas reflexiones aún no te había removido de ese lugar. En cuanto me senté te encaré ¿ya se te pasó el berrinche? Frunciste el ceño. Veo que no entendiste nada dijiste. Y como temí que el encuentro terminara antes de comenzar reconocí me estoy defendiendo. ¿De qué? preguntaste con un gesto que presagiaba tormenta. Te miré con intensidad, intentando atravesar tu epidermis. ¿Tenés registro de lo que significa todo esto para mí? Moviendo la cabeza de derecha a izquierda con extrema lentitud dijiste cómo voy a saber lo que sentís si sos hermética. Ya te conté que siempre te quise alcé la voz, repentinamente indignada. Con eso no alcanza replicaste yo ya te expliqué que siempre te quise y mirá dónde vinimos a parar. No soy yo la que te abandoné. Tu cabeza seguía bamboleándose, ahora más rápido. ¿Alguna vez vas a admitir tu responsabilidad en la ruptura? Una descarga eléctrica, mis neuronas reposicionándose. Recordé la frase: todo lo que te acontece te pertenece. Hubiera querido detenerme a pensar, pero continuaste acribillándome yo me hago cargo del dolor que te infringí cuando me aparté, pero no me hago cargo de tu soledad posterior, esa soledad demuestra que lo que te digo es cierto, has tenido y tenés una profunda incapacidad para comunicarte con los otros, para transmitir lo que sentís, porque para transmitir lo que pensás sobre temas que no rocen tus emociones sos brillante. Estabas colorado. Me asusté. ¿Vamos a pelearnos de nuevo? intenté ¿para eso me convocaste?  Te llamé porque no puedo desprenderme de vos, la puta digo, una mujer, tres hijos y un nieto y no puedo liberarme de lo que me inoculaste en solo dos años tres décadas atrás, "ni contigo ni sin ti"[1] como diría Sabina  te agarraste la cabeza con las dos manos ¿por qué seguís teniendo poder sobre mí?, ¿para qué mierda me mandaste ese mail?, como a los veinte volvés a enloquecerme, me sacás de mi eje, no me puedo concentrar, me cuesta trabajar, no duermo te descubriste y me miraste con intensidad y lo que me da más rabia, vuelvo a parecer el malo de la película. Los ladrillos de mi construcción interna se iban desprendiendo de a uno, como las piezas de un juego de armar arrojado contra el piso. Vos, ante mí, sufriendo por mí, robándome el lugar. Yo había sido la víctima. Quizás era mi última oportunidad. Te agarré con fuerza las manos. Perdoname te dije. La Mantis pidiendo perdón.



[1]"Sin embargo", canción de Joaquín Sabina.

31

Dejo la yegua en el corral y entro a la casa. La cocina está fría. Enciendo las hornallas. Me siento frente a la mesa. Es obsceno su tamaño. Lapidaria medida de mi soledad. Me llega la pregunta de mi hermana ¿vas a vivir sola en tamaña casa? Me pregunto yo, cuál es mi hogar. ¿Mi austero departamento de Buenos Aires?, ¿esta casa? Más allá de los dieciocho ¿tuve algún hogar? ¿Qué quiero de mi vida?, ¿seguir dando clases?, ¿seguir capitaneando el campo?, ¿volver a escribir? La enorme tentación de dejar todo, de vender todo y mandarme mudar. ¿Adónde? Cualquier destino cabría en mis posibilidades económicas. Instalarme en París, en Chicago o en Nairobi. ¿Qué haría allí?, ¿con quién? Porque el destino otra vez nos apartó. ¿Por qué? ¿Arrastro el karma de la soledad de vidas pasadas? Enojada conmigo misma me levanto. Apoyo la frente en el vidrio. Si tú no estás aquí, no sé/ qué diablos hago amándote[1]. Anochece. El sol se oculta sobre La Victorica. Un globo rojo.

 

Amanecí congestionada. Me duele la cabeza. Pensaba, pienso, que tal vez me refugio en estas conversaciones con vos para intentar obviar la muerte de la abuela. La sucesión de las pérdidas. No pude recuperarme de la tuya (cómo recuperarme) cuando sobrevino la de la abuela. Demasiado para mí. Se fue como vivió, autónoma. Más de noventa y se arreglaba sola. Me arrepiento ahora de haberla dejado tanto sola. Se murió sola. Mientras dormía. Tuvo suerte, ella detestaba los hospitales, quién no. La encontró Adriana cuando vino a traerle unas cosas que le había encargado del pueblo. Mi teléfono sonó a las ocho y veinte. Lo recuerdo bien porque al leer el nombre de mi hermana mi corazón dio un brinco. Nada bueno estaría sucediendo para que Ana me llamara tan temprano. Se murió la abuela informó sin decir ni hola. Imposible, pensé, la abuela no me puede hacer esto. Huérfana de toda orfandad. Mis padres, mi abuela, vos. La culpa de sufrir menos por ellos que por vos.

 

No necesito que me pidas perdón, lo que necesito es que me comprendas dijiste con la voz entrecortada ¿entendés lo que te estoy diciendo?, ¿me entendés? Está desesperado, pensé. Hubiera necesitado abrazarte fuerte porque mi cuerpo te entendió antes que mi mente que tanto se resistía a renunciar a su lugar de víctima. ¿Qué hacemos con esto, Javier? te pregunté. ¿Qué es esto? me presionaste. Inspiré hondo. Esto es que yo te quiero y vos, aparentemente, también. ¿Aparentemente? tu rabia renaciendo te confieso mi martirio de años ¿y vos decís aparentemente? Yo no lograba creerte pero como percibí lo finito del hilo reformulé esto es que yo te quiero y vos me querés. Repetilo exigiste necesito escucharlo de nuevo. Está desesperado, volví a pensar mientras obedecía. Yo te quiero y vos me querés. Se te llenaron los ojos de lágrimas. Entonces fue tuya la pregunta ¿qué vamos a hacer? Me encogí de hombros. No dependía de mí. No te puedo perder de nuevo dijiste. Tu celular sonó. Magda informaste soltándome. Esta vez me paré yo. Me voy dije no resisto más. Y era cierto. Tus ojos se abrieron de par en par. El teléfono volvió a sonar. Supongo que atendiste, pero yo ya no estaba.



[1]"Si tú no estás aquí", canción de Rosana.

32

 

Caminé por Las Heras a paso vivo. Paso que fui ralentizando. Porque estaba sin propósitos. Tan enorme mi confusión que ni siquiera podía descifrar si me había ido yo o me habías echado. Una voz fuerte me detuvo. ¡Señora, cuidado! Un colectivo casi me rozó. Desconcertada subí al cordón. Gracias dije sin saber a quién. Observé el semáforo. Sí, estaba en rojo. Cuando lo vi en verde dudé. ¿Cruzar hacia dónde?, ¿para qué?, ¿por qué no permanecer en esa esquina eternamente? Yo no estoy bien, pensé cuando vi que el semáforo viraba a rojo. Nada bien. Otra vez verde. Tengo que cruzar, me dije, no me puedo quedar acá. Había bajado un pie cuando sentí una mano en mi brazo. La miré. Lo primero que vi fue una alianza. Giré.

 

Yo no estoy bien, pienso de nuevo cuando reparo que estoy descalza sobre el piso helado. Loca, decido. Hablando con vos descalza sobre el piso helado. Regreso a mi dormitorio y me pongo las chinelas. Porque la robe me la había puesto. Loca. Desquiciada. Voy a la cocina y deposito la cafetera sobre la hornalla. Me  acerco a la ventana. La mañana está preciosa. Aguzo los oídos. Los pájaros. A lo lejos relinchos y ladridos. El ruido inconfundible de un tractor. La vida continúa. La vida tiene la impertinencia de continuar a pesar de los que faltan, los que me faltan sin que exista la posibilidad de que me dejen de faltar. El pitido del agua hirviendo me sobresalta.

 

Me tomaste del brazo y me arrimaste a la pared. Me abrazaste. Las palmas apoyadas en tu pecho, cerré los ojos contra el olor a lavanda de tu cuello. Mis palmas recogiendo el batir de tu corazón. ¿O era el mío? No supe donde comenzaba ni donde terminabas. Luego de un tiempo incalculable me apartaste ligeramente y elevaste mi mentón. Tus labios. La sal de tu boca. Mis rodillas aflojándose. Lo percibiste porque sujetaste con fuerza mi cintura. Fuimos solo uno. Salientes y oquedades. Con cincuenta años engarzados en plena avenida. Esto no se soluciona con palabras dijiste. Minutos después me subí a un taxi. Mientras cerrabas la puerta prometiste te llamo mañana. El auto arrancó. A través de la ventanilla vi que parabas otro.

 

¿Cómo ser dueña de un cuerpo ajeno?  Lo primero que hice al entrar a casa fue mirarme el espejo del placar. ¿Era yo? Un cúmulo de sensaciones desconocidas amenazando con rasgarme la piel. No me cabían. Calor, humedad. Una desconocida parte de mí latiendo. Hasta tenía un olor diferente arriesgaría. Todo eso habían provocado tus manos y tus labios. Esto no se soluciona con palabras habías dicho. No. Claramente no alcanzarían las palabras para apagar mi incendio.

33

Cuarenta y ocho horas. Fácil es decirlo, difícil soportarlo. Cuando ya no sabía qué hacer con el manojo de sensaciones encontradas que se habían apoderado de mi cuerpo y de mi alma llegó el demorado mensaje. Tengo el fin de semana libre, ya te explicaré, ¿cuento con vos?  Ahogándome con mi propia saliva contesté . Trataba de imaginarme tus propósitos cuando preguntaste ¿reservo un hotel? Otra vez se me aflojaron las rodillas. Me senté en el suelo. ¿Cómo transmitirte mi huracán interior? No sé cuántos minutos permanecí inmóvil intentando escribirte porque repreguntaste ¿y? Solo logré tipiar otro . Temí que llegaran tus merecidos reproches por mi parquedad pero solo me llegó un OK, te aviso. Era jueves. Otras cuarenta y ocho por delante.

 

¿Habría entendido bien? A la tarde fui a la facultad porque temí perder la cordura en la espera. Presencié la clase en la cual era reemplazada. Me sorprendió el buen nivel de mi adjunta. Evidentemente no somos imprescindibles. Necesitaba llenar mi viernes. Luego de meditarlo largo rato, decidí repetir el ritual inicial: peluquería, depiladora, ropa interior, ¿camisón? La ocasión pareciera ameritarlo. Pareciera. Aún no me convencía de que fuera a ser real. El diablo podía meter la cola. Magda. Qué absurdo. Magda transformada en verdugo cuando en realidad podía pensarla como víctima. ¿Víctima? Te había tenido treinta años. Había parido tres hijos tuyos. No era una víctima. Ni mucho menos. Ahora me tocabas a mí. Me tocaba una porción de tu vida. Un bocado al menos.

 

El viernes a la tarde, cuando mi ansiedad ya era extrema llegó tu mensaje. ¿Te parece bien desayunar a las nueve en el Pertutti[1] de Corrientes y Anchorena? El hotel queda a metros, podemos ingresar recién a las diez. Sonreí sola. ¡Era cierto! Allí estaré fue mi respuesta. Cualquier comunicación desde ahora que sea por mail. Ya te explicaré. Cuántas cosas deberías explicarme. Decidí no alterarme. Ya me explicarías. Tenía otras preocupaciones. ¿Qué ropa llevar?, ¿habrías planificado salidas? Me tomó casi una hora armar el bolso más pequeño que encontré. Me preparé un sándwich que comí en la cama. Apagué la luz pensando que pronto me dormiría, porque  estaba agotada. Sin embargo el sueño fue remiso.  Terminé el libro que tenía entre manos. Me dormí recién a las tres.

 

Me bajé del subte diez menos cuarto. Caminé lentamente hacia Pertutti. Retrocedí hasta el subte y luego invertí la dirección. Te descubrí en la esquina. Con un bolsito en bandolera. Jean, sweater. Así no te había visto aún. Parecías el que alguna vez había sido mío. El milagro de existir/El instinto de buscar/La fortuna de encontrar.[2] Caminé hacia vos y vos caminaste hacia mí. Como el primer día. La ilusión de vislumbrar/El placer de coincidir. Pero esta vez sí me abrazaste. El temor a reincidir. Qué linda estás me dijiste. Tres palabras retrocediendo los años, haciéndome sentir joven, vital, linda. Sí, linda. El orgullo de gustar. Mientras tomábamos café y unas medialunas exquisitas me contaste. Magda había viajado a Rosario la noche anterior, su hermana cumplía años. Vos simulaste (y otra vez tu capacidad de engaño) la batería agotada de tu celular. Te lo entregarían recién el lunes. Es un estratega, pensé, cuidadito. Pero luego fue un profundo alivio saber que, por una vez, el destino del encuentro, mi propio destino, no dependería de una llamada inoportuna.  Un enorme alivio. Estaba desdoblada. Una parte de mí charlaba con vos, otra me miraba de lejos. Como si estuviera sentada al mismo tiempo que me observaba desde detrás de una cámara lejana. Protagonista y testigo. Muy extraño. Entre risas y palabras se hicieron la diez. Vamos indicaste.



[1]Cadena de confiterías.

[2]Estos versos y los siguientes pertenecen a la canción de Joan Manuel Serrat "Y el amor".

   

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No era un albergue transitorio. Un hotel. Lo suponía, pero no tenía la certeza. Y vaya con el hotel. Me impactó el gran hall. Nos pidieron los documentos. Una suerte de unión civil, pensé y luego pensé, Mantis, estás en peligro, recuperá tu cordura. Subimos en el ascensor. Tercer piso, habitación 15, mi número de la suerte. La precisarás, me dije. Tal vez hablaba a solas porque vos estabas mudo. ¿Se habrá arrepentido?, me cuestioné. Te costó abrir la puerta. La mano te temblaba. Está nervioso, él también está nervioso, pensé. Entramos. Más allá de la enorme cama, una mesa, dos silloncitos, una lámpara. Un hogar, decidí. Depositamos los bolsos al unísono en el suelo, a nuestros pies. Qué necesidad de abrazarte dijiste mientras me oprimías fuerte contra vos. Luego me besaste. Las manos sobre los botones. La emoción de desnudar. Mis prendas cayendo de a una, muellemente, silenciosas, sobre la alfombra. Te alejaste unos ¿centímetros?, al metro no llegaba, y soporté, turbada, que me recorrieras completa con la mirada. Qué linda estás repetiste. Mi corazón tan desbocado que temí morir. Cerré los ojos. No te vas a quedar toda la mañana así dijiste ante mi completa inmovilidad. Me sentía una estatua. Hubiera querido convertirme en estatua. No tenés trece años, me dije y no fue una cifra apropiada porque el miedo se redobló. De la mano me llevaste a la cama. Ya acostados, escondí la cabeza en tu pecho. Me acariciaste el cabello. Y descubrir despacio el juego. Luego tus manos descendieron por mi espalda. El rito de acariciar/prendiendo fuego. Un incalculable tiempo después susurraste no puedo más y me sonó como un pedido de permiso. Regresó mi miedo disuelto provisoriamente con tus caricias. Cerré los ojos y asentí con la cabeza. Vos en mí. La delicia de encajar. Yo permitiendo que entraras en mí. Yo disfrutando de sentirte en mí. Y abandonarse. Mi historia, por fin, sanada. El alivio de estallar/Y derramarse.

 

Soy incapaz, luego de contar qué ocurrió antes, qué después. Vorágine. Lo más fuerte: verte sobre mí, ver tus ojos, el amor que destilaban tus ojos, estabas como iluminado. Y el amor/ El amor/El amor. Cenamos en el cuarto, desnudos. Comí desnuda por primera vez. Entreabriste la puerta para recibir la bandeja. Comí con hambre voraz. Vos también. Después fue un reinicio hasta caer rendidos (inconcebible un camisón). Despertar. Reincidir. Desayunar. Reincidir. Hasta que llegó la tarde. Con la sombra del cuento de hadas que se acababa hicimos otra vez el amor. Cómo suponer que sería la última vez.

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En algún momento, abrazados entre las sábanas, me preguntaste por qué te había escrito. Repetí lo de la revisión de mi historia. Sí, pero por qué luego de treinta años insististe algo debe de haber pasado. Me quedé pensando. Te dije que ya te lo contaría (¿juntaría coraje?) pero que no era ese el momento apropiado. No quiero nublarlo. Insististe, sin embargo yo mantuve mi posición. No tolero más tus silencios, Elisa, ya los padecí bastante. Mañana dije y luego me corregí (¿habría un mañana?) cuando podamos vernos. Mañana dictaminaste prometémelo. Levanté la palma de la mano. Reímos y nuevamente fuimos un ovillo.

 

No hubo ese mañana por eso no pude cumplir mi promesa. Pero no cumplir es algo ajeno a mi personalidad así que, ahora o nunca, allá va. Hace unos meses vi en la televisión un programa sobre traumas en la infancia. Abandonos, orfandades, castigos. Varias mujeres narraron episodios en los que habían sido abusadas. Empecé a inquietarme. Tanto que iba a pasar de canal cuando una mujer contó yo estaba en el gallinero y uno de nuestros hombres se me echó encima. Me violó sobre la paja, yo todavía no había cumplido los doce. Lo primero que surgió en mí fue una tremenda sensación de asco. Fui al baño y vomité. Después empecé a temblar, me castañeteaban los dientes. Tendré fiebre, pensé. Sabiendo que no, busqué el termómetro. No era fiebre. Llené la bañadera con agua bien caliente y me sumergí. Un gran estado confusional. Jadeos. Gruñidos. Olor a vino, a sudor. Sin imágenes. Una pantalla negra. Brotando sensaciones. Miedo. Asco. Dolor. Metí la cabeza bajo el agua en un desesperado intento de ahogar mis pensamientos. Emergí cuando se me acabó el aire. Más sonidos, más olores. Mugidos, estiércol. La textura de la paja sumando otro sentido. Dónde estaba, por Dios. ¡El establo! Me senté en la bañera. Busqué la toalla. La necesidad de salir. De huir. De huir del agua, de huir del establo. De pronto irrumpió una imagen. Yo, casi una niña, corriendo en la noche, la ropa desgarrada. Corriendo hacia la casa. Entrando en la casa vacía. Corriendo al cuarto de la abuela. Gritando ¡abuela! Las imágenes cesaron tan bruscamente como se habían iniciado. La pantalla de nuevo negra. Mi corazón hecho una bomba. La abuela sabía me dije en voz alta. A la mañana siguiente viajé al campo. Necesitaba hablar con ella.

 

El pitido del agua hirviendo. De pronto recuerdo que escuché el pitido del agua hirviendo. Levanto la tapa de la pava. El nivel del agua apenas bajó. ¿Cómo pude hablar tanto con vos en tan poco tiempo? Busco un saquito de té y lo pongo en una taza. Lleno la taza con agua. Le agrego dos cucharaditas de azúcar. Retiro el saquito y revuelvo. Bebo. Me reconforta el líquido caliente. Dulce y caliente. Retomo. Viajé al campo. Encontré a la abuela en la cama. Dormitaba. Tiene fiebre me informó Ana si vos te quedas con ella vuelvo a casa, ya le di de almorzar, aunque casi no comió. La abuela abrió los ojos. ¿Mi Mantis?  preguntó en un murmullo. Ese mi me obligó a cerrar los ojos. Estaba yendo poco al campo últimamente. Juani sobrecargado. La abuela sola. Sola de mí. La había abandonado. Le agarré las manos. Sí, abuela, soy yo, estoy aquí. Hizo un esbozo de sonrisa y volvió a cerrar los ojos. Me quedé una semana junto a ella. Pero no pude preguntarle nada. Porque ya no estaba en condiciones de dar respuestas. 

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Las imágenes no retornaron, pero a medida que transcurrían los días fue creciendo mi certeza. Había sido abusada. Violada tal vez. Y mi cerebro se había defendido olvidándolo. Me llevó varios días relacionar el olvido con la fiebre. La fiebre que se había llevado mi memoria. Y otros varios más relacionar lo sucedido con mi cuerpo rechazándote. De pronto comprendí. Por eso te escribí. Para contártelo. Pero no me animé. Ni en los mails, ni en los cafés previos ni en nuestra luna de miel. Contaminada. Sucia. Mucho tiempo en mi adolescencia me sentí así y no entendía por qué. No me animé a contarte. Cumplida ahora mi promesa. Me alegro de no ver tu cara al enterarte. Contaminada. Sucia.

 

Regresé a Buenos Aires. La revelación absorbiéndome. Hasta que tomé la decisión de escribirte. Giró entonces violentamente mi foco de atención. Pendiente de vos. Dos meses pendiente de vos. Un esfuerzo ocuparme del campo, de la facultad. Otra vez abandonando a la abuela. Vos. Bendito tú eres entre todas las mujeres.[1] Y los hombres y los animales y las cosas.

 

Repito la operación y me sirvo un segundo té. Dulce y caliente. Mi taquicardia al enviarte el primer mail. Mi taquicardia redoblada al recibir tu respuesta. Amor de mi vida. Cuando te leía descubrí que una porción muerta de mi cuerpo tomaba vida. ¿Aquella asesinada por el abuso? Evidentemente la fiebre se había llevado mi memoria junto con mi sexualidad. Enorme el costo que exigió el olvido.

 

El duelo de perderte por segunda vez se fundió con el duelo de perder a la abuela. Dos semanas después de separarme de vos la enterré. Todavía no hace ni diez días. Hasta podría llegar a pensarse en que fue económico. Dos por uno. Concentrar toda la desesperación en un único tiempo. Convalecencia reforzada pero no reiterada. Sufrir de una. Morir por ambos solo una vez. Un único velorio para mi alma. Un único entierro.

 

Anoche tuve una pesadilla. Me vi tirada sobre el heno, un hombre sobre mí, aplastándome. El olor de mis recuerdos. Vino, sudor, estiércol. El sonido de mis recuerdos. Gemidos, gruñidos, mugidos. El dolor de mis recuerdos. Entre mis piernas. Me desperté empapada.



[1]Frase del "Avemaría".

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Resulta evidente que al cumplir mi promesa revivieron mis traumas. Busco en Internet. Amnesia disociativa postraumática. Tratamiento: psicoterapia, hipnosis, fármacos. Porque la abuela está muerta. Seguramente ella portaba la información. Me dejó huérfana de ella y de mi propia historia.

 

Leí y leí. Sumergida en los libros como si fueran narcóticos. Necesité tomarme un tiempo. Interrumpir este diálogo que por momentos se torna doloroso. Ahora la tormenta ruge. Voy al cuarto de la abuela. Busco su arconcito. Extraigo las manoseadas fotos. De niños amábamos mirarlas. Actividad propia de los días lluviosos. De cada imagen surgían multitud de ancestros. Algunos habían surcado el Atlántico. Otros se habían quedado esperando cartas, allá, en una España doliente. Habiendo alcanzado, unos y otros, la inmortalidad a través de la voz de la abuela que nos narraba, nacimientos, guerras, casamientos, festejos y hambrunas con idéntico entusiasmo. Fotos mudas ahora. Muertas. Las giro. ¿Nunca antes las giré? La apretada caligrafía de la abuela me produce una descarga de adrenalina. Calor,  pulso acelerado, boca seca, seguramente dilatadas mis pupilas. Activación del sistema simpático. Lista para huir o luchar. ¿De quién quiero huir?, ¿contra quién luchar? ¿Del recuerdo de aquella noche? Un trueno me sobresalta. De pronto tengo un impulso. Doy vuelta el arcón sobre la cama. Lo sacudo. Se abre un doble fondo. Cabeza abajo, presionada,  una foto. La extraigo con cuidado. La niñez se despliega ante mí. Sentados en un banco largo, mis padres, mis hermanos, yo en la falda de la abuela. Parada, atrás, la peonada. Me llama la atención que la foto no tenga bordes blancos, como todas las de la época. Me doy cuenta de que fue cortada en sentido vertical en el extremo derecho. Falta alguien.

 

Monto a la Colorada y enfilo hacia la casa de Juani. Me lo cruzo en el camino, él también a caballo. Te quiero mostrar algo digo. Nos apeamos. Saco de mi bolsillo la foto y se la tiendo. ¡Qué épocas! comenta sonriendo estábamos todos. Pareciera que no lo corrijo. Me mira. Le señalo el borde cortado. ¿De dónde la sacaste? Del arcón de la abuela. ¿Quién faltará? pregunto. Esta foto yo ya la vi dice me parece que en casa de Adriana; cuando murieron los viejos ella se quedó con la mayoría de las fotos, yo solo guardé un par. Me subo nuevamente a mi yegua. ¿Adónde vas? me pregunta. A lo de Adriana contesto.

 

 Mientras troto entre mis tierras pienso en vos. Recuerdo tus ojos. Tus ojos sobre mí. Esto no tiene retorno dijiste no voy a poder vivir sin vos, sencillamente no voy a poder. Cómo decirte que hacía treinta años que yo vivía sin vos con la certeza de no poder vivir sin vos.

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Adriana me recibe sorprendida. Me ofrece de todo. Acepto algo fresco. Tengo la garganta seca. Áspera. Apretada.  Estaba cocinando, a la noche se reunirán, el cumpleaños del hijo mayor. Me invita. No quiero interrumpirte digo. Saco la foto y se la muestro. Juani me dijo que le parece que vos tenés una copia. Por eso viniste dice secándose las manos en el delantal. No le quiero mentir por eso callo. Sale de la cocina y regresa a los pocos minutos con un portarretratos en la mano. Estamos todos repite las palabras de Juani por eso la enmarqué, es la única en que estamos todos. Miro la foto. Está completa. El cercenado es un hombre de unos cincuenta años. Robusto. Con sombrero. Lo señalo. ¿Sabés quién es? López contesta enseguida trabajó muchos años acá. Mi cerebro en ebullición. Una extraña conmoción. Te dejo digo seguí trabajando. No vas a venir supongo murmura. El por eso viniste todavía sonando en mí. ¿A qué hora? pregunto. Ya estaba afuera cuando regresé. ¿Me prestás la foto? me mira sorprendida a la noche te la traigo. Regreso galopando. Me aferro con las piernas al cuerpo sudoroso de la Colorada. Somos una. Soldadas.

 

Llego y me acuesto, el portarretratos en la mano derecha. Fijo la mirada en el hombre. El hombre cortado. Cercenado. Después cierro los ojos. En un segundo el hombre cortado está sobre mí. Tengo una arcada. Voy al baño y vomito. Regreso a la cama. Entonces, finalmente, se descorre el telón. Y yo soy la única espectadora.

Es de noche. Se fueron todos al casamiento. La abuela ya se durmió. Escucho mugidos. Seguramente es la Manchada. Hoy escuché que está por parir y es la primera vez, debe de estar asustada. Me pongo las alpargatas y salgo como estoy, en camisón. Llevo la linterna de papá. Se va a enojar si sabe que se la agarré. Ustedes rompen todo siempre dice. Ustedes somos Juani y yo. Hace frío. Voy hasta el establo. Los mugidos son intermitentes. Sí, es la Manchada. Cuando me ve se tranquiliza. Me acerco y le acaricio la cabeza. Escucho un ruido. Un ruido diferente. Parecen pasos. Son pasos. Pasos que se acercan. Una sombra se delinea en el vano de la puerta. La ilumino con la linterna. Me tranquilizo, es López. ¿Qué hacés acá a esta hora? me pregunta. Vine a ver a la Manchada le explico me parece que está a punto de parir. ¿Y qué, le vas a meter las manos dentro, vos? El foco le da en la cara. Lo sigo iluminando mientras se acerca. Entonces siento el olor. A vino rancio. De un manotón me saca la linterna. Ahora la iluminada soy yo. Estás grande dice te están creciendo las tetas. Instintivamente cruzo los brazos ocultándolas. El corazón me empieza a galopar. Me quiero ir. Sin intentar recuperar la linterna me dirijo hacia la puerta. La Manchada reanuda sus gemidos. López me agarra del brazo. ¿Adónde te creés que vas, mocosa? Dejame digo pero no me suelta. Entonces grito dejame. Grita tranquila dice no hay nadie. Yo me acuerdo de la abuela y aunque sé que está lejos y dormida grito de nuevo. Él me empuja y caigo sobre la paja. Cuando intento sentarme me empuja con el pie, con la bota sucia. Embarrada. Caigo de nuevo. Él se tira sobre mí. Su olor asqueroso me inunda. Me aplasta. Intento liberarme pero no puedo. Grito. Me tapa la boca con la mano. Está oscuro. Totalmente oscuro. Él me levanta el camisón. Me baja la bombacha. Intento patalear, pero su peso me inmoviliza. Olor a vino, a sudor, a estiércol.  Siento una mano entre mis piernas. Las aprieto. Me las separa. Jadea. De pronto un punzante dolor. Grito. Él gruñe. La Manchada muge. Ahora es él el que da un grito mientras se desploma sobre mí. Luego se separa. Un olor desconocido, ácido, se suma a los anteriores. Mocosa de mierda dice mirá lo que me hiciste hacer, la culpa es tuya. Una furia intensa se apodera de mí.

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Fue un sueño, una pesadilla, me digo. Pero sé que no. Miro el reloj. Las siete ya. Me siento en la cama. Luego me incorporo. Descalza me acerco a la ventana. Anochece. Tengo taquicardia. Inspiro profundo. Descalza voy a la cocina. Pongo agua a hervir. Al escuchar mi trajín el Negro raspa la puerta. Abro y le hago señas para que pase. Me mira sorprendido. Nunca lo dejamos entrar. Perro de campo. Vive embarrado. Entra, sigiloso, y se acuesta en un rincón. La cabeza sobre las patas, la cola se agita. Lo necesito. No quiero estar sola. Me preparo un té.

¿Te hubiera podido contar todo esto cara a cara? Lo dudo. No se puede contar. No se debe contar. Mientras no lo cuente no habrá sucedido. Casi cuarenta años de silencio. Qué necesidad habría de compartirlo ahora. Además, ¿con quién?, ¿para qué? El rostro de la abuela cruza por mi pantalla interna. La abuela supo. La abuela calló. Por eso fue la carcelera de mi fiebre. Quizá temía que en el delirio confesara lo que no tenía que confesar. ¿Confesar? Me extraña el verbo que me sobrevino. La culpa es tuya había dicho el hombre. Claro, cómo deambular en camisón en plena noche. Una provocación. Yo lo había provocado. Tal vez la abuela creyó que yo era la culpable por eso me acalló. Cuando me incorporo para servirme otro té el Negro levanta la cabeza y me mira. La cola retoma su compás. Estoy agotada. Dormí toda la tarde y estoy agotada. Me voy a acostar, pienso. Dormir para no pensar. Ahora la foto está sobre la mesa de la cocina. No tengo registro de haberla traído. La miro. La miro y regresan las arcadas. Veo a Adriana  en la foto. Recuerdo mi promesa. Podría llamarla y decirle que me siento mal. Es cierto, además. Por eso viniste. No, no tengo chance. Hago salir al Negro que se retira cabizbajo. Me daré una ducha. Me va a ayudar.

La cara de alegría de mi hermana al verme compensó el esfuerzo de vestirme y salir. Me conmovió la demostración de cariño de mis sobrinos. No sé cuántas veces charlé con ellos. Una parva de sobrinos nietos. Adriana es muy afortunada. Se la veía feliz. Orgullosa cuando yo alabé a su prole. Mi cuñado un ente, como siempre. Un ente pero mi hermana no duerme sola. Cuando ya me estaba por ir se me acercó una de sus nietas. Soy Camila se presentó por si no te acordás, somos tantos. Pero sí había reparado en ella porque la sorprendí mirándome varias veces. Tengo que dar un examen de química, ¿me podrías ayudar? Por supuesto le contesté pedile a tu abuela mi celular y me llamás cuando quieras. Los ojitos se le iluminaron. Ella dice que sabés todo.

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Me desperté tarde. Sorprendida de haber podido dormir. Sin pesadillas, además. Pero en cuanto vi el fondo de la taza y solo migas sobre el plato vacío regresó la inquietud. Una legión de insectos recorriendo mi abdomen, mi garganta, mi cuerpo todo. ¿Nadie supo lo que me había pasado?, ¿solo la abuela y yo? Porque no tengo dudas de que ella sí estaba al tanto. ¿Mis padres lo habrán sabido?, ¿la abuela cargó sola con tamaña mochila? Al menos no quedé embarazada, pienso. Suena el teléfono. Marisa. Seguramente se enteró de mis visitas a Ana y a Adriana. Marisa, la hermana tercera, supongo que habrá sido una decepción recibir otra niña. Qué queda para mí, pensarás. Pero yo, al menos, aterricé luego de cinco años de pausa. Quizás una alegría para mi madre que de nuevo hubiera un bebé en la casa. Su función justificada. Nunca sentí haber sido una carga. Tal vez como fui desahuciada al nacer, mi terco aferrarme a la vida le otorgó valor agregado a mi minúscula presencia. La llegada de Juani fue una fiesta. El mimado de todos. Juani fue una fiesta. Un chiquillo que robaba corazones. Era imposible no quererlo. Aún recuerdo sus cachetes colorados, sus ojos enormes, su carita de manzana. Marisa proponiéndome almorzar. Ella también agregó estaré sola. Mis hermanas siempre fueron miméticas. Le dije que iría, claro está. No sé si con genuinas ganas, pero sí con la enorme necesidad de vaciarme de mis fantasmas aunque sea por un par de horas.

Pienso en vos. Todo el tiempo pienso en vos. Como dijo Borges Hay una línea de Verlaine que no volveré a recordar, /hay una calle próxima que está vedada a mis pasos,/hay un espejo que me ha visto por última vez,/hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo./Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)/hay alguno que ya nunca abriré./Este verano cumpliré cincuenta años;/la muerte me desgasta, incesante.[1] Lo que no se repetirá. Solo treinta y seis horas nos fueron concedidas. Mezquino y maravilloso regalo de los dioses. ¿Afrodita?[2] Ya me habías enseñado que el paraíso me podía ser arrebatado de un plumazo. A los veinte logré sobrevivir. No estoy tan segura de que ahora sea posible. Debiera existir el trasplante de almas. Quizá pudiera otorgárseme un alma exenta de vos. Un alma con espacio para otros amores. En la mía fuiste inscripto con tinta indeleble. Y si en treinta años no conseguí borrarte por qué habría de suponer que ahora vaya a lograrlo. Moriré, lo sé, hambrienta de vos. Dolor del alma y del cuerpo. Porque en este segundo abandono también. colonizaste mis sentidos. Un exuberante banquete de treinta y seis horas que en lugar de saciarme me aportó la conciencia de mi hambre feroz.

José me ensilló la Colorada. Mi auto trocado hace días en calabaza. O en bella durmiente si quiero una imagen más amable. ¿Cómo se visitarán mis hermanas?, ¿caminando?, ¿a caballo?, ¿en bicicleta?, ¿en auto?, ¿en tractor?, ¿se visitarán? Tan ajena a sus vidas a pesar de haberme sentido responsable desde siempre de su sustento.



[1]"Límites" porema de Jorge Luis Borges.

[2]Diosa griega del amor.

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Marisa se acerca a recibirme antes de que me baje de la yegua. Me indica donde atarla y me hace pasar. Hace mucho que no estaba en esta casa. Aunque el tiempo parece detenido. Muebles, cortinas, carpetitas de antaño. Sobre el aparador una gran foto con marco dorado. La familia completa. Su familia completa. Ella, el marido, reconozco a mis cuatro sobrinos y asumo que los otros cuatro adultos serán sus cónyuges. Si no me equivoco son diez los niñitos. Al verme observar la foto, Marisa me cuenta que la sacaron hace unos meses el día del bautismo de Pedrito, el benjamín de la familia. Otra vez regresa la sensación de vacío. Recuerdo La hija predilecta[1]. Yo, como la protagonista, estoy sola. Mis hermanas, como las de ella, están rodeadas de vida. Mis hermanas, como las de ella, descalificadas por mí. Marisa pone ante mí platitos con queso, salame, aceitunas, pan. Andá picando que estoy un poco atrasada dice. Obedezco. Descubro que tengo hambre. ¿Vos no comés? pregunto. Me estoy cuidando informa tengo alto el colesterol. La observo. Tiene el cuerpo de mi madre a su edad. Rellena si ser gorda. Ella también se parece a mi madre. Lindas todas mis hermanas. Bien conservadas pese a sus proles. Yo sigo muy delgada. Magra. Magra como mi vida. Marisa se dispone a poner la mesa en el comedor. Mejor en la cocina pido. Como antes. Como cuando todos rodeábamos la enorme mesa de mármol. Veo cierta desilusión en su rostro. Donde quieras digo. Sonríe y pone la vajilla de porcelana en la mesa del comedor. Trae la fuente. Nos sentamos. El pastel de papas es una delicia. Mamá lo hacía igual. En realidad, es mi hermana quien lo remeda.

Salía de lo de Marisa cuando llegó Roque, su marido. Tuve que quedarme. Cuando me disponía nuevamente a partir apareció mi sobrina menor con sus dos chiquitos. Al bebé no lo conocía. Otro rato. Finalmente logré salir. La Colorada me esperaba inquieta. Galopé el camino de regreso. Como si tuviera algún apuro. Sí lo tenía en realidad. Apuro por contarte la charla con mi hermana.  Me apeo y José se ocupa de la Colorada. Me despide con un relincho. Le palmeo el cuello sudado. Espléndido animal. Entro en la casa vacía. La dejé vacía y nadie la llenó en mi ausencia. Me tiro sobre la cama. Cierro los ojos y me dispongo a contarte. ¿Te acordás de López? le pregunté a Marisa a boca de jarro mientras me servía el café. Me miró sorprendida. Sí, claro, ¿por qué me lo preguntás? Desoyéndola insisto ¿vos sabés cómo murió?  En un accidente, se cayó y se rompió la cabeza contestó. Mi corazón se desbocó. Tibio, tibio... ¿Acá, en nuestro campo? arriesgué. Sí, se cayó en el establo; en casa no había otro tema; nunca me tuvieron muy en cuenta, por eso hablaban como si yo no estuviera, como si yo no entendiera. ¿Por qué se cayó? atiné a preguntar aunque ya lo sabía. Se cayó porque estaba borracho le explicó papá a la policía. ¿A la policía? Sí, me acuerdo perfectamente cuando vinieron; la abuela se escondió; fue la única vez en la vida que la vi asustada. ¿Recordás en qué año fue?  En qué año no, pero sí sé que coincidió con tu enfermedad; una mala racha, de la noche a la mañana todo se puso patas para arriba. Borracho. Di cualquier excusa y salí. Necesidad de estar sola. Vino. Sudor. Estiércol.

Cabalgo sobre la Colorada sin rumbo fijo. Mis neuronas en un sináptico frenesí. López me abusó. López se cayó. López se murió. Eventos relacionados, concluye mi obstinada máquina de pensar. Un relámpago frío recorre mi columna vertebral. Tibio, tibio...



[1]"La hija predilecta", cuento de Soledad Puértolas.

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Me hubiera gustado conocer a tus hijos. Más allá de las fotos que me mostraste, orgulloso de tu descendencia. Si hubiéramos tenido hijos quizá serían parecidos. Porque Magda tiene mis colores. Tenía porque ahora se tiñó de rubia. Te han gustado las morochas. Antes, al menos. Los ojos de Magda son claros. Ojos que tus hijos no heredaron. Tienen ojos oscuros como los míos. Ojos de hurí turca decías como los de las protagonistas de Allan Poe.

Detengo bruscamente a mi yegua y enfilo hacia lo de Juani. Lo encuentro en el invernadero. ¿Ahora qué pasa? me pregunta sonriendo. ¿Vos sabés cómo murió López? repito mi pregunta. Creo que de un accidente. ¿Dónde?, ¿cuándo? Mi ansiedad desbordada. ¡Qué sé yo, Mantis! el fastidio de mi hermano yo era un chico, ¿qué mosca te picó? Sin tiempo para evitarlo las palabras se deslizan de mi boca. Me parece que me violó. ¡¿Qué?! Y aunque no lo creas, Javier querido, las lágrimas se agolpan en mis ojos. Lloro. Por primera vez en mi adultez lloro frente a mi hermano.

Ahora hay tres personas que lo saben. Juani, vos y yo. Y Juani no me miró con repugnancia. Solo con infinita sorpresa. No sé cómo ayudarte dijo yo no me acuerdo nada, quizá Ana sepa más; ella era la confidente de mamá, preguntale. Un impacto. Mamá le hacía confidencias a alguien. Un absurdo ramalazo de celos. Yo no quiero que Ana conozca mi vergüenza. Ella no. Como si representara al mundo externo. Juani es yo. Vos sos yo.

Volví a casa. Comí algo y ahora charlo de nuevo con vos. Me cuesta reconocerme. Ser propietaria de una historia hasta ahora ajena a mí. Historia que recién me permite, bordeando los cincuenta, comprenderme. La abuela la conocía, pero había decidido ocultármela. Un rencor, vago pero rencor, brotando en mí. ¿Tuvo derecho? ¿Si yo lo hubiera sabido antes habría virado el rumbo de mi transcurrir? ¿Habría podido volcarme en tus brazos? ¿Habríamos podido formar una pareja, una familia? ¿Tus hijos serían míos? Quizá. Nunca lo sabré. Como dice Kundera El hombre vive solo una vida y no tiene modo de compararla con sus vidas precedentes ni de enmendarla en sus vidas posteriores.[1] No tiene arreglo. Mi vida no tiene arreglo.

Pasé horas pensando cómo encarar a Ana sin tener que darle explicaciones. Quizá Marisa le había comentado mi pesquisa. Cómo justificar mi repentino interés por un hombre muerto hace cuarenta años. Cuando ya había desistido recordé el programa de televisión madre de todos mis males. ¿Hubiera sido mejor seguir en absoluto desconocimiento?, ¿en la absoluta negación? Digna nieta de mi abuela, pensé. Una  de las mujeres hablaba de la dificultad para erradicar la culpa. Era la culpa más que la vergüenza lo que impedía compartir lo sucedido. ¿Culpa de qué?, ¿de ser una niña frágil avasallada por un monstruoso adulto? Yo era la víctima no la victimaria. A santo y seña de qué, entonces, seguir escondiéndome.



[1]"La insoportable levedad del ser", novela de Milan Kundera.

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No le avisé que iría porque, en realidad, había decidido no ir. Sin embargo, subí a la Colorada pensando en recorrer las nuevas plantaciones de soja y terminé en las afueras de su casa. Cuando me di cuenta taconeé a mi yegua para retroceder, pero Ana ya me había visto. Me hizo señas y no tuve más remedio que apearme. Até a la Colorada en el palenque. Mi hermana arrastraba una bolsa. La ayudé a cargarla y entramos juntas en el gallinero. Mientras llenaba los comederos Ana me contó que el marido no andaba bien. De nuevo la presión dijo. Raro sentirme partícipe de su cotidianeidad: el maíz, la confidencia. Luego nos dirigimos a la cocina. Me ofreció mate y acepté.

Entre bizcochos de grasa y bombilla saco el tema de mi fiebre. ¿Otra vez? dice fastidiada. Empezamos mal. Seguramente está ansiosa por compartir sus actuales preocupaciones. Hago caso omiso a su resistencia y decido evitar los rodeos. ¿Te acordás de López? pregunto otra vez, ya se me están agotando los hermanos. Hace un gesto extraño con los hombros. Como si hubiera sido habitada por un repentino escalofrío. Es solo una décima de segundo enseguida pregunta ¿cuál López? El peón aclaro nuestro peón. Era más que un peón dice López era la mano derecha de la abuela; y la izquierda de papá, era zurdo papá, ¿te acordás? Ana habla sin mirarme. Está incómoda, pienso. Pero no puedo soltarla. ¿Sabés cómo murió? Se rompió la cabeza contesta. La boca entrecerrada, escupiendo las palabras, ajena a todo tipo de compasión. Me llama la atención. Luego sí me mira. Y a vos, después de miles de años, ¿por qué te importa? Me importa contesto. Y como calla agrego es muy importante para mí. Los ojos de Ana se abren como platos. ¿Por qué? insiste. Teneme paciencia pido y, en un impulso, le agarro la mano. ¿Cómo se rompió la cabeza? insisto. Había como un sótano en el establo, se accedía por un agujero en el que se apoyaba una escalera que se ponía y sacaba, no sé si te acordás; después del accidente lo tapiaron. Me había olvidado, pero de pronto lo recuerdo con claridad. Juani y yo solíamos escondernos allí, se guardaba el alimento para los animales. ¿Se cayó por el agujero? retomo la charla. Asiente con la cabeza. Se lo merecía murmura. ¿Por qué lo decís? Era un borracho contesta con desprecio. ¿Cómo, entonces, fue la mano derecha de la abuela? Viste como es la peonada, se emborrachan solo los fines de semana. Es cierto. Hombres solos en su mayoría. Frío, calor. Dura la vida del campo. ¿Cuándo se cayó? Ana me clava la mirada. ¿Qué andás buscando, Mantis? Mi historia le contesto sin tiempo a pensar. ¿Y qué tiene que ver López con tu historia? Teneme paciencia repito y también repito ¿cuándo se cayó? Un sábado a la noche, habíamos ido todos a un casamiento; al día siguiente lo encontraron muerto en el sótano; vino la policía y todo. Estoy a punto de agregar que Marisa ya me contó, pero callo. La noche en que comenzó mi fiebre agrego más para mí que para ella. Es cierto dice nunca relacioné las dos fechas. Quisiera contarle que Marisa sí los relacionó, pero nuevamente callo. Ana se estruja las manos. Está alterada, pienso. Nos quedamos en silencio un largo rato hasta que Ana arquea las cejas. Tanto que se le arruga la frente. ¿Te hizo algo? No entiendo digo, pero sí entiendo. ¿López te hizo algo? repite. Entonces soy yo la que entierra la mirada en el piso. Mantis, ¿te hizo algo? Un sollozo brota de alguna parte desconocida de mí. Mi hermana se acerca y me abraza.

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 Ya somos cuatro: Ana, Juani, voy y yo. A medida que lo oculto se va haciendo visible experimento una suerte de alivio. Ya está. Recuerdo la película Secretos y mentiras[1]. Ya está dice el protagonista lo dije y el sol sigue saliendo. Juani no me miro con repugnancia, Ana me abrazó. Cuánto necesitaría tu abrazo.

Le conté, le conté todo. Con lujo de detalles. Ana esperó que terminara y dijo no supe protegerte. Después se agarró la cabeza entre las manos. No entiendo reclamé. A mí casi me pasa lo mismo; una noche, tendría unos trece años, salí como vos, en camisón, a buscar un libro que me había olvidado en el gallinero; López me acorraló, empezó a decirme guarangadas y a manosearme; yo grité, grité tanto que apareció  Adriana; agarró un rebenque y empezó a darle hasta que me soltó, no sé de dónde sacó las fuerzas, era una nena; fuimos corriendo para la casa y nos metimos en la cama, juramos no contárselo a nadie; yo, por vergüenza; ella, por miedo a que la retaran; desde ese momento jamás volvimos a salir de noche; a Marisa tampoco la dejábamos; "los hombres son como los lobos", decía la abuela "de noche aúllan"; a mis hijas no te explico cómo las cuidé; todavía, vieja como estoy, en cuanto oscurece me meto en la casa; a vos, Mantis, no supe protegerte cebó otro mate y me lo tendió me querés creer que nunca más hablé con Adriana de lo que había pasado; esta es la primera vez que se lo cuento a alguien.

Mis recuerdos concluyen cuando corro hacia la casa gritando ¡abuela! ¿Qué pasó después? Revisé el cuarto de la abuela exhaustivamente. No encontré nada. Y ya no tengo a quién preguntar. La noción de ser un iceberg. Más lo escondido que lo visible. La paz alcanzada cubriéndose de desazón. Las paredes me ahogan. Salgo. Mis pasos me llevan al establo viejo. Ya solo se usa de depósito. Entro. Remuevo con el pie la paja del piso. Mis botas chocan con una tabla. Busco un palo, hago palanca y consigo removerla. El agujero ante mí. Entonces, recuerdo.

Necesito tranquilizarme. No sé qué hacer para tranquilizarme. No sé qué hacer. Me asusta mi taquicardia. Me duele el pecho. Necesito ayuda. Por un instante pienso en llamar a Ana. Pero si la llamo le tendré que contar. Y esto sí que no se lo puedo contar. Ni a ella ni a nadie. Quizás a vos. Cuando me tranquilice quizás a vos. Me tiro sobre la cama y cierro los ojos. Intento relajarme. Inspirar. Exhalar. Inspirar. Exhalar.



[1]"Secretos y mentiras", película de Mike Leigh (1996)

 
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Mocosa de mierda dice mirá lo que me hiciste hacer, la culpa es tuya. Un rayo de luna ilumina la escena. Lo veo parado frente a mí, subiéndose los pantalones. Una furia intensa me invade. Me incorporo y lo empujo. Trastabilla. Cae. Me insulta. Cuando logra pararse lo empujo de nuevo. Todo está oscuro. Escucho un grito. Luego el ruido de un cuerpo cayendo y un golpe. Mi linterna dónde habrá quedado. Recuerdo que siempre hay una colgada en la entrada. La Manchada grita también. Me deslizo con cuidado hasta la puerta. La linterna, por suerte, está allí. La enciendo. Ilumino el pozo. Contra el fondo, López. No se mueve.

Me veo corriendo en la noche, la ropa desgarrada. Corriendo hacia la casa. Entrando en la casa vacía. Corriendo al cuarto de la abuela. Gritando ¡abuela!

En el cuarto está encendido el farol. La abuela se sienta en la cama. ¿Qué pasó? pregunta. Levantate exijo lo mate a López. La mirada de la abuela se posa sobre mis piernas. Están chorreadas de sangre. ¡Por Dios! gime y se levanta.

Yo corro con la linterna. La abuela, unos metros atrás, lleva el farol. La espero en la  tranquera del establo. Después de lo que me parece una eternidad, llega. Entramos. Ilumino a la Colorada. Un ternero la acompaña. Blanco. La abuela se acerca al pozo y con la luz del farol comprueba mis dichos. La escalera está puesta. Bajemos me ordena. Primero ella, con mucho cuidado; luego, yo. López está despatarrado en el suelo. De la cabeza le brota sangre. La abuela se arrodilla y le toma el pulso. Sí, está muerto dictamina. Traeme un trapo mojado ordena. Subo. Como no quiero regresar a la casa rasgo un trozo de mi camisón y lo mojo en el bebedero de los animales. No quiero mirarme las piernas, ahora desnudas. Bajo. La abuela rebusca entre el pantalón abierto y limpia lo que encuentra. Cuando termina abotona la bragueta. Estaba borracho por suerte dice la abuela. Después subimos. Que no quede nada tuyo aquí me indica y yo me acuerdo de la linterna de papá. La busco entre la paja y la encuentro. La enciendo. Funciona. La Colorada parió son mis primeras palabras. La abuela se acerca al ternero. Es un macho informa. Salimos.

Caminamos hacia la casa a paso vivo, en absoluto silencio salvo el chistido de la abuela al Vasco que se acerca a saludar meneando la cola. Cuando llegamos la abuela entra al baño y deja la puerta abierta. Yo la sigo. Enciende el calefón de alcohol. Me ordena que me desnude. A mí me da vergüenza, pero obedezco. Pone el tachón debajo de la canilla y lo llena. Metete dice. Me siento. Al contacto con el agua brota de mí un tremendo ardor. Se me escapa un grito. La abuela me pone la mano en la cabeza. Ay, Mantis dice. Después con infinita suavidad pasa la esponja por todo mi cuerpo. Se demora entre las piernas. Me duele, pero me la aguanto. El agua caliente me reconforta. Me libera de la mugre, del olor. La abuela me seca con un toallón y trae ropa limpia. Por suerte ya no sangro. Andá a acostarte indica. Escucho sus pasos en la cocina. Regresa con un jarro y con la enema. Es jugo de limón me explica lo único que falta es que te embaraces. Carga la enema. Me pone una toalla debajo de los muslos. Cerrá los ojos y abrí las piernas ordena. Siento el líquido ácido quemándome por dentro. Las lágrimas corren por mis mejillas. Ay, Mantis repite la abuela cada tanto. Cuando termina me arropa y me dice escuchame bien, todo esto no pasó, nunca te levantaste de la cama. Yo asiento con la cabeza. ¿Y el camisón? pregunto. Ya lo quemé, ya quemé todo. Después, lo que nunca, me da un beso en la mejilla y sale. Me quedo a oscuras. No pasó nada, me digo. Nada, repito. Nada de nada.

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Me contaron que a la mañana siguiente del casamiento amanecí con fiebre. Sin memoria y con fiebre.

Busco en la enciclopedia. Mantis: Son animales solitarios excepto en la época de reproducción, cuando macho y hembra se buscan para aparearse. En la mayoría de las ocasiones, durante o tras el apareamiento, la hembra se come al macho. Lo maté pero no me lo comí, pienso.

Suerte (¿suerte?,  tonterías que digo) que ya no podemos vernos. Cómo soportar tu mirada después de saber quién soy.

La abuela ocupa la mayor parte de mis pensamientos. ¿Ella también habrá conseguido borrar esa noche?, ¿o recordaría mi deshonra y mi crimen cada vez que me miraba? Quizá cortar la foto fue su manera de conjurar mi historia. Todo esto no pasó dijo.  Y yo le creí. No paso nada. Nada de nada.

Cerré todas las cortinas. No sé si es de día o de noche. Como cuando me acuerdo. Duermo mucho. Dormito en realidad. Esta parte de mi historia solo la conocemos vos y yo. Y la abuela, en su tumba.

Ana me llamó para ver cómo estaba. Me comentó que le había hecho muy bien hablar conmigo. Estoy aliviada dijo cuánto que pesa un secreto.

Escucho golpes en la puerta. Me pongo la robe y me acerco. ¿Quién es? pregunto. Soy yo, abrime contesta Juani. Obedezco. Te llame mil veces y no me contestas dice, enojado. Busco el celular. Me quedé sin batería me justifico, mostrándoselo. ¿Qué hacés acá encerrada con este día de sol?, necesito hablar con vos, hay un montón de cosas que tenemos que resolver, se acerca la cosecha. De pronto parece que recién me viera. ¿Te sentís bien? pregunta suavizando el tono tenés una cara... Me duele la cabeza miento. Aunque en realidad me duele la cabeza, me duele lo que tengo adentro de la cabeza. Medias, remeras agitándose en un lavarropas. Mis pensamientos giran así, ahogándose en un agua jabonosa que no logra limpiarlos. Mantis reclama mi hermano dónde estás que no me escuchás. Me voy a acostar un rato me excuso después te llamo. Finalmente logro que se vaya. Cuando la puerta se cierra me apoyo en la pared y me voy deslizando.

Estoy sentada en el suelo. No sé hace cuánto. Te estoy viendo. Es de noche y estás saliendo de la facultad. Hace mucho frío. Garúa. No te avisé que te vendría a buscar. Te veo caminar, las manos en el bolsillo del montgomery, ensimismado. Hasta que me descubrís. Corrés hacía mí, corro hacia vos. Me levantás en el aire y me hacés girar. Una pluma, ingrávida, descubro la felicidad.

Sigo sentada en el suelo. Y la primera imagen lleva a la segunda. Yo caminando hacia vos con mi pollera roja y mis sandalias de taco. Vos caminando hacia mí, de traje y corbata.  Mi cuerpo anticipándose a un abrazo que no llega. No fue felicidad pese a la descarga furibunda de adrenalina. Porque en un segundo descubrí que volverías a dolerme.

La Manchada también lo supo, pienso. Testigo involuntario. Mientras yo trataba, con todas mis fuerzas, de evitar que se metieran entre mis piernas, ella luchaba, con todas las suyas, para sacar de sí lo que ya le habían metido. Ella lo consiguió. Ahora me doy cuenta de por qué no me pude encariñar nunca con ese ternero. Blanco, para colmo. Yo ya estaba definitivamente sucia.

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Me levanto. La cocina está a oscuras. No sé si es de noche. Corro las cortinas. Juani tenía razón. Un hermoso atardecer. Sobre la mesada descubro un paquete. Lo abro. Es fiambre. Y también hay una bolsita con pan. Todavía hay alguien que piensa en mí. ¿Por dónde andará tu mente? Abro el pan con las manos y meto salame y queso. Parada, como un animal, devoro. ¿Cuánto hace que no comía? ¿Qué día es hoy? Agarro el celular para fijarme. No tiene batería. Busco el cargador. Ojalá la vida pudiera cargarse. Mi vida que no tiene sentido.

Montones de mensajes en mi celular. La facultad. Juani. Cada una de mis hermanas. Solo aviso a mi reemplazante que me tomaré otra semana de licencia. ¿Retomaré alguna vez? En robe, descalza, sin bañar vaya a saber desde cuándo. Busco la fecha en el teléfono. No lo puedo creer. Hace cuatro días que no salgo. Voy al baño y abro la ducha.

Esto no tiene retorno dijiste no voy a poder vivir sin vos, sencillamente no voy a poder. Me conmovió escucharte. Quizá mi suerte cambie, pensé. Pero no. Mis cartas vinieron mal barajadas. Desde los doce hasta acá.

Conseguí leer un rato. Murakami. Hombres sin mujeres.[1] Me resulta extraño leer a hombres sufriendo por mujeres. Como si el dolor fuera patrimonio femenino. ¿Será cierto que sufriste por mí? Me lo dijiste, me lo aseguraste pero no logro creerlo. El dolor de no tenerte es patrimonio mío.

Interrumpo la lectura. Ya no logro concentrarme. El establo y el hotel colándose entre las páginas. Pesadilla y ensueño. Ensueño que se transformó en pesadilla. Me levanto.

Vuelvo a la cocina. Abro la heladera. Saco el fiambre pero luego vuelvo a guardarlo. Busco en la alacena un sobre de sopa. ¿Zapallo o espárragos? Qué más da. Sintéticas ambas. Pero preciso algo caliente, que me reconforte. Qué no daría por un plato de sopa hecho por mamá.

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En el hotel cenamos lomo. Lomo Strogonoff. Tu favorito. Lo conocí en un bistró en nuestro primer aniversario. Tantos platos me hiciste conocer. Cultura urbana versus cultura rural. Me hubiera gustado que probaras los guisos de mi madre. Estoy segura de que te hubiesen gustado. Nunca me animé a llevarte al campo. Alguna vez lo propusiste, pero no me animé. La eterna sensación de no merecerte. Vergüenza por sentir vergüenza de los míos.

Trato de recordar la última vez que hicimos el amor. Es difícil porque las treinta y seis horas se me presentan como un continuo. ¿Hubo una primera vez y una última o fue todo una eterna única vez?

Termino la sopa y como una naranja. De las nuestras. Dulce, jugosa, deliciosa. Hay algunas cosas que supe hacer. ¿La Victorica es mi obra? Obra de generaciones. La abuela, papá, Juani. La clarividencia de la abuela. Tus hermanas producirán hermosos niños y Juani manejará La Victorica siguiendo tus instrucciones porque vos, Mantis, tendrás que estudiar; el mundo comienza a serme ajeno, deberás ser la voz del futuro, la responsable de que estas tierras sigan alimentando a los que transporten nuestra sangre, no te olvides. En eso le cumplí. Más vale sola... Eso se cumplió. Más allá de mi voluntad se cumplió.

Sé que tengo que llamar a Juani. Pero tengo miedo de sus preguntas. De su mirada. La última vez que hablé con él no sabía de lo que habían sido capaces mis manos. Él era el que mataba los pajaritos. Yo, para todo tan valiente, contra la vida no me animaba.

Cómo imaginar que me reencontraría con Magda en esa situación. Cómo lo pudiste suponer vos. Sí, ahora es rubia. Como mis hermanas. Pero ellas son genéticamente rubias. Ahora teñidas, me imagino. Las tres con distinta tonalidad. Ana, más rojiza. Mi cabello sigue siendo oscuro. Las canas me empezaron tarde. Hasta que te mandé el primer mal planeaba dejarme el cabello gris, como mi madre. Primera tintura de mi vida. La abuela lo tenía blanco. Vuelve el recuerdo del ternero blanco. Que alguien detenga mi cerebro.


[1]"Hombres sin mujeres", libro de cuentos de Haruki Murakami.

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La última vez que hicimos el amor. Vos sobre mí. Tus ojos brindándote. Occi neri, occi neri/ assoluti e sinceri. [1]Estallaste en mí. Yo, casi al mismo tiempo. Tu rostro se transformó en un instante. Una mueca que te desconocía. Me alarmé porque ese rictus me dejaba fuera aunque aún estuvieras dentro. Es el fin, pensé. Mi fin con vos.

Ya no quiero pensar. Ni en el horror de mi pasado recién vislumbrado ni en el horror de mi futuro sin vos. Estoy suspendida en un presente estéril, tratando a gatas de respirar. Toda mi energía comprometida en recordarle a mis costillas, a mi diafragma su función. Contraer. Relajar. El aire me duele. Me acerco a la ventana. Apoyo la frente en el cristal. Está frío. Frío como mis huesos. Frío.

Después te dejaste caer sobre mí. De pronto el registro de tu peso. Nunca pesó tanto, pensé. Quizás el pavor de recordar otro peso. Tu cabeza en el hueco de mi hombro. Pasé mi mano por tu cabello. No respondiste a mi caricia. Es el fin, confirmé, otra vez me dejará.

A través de la ventana lo descubro al Negro. Él también me ve. Se sienta y me mira. La cola agitándose. Me mira con insistencia. Mirada humana tiene este bicho. Haciendo un esfuerzo me aproximo a la puerta y le abro. Sin esperar mi invitación entra. Mueve las patas de adelante en el lugar, indeciso. Le acaricio el lomo. Está tibio. Me siento y lo llamo. Apoya la cabeza sobre mi falda. Paso la mano por su pelaje áspero. Él si responde a mis caricias con un ligero temblor.

Tu inercia me angustia. Al cabo de un tiempo que no logro mensurar susurro Javier. No respondés. Javier, por favor  mi voz se eleva. Se me cruza una idea que descarto. Es imposible, pienso. Sin embargo, una descarga eléctrica fulmina mis vértebras. ¡Javier! te llamo. Intento girar tu cabeza. No lo logro. ¡Javier! grito. Con un enorme esfuerzo consigo salir de debajo de tu cuerpo. Quedás boca abajo sobre el colchón. Desnudo. Imitando a la abuela, lo sé ahora pero no entonces, busco tu pulso. Aún late.

¿Por qué no tengo fiebre nuevamente?, ¿por qué ahora estoy condenada a recordar?, ¿por qué soy la dueña de esta vida? Mi niña, la abuela, vos. Ya no puedo con todo. El mito de la fuerte Mantis. Fuerte en tanto no ame.

Logré ducharme. Logré vestirme. Logré llamar. Quedé en encontrarme con Juani. Pobre Juani, él no tiene la culpa. Demasiado peso sobre sus hombros. Es que mis hombros ya no pueden más. Soy un puro manojo de dolor. Dolor y cansancio. Volver a nacer. Volver a conocerte. Torcer la historia.

Me hizo bien trabajar con mi hermano. Por primera vez minutos de alivio. De cierta paz. Mi gesto ante sus primeras preguntas le dejo bien en claro que ese encuentro era ajeno a todo lo personal. Recorrimos buena parte del campo. A caballo, por supuesto. Hablé con el capataz. Planificamos. Las plantaciones están hermosas. Maíz, soja, girasol. Por un instante disfruté al contemplarlas. El fruto de la tierra, El fruto del trabajo del hombre. De su esfuerzo. Sentí orgullo. Tara.

Me hizo bien empaparme de La Victorica, pero ya volví. Y al volver vuelven los recuerdos. La pesadilla.



[1]"Occhi neri", canción que canta Fiorella Mannoia.

 

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Desnuda como estoy llamo a la recepción. Pido una ambulancia. Urgente. Código rojo indico. Me visto como puedo y regreso a tu lado. No sé qué hacer. ¿Debo girarte o es mejor no moverte? Mi mente en blanco. ¿Tendrás prepaga?, ¿cuál?, ¿adónde llevarte? Te acaricio el cabello, te hablo al oído. Y de pronto la imagen de Magda surca mi obnubilación. Le tengo que avisar. Ella es su mujer, pienso. Busco en tu bolso la billetera. La abro. Aparece el carnet de OSDE. Un número de teléfono, por favor. Encuentro una tarjeta personal. Allí el número de tu celular y el teléfono de línea. Me acerco al teléfono. Reclamo la ambulancia. Me avisan que el SAME está en camino. Pido línea. Disco. ¿Qué decir?, ¿cómo decirlo?

Golpean la puerta. Es José que quiere saber si precisaré a la Colorada. Si no, la llevo a pastar. Le digo que no la usaré, que haga lo que le parezca. Debo haberlo dicho de mal modo porque se disculpa. Es que no puedo más. Yo también me disculpo.

Golpean la puerta. Somos del SAME. Cuelgo y abro. Irrumpen una médica y dos camilleros. Te revisan. Controlan los signos vitales. La urgencia de sus movimientos no presagia nada bueno. ¿Cómo está? me animo a preguntarle a la doctora mientras veo que te inyecta. Mal dice está mal. Te cargan en la camilla. Lo llevamos al Fernández me informan. Agarro mi celular y mi cartera y salgo tras ellos. Tras lo que ahora sos vos.

Suena el celular. Mensaje de Adriana. ¿Puedo pasar a verte? ¿Qué excusa inventar? Sabrá por Juani que estoy en casa. Que estoy bien. ¿Bien? Sí, aún respiro. Vení cuando quieras le contesto. Voy a la cocina. Verifico las existencias. Sí, hay yerba, azúcar, té, café. ¿Qué querrá? Más allá de infusiones, ¿qué querrá?

Quedó en venir en media hora. Sé que te colarás en estos treinta minutos. Imposible desterrarte. Aunque dolorosos, tus recuerdos son lo único que me queda de vos. Regresan. Por desgracia o por suerte regresan. Estoy en la ambulancia. Me dejaron subir, tuve que insistir, cómo dejarte solo. Creerán que soy tu mujer. La sirena atrona. Extraño escucharla desde adentro. Estás acostado, lleno de tubos. Trabajan sobre vos. No quiero mirar. Magda, recuerdo. Busco la tarjeta y el celular. Marco. Hola dice una voz de mujer. Te quiero avisar que Javier se descompuso, lo están llevando al Fernández. ¡¿Cómo está?! remeda mi pregunta. Mal remedo la respuesta está mal. ¿Quién sos? inquiere. Después te explico digo y corto. Mi sistema nervioso es una cristalería presa de un terremoto. Todo volando por el aire. Esto no me puede estar pasando, pienso, seguramente es una pesadilla.

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Llega Adriana. Acepta un café. Cargo la Volturno con agua. Echo dos cucharadas de café. Enrosco la parte superior. Pongo la cafetera sobre la hornalla. Enciendo el fuego. Soy consciente de la morosidad de mis movimientos. Quiero postergar el inicio de la conversación. No quiero hablar. No estoy en condiciones. Pero fatalmente escucho el ruido del líquido ascendiendo. En algún momento terminará de subir. ¿Buscando su libertad? Yo quisiera librarme de la charla que se avecina. Adriana, quizá percibiendo mi falta de disposición, calla. Pongo dos pocillos sobre la mesa y la azucarera. Edulcorante no tengo informo. Lo tomo amargo aclara mi hermana. Nos sentamos. Hablé con Ana arranca de golpe rompiendo la tregua. Me imaginaba solo digo. Charlamos por primera vez de lo que ocurrió aquella noche me clava la mirada, desafiante todavía me parece tener el rebenque en la mano, me hubiera gustado matarlo. Ojalá lo hubieras matado, pienso, la criminal sería otra. Un trueque. Niña por niña. Hermana por hermana.

Adriana se levanta de repente y va al baño. Cual búmeran regresan los recuerdos. Regresás. Estoy de nuevo en esa ambulancia. La sirena ya no suena. Llegamos. Me hacen bajar. Te bajan. Movimientos precisos, maquinales. Pese a la urgencia ellos no están angustiados. Para ellos no sos nadie. Para mí, todo. Nuevamente los sigo. Sigo esa maraña de tubos que ahora sos vos. ¡A unidad coronaria! escucho que dicen. Es a mí a quien le está explotando el corazón.

Adriana regresa. Tus imágenes se desvanecen. Se sienta. Pero no retoma la conversación. Parece desinflada. Como un neumático pinchado, pienso. Me pregunto cuánto le habrá contado Ana. Yo no la autoricé. Es mi vida. Mi secreto. Permanecemos en silencio hasta que Adriana me pregunta ¿sabés por qué estaba tan furiosa? la miro sorprendida y ella continúa   un verano yo estaba nadando en el tanque cuando me dieron ganas de hacer pis, salí y me alejé a donde están los árboles para que no me vieran; primero me bajé la malla pero como me enredé con los breteles, me la saqué; después me agaché para hacer pis, pero se me habían pasado las ganas y tuve que esperar que me volvieran; cuando terminé me di vuelta para buscar la malla y descubrí a López asomado detrás de un árbol; estaba con la bragueta desabrochada, tocándose mientras me miraba; agarré la malla y salí corriendo, desnuda; qué degenerado, yo no tendría ni diez años; nunca lo había contado hasta que Ana toco el tema el otro día; le pegué con el rebenque por ella y por mí. Me quedo callada, evaluando la situación. Si Ana ya le contó, tal cual parece, es absurdo no hacer un comentario. Si no, ¿tengo ganas de socializar mi desgracia? ¿Por qué me lo estás contando? le pregunto al fin. Sos dura, Mantis dice con los ojos llenos de lágrimas. Soy dura, tiene razón. Si no fuera dura ya estaría muerta. ¿Por qué me lo estás contando? insisto. Ana me dijo que él también intentó manosearte, pero zafaste; qué degenerado repite lo único que falta es que también se haya metido con Marisa. Está indignada. Las mejillas rojas. Los puños apretados. Lo peor es que ninguna de las tres lo contó, esa era la confianza que teníamos en nuestros mayores; él sabía cómo eran las cosas por eso se aprovechaba sigue diciendo. De pronto repara en mi silencio. ¿No tenés nada para comentar? pregunta, fastidiada. Y como yo no hablo se incorpora. No sé para qué vine dice. Sentada, mientras la veo alejarse confieso a mí me violó. Se da vuelta como un relámpago. ¡¿Qué?! Su sorpresa es sincera. Ana no le contó. Regresa y se sienta. Mientras hablo las lágrimas se deslizan por sus mejillas. Mi relato, por supuesto, termina conmigo corriendo hacia la casa. Solo vos sabés quién soy en realidad. Vos y la abuela.

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Estoy sentada en la guardia porque no me permitieron subir. Recién a las diecinueve habrá un informe. Sentada es un decir. Me paro, camino, me vuelvo a sentar. Hombres, mujeres, chicos esperando. Nadie parece grave. Hasta que veo entrar corriendo a una mujer rubia.

Adriana acaba de irse. Estuve tentada de contarle, pero me contuve. Me hubiera gustado decirle que yo tampoco me quedé de brazos cruzados, que yo también me defendí, que las dos fuimos valientes. Niñas fuertes, potentes. La misma sangre corriendo por las venas de esa criatura dulce y rubia que ella era y la morena y arisca que era yo. ¿La sangre de la abuela? ¿Qué habría hecho la abuela si yo no le hubiera solucionado el problema? ¿Otro trueque? ¿Niña por abuela?

Adriana acaba de irse, de nuevo sola, mi dolor de niña le deja el espacio a mi dolor de mujer. Pienso en una planilla contable. Columnas encabezadas con calamidades. Abusos, abandonos. Cada una con sus subcolumnas. Ana, Adriana, yo, en la primera: mis padres, la abuela, vos, en la segunda. Mi mente errando entre unas y otras. Exiguas columnas del disfrute: primera infancia, los veinte a tu lado, los cincuenta con vos. Doce años, dos años, treinta y seis horas. Una reducción temporal drástica. Exponencial.

Magda sigue corriendo. Me incorporo y la detengo. Está en la unidad coronaria informo sin nombrarte. ¿Qué le pasó? pregunta. La voz entrecortada, está agitada. Desesperada. La veo y me veo.  Tres en agonía. Un infarto me escucho blasfemar. Magda se apoya en la pared y se tapa la cara con las manos. Quisiera acercarme, pero sé que no corresponde. Mi corazón es una orquesta esperando el interrogatorio que se aproxima. Se descubre y me pregunta ¿y vos quién sos?

Mensaje en el celular. Adriana. Le pregunté a Marisa, algo hubo, pero no me quiso contar por teléfono, reverendo hijo de puta, suerte que se rompió la cabeza, me hubiera gustado rompérsela yo. La niña del rebenque sigue habitando en mi blonda hermana. De armas llevar hubiera dicho la abuela. Descubro que mis hermanas no son tan parecidas.

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¿Quién sos? repite Magda ante mi silencio. Demoro la respuesta consciente del dolor adicional que voy a proporcionarle. Cómo arrogarme el derecho de contarle lo que seguramente vos ibas a ocultar. Esto no tiene retorno dijiste no voy a poder vivir sin vos, sencillamente no voy a poder. Quiero subir las escaleras y pedirte que sigas viviendo, asegurarte que desapareceré de tu vida, ahora, para siempre. ¿Quién mierda sos? Recién ahora me mira de frente. La cara se le desarma. ¿Elisa? pregunta ¿Elisa? Por el altoparlante anuncian familiares de Javier Salazar acercarse a la unidad coronaria. Las palabras me atraviesan como cuchillos. Me olvido de Magda y me abalanzo hacia la salida. Quizás ella también se olvida de mí porque no intenta detenerme. Pregunto. Magda me sigue. Nos perdemos. Laberinto de pasillos. Pregunta ella. Subimos a un ascensor repleto que nos evita el contacto. No quiero llegar. Suspenderme en el tiempo. Abolirlo. La puerta, sediciosa, se abre. Increíblemente  solo bajamos las dos. Un cartel con una flecha nos ahorra decidir quién averiguará. Frente a la puerta un médico espera. ¿Familiares de Javier Salazar? pregunta aunque nuestra cara de espanto no debe de dejar dudas soy el doctor Smith se presenta hicimos todo lo que pudimos dice y yo quisiera taparle la boca hay que impedir que siga hablando fue un infarto masivo del miocardio, lo lamento mucho. A falta de espejo el rostro de Magda me devuelve el mío. Preciso el documento para el acta de defunción pide. Percibo el desconcierto de Magda. Sus labios amagan con abrirse, pero antes de que se deslicen las palabras extraigo de mi cartera tu billetera, porque ella es tu mujer, y se la extiendo. Ella busca tu DNI y se lo entrega. Recuerdo entonces, qué absurdo, cuando te acompañé a renovarlo. A todo te acompañaba. Lo habías perdido en un recital. Mercedes Sosa. Regresábamos cantando a dúo Gracias a la vida [1]cuando te diste cuenta del extravío. Fuimos muy temprano. Finalizado el trámite desayunamos café con leche con medialunas en un bar. ¿Dónde? le pregunta Magda y no sé a qué se refiere. Yo estoy desayunando con vos.

A veces me pregunto cómo seguí viviendo. Quizá hace semanas que estoy muerta y actúo de viva. Si tiene que vivir, vivirá dijo mi abuela cuando nací. ¿Tengo que vivir?, ¿merezco vivir sin vos?

El médico se va. Quedamos las dos solas. Andate me dice. ¿Irme?, ¿dejarte? ¿Puedo verlo? pido. Andate repite. Por favor suplico. ¡Fuera, carajo! grita. Entonces me voy.



[1]"Gracias" a la vida, canción de Violeta Parra, que cantaba Mercedes Sosa.

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¿Cuáles fueron tus últimos pensamientos?, ¿se piensa al morir? Tengo la certeza de que el último rostro que viste fue el mío. Mío el último cuerpo que tocaste, que amaste. ¿Moriste feliz?, ¿se puede morir feliz? Regresa mi culpa. ¿La vida que derramaste en mí durante treinta y seis horas te hurtó de tu propia vida? Que derroche de amor/ cuánta locura.[1] Otro muerto en mi haber. Estoy maldita. La Mantis.

Salgo del hospital. Camino por Las Heras a paso vivo. Paso que se va ralentizando. Porque no sé qué hacer. Recuerdo otra tarde. También por Las Heras. Tan confundida que no sabía si me había ido yo o me habías echado. Tan confundida que había cruzado con el semáforo en rojo. Pero ahora yo no existo para nadie. Ni para el hombre que me detuvo (¿me salvó la vida?) ni para vos. Recuerdo tu mano en mi brazo. Me arrimaste a la pared. Me abrazaste. Me besaste por primera vez en esta segunda vez. La sal de tu boca. Tu olor a lavanda. Esto no se soluciona con palabras dijiste. Quizá si nos hubiéramos limitado a las palabras aún estarías vivo. Paro un taxi.

 

Mensaje de Ana. Estuve hablando con las chicas. ¿Querés que nos reunamos mañana a la tarde en casa las cuatro? No quiero nada, pero soy yo la que revolvió el avispero. Entonces contesto que sí.

 

Estoy abriendo la puerta de casa cuando me acuerdo de tus cosas. Recuperar tus cosas. Lo único que me queda de vos. Voy al garaje y me subo al auto. Sola por fin. Apoyo la cabeza en el volante. Con tu primer abandono conocí mis lágrimas pero hasta este instante desconocía  mi capacidad de sollozar. Así permanezco hasta que el portero me golpea la ventanilla. ¿Necesita ayuda? me pregunta. Niego con la cabeza. Busco un pañuelo y pongo el auto en marcha.

 

Creo que por primera vez desde que llegué me subo al auto. Voy al pueblo. No se puede llegar con las manos vacías me enseñó la abuela. En la panadería me encuentro con mi maestra de sexto grado. Una anciana ya. Mi más sentido pésame dice mientras me oprime la mano. Porque también perdí a la abuela. Salgo con medio kilo de masas secas y aun más triste de lo que entré.

Noto al entrar que todos me miran. Me acerco a la recepción. ¿Cómo está el señor? me pregunta la chica a quien le pedí la ambulancia. Estoy a punto de mentir, sin embargo me escucho decir con una voz que es mía pero que desconozco falleció. El gesto de la chica acusa el impacto. Es muy joven, todavía no se impermeabilizó. Lo lamento mucho dice y le creo. Tal vez se plantea si su gestión fue lo suficientemente rápida. Siempre necesitamos pasar por nosotros mismos lo que acontece. ¿Egocentrismo? Pregunto si quedó alguna deuda pendiente. No, está todo pago responde tiene la habitación disponible hasta mañana a las diez, aunque si precisa más tiempo... Le agradezco, me da la llave y subo.



[1]"Derroche", canción de Alex Campos, Cantada por Ana Belén.

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Llego a lo de Ana. Vine en auto, no sé por qué. ¿Quizá para llegar más presentable?  ¿Cuánto hacía que no pensaba en qué ponerme? Ya están las tres trajinando en la cocina. Olor a bizcochuelo. De naranja, con nuestras naranjas claro. No hacía falta dice Ana cuando le entrego el paquete. ¡Qué rico! exclama Marisa hace mucho que no como masitas; ¿son de lo de Mary? No, de "Las Delicias"[1] aclaro. Más ricas todavía. Recuerdo entonces que cuando éramos chicas a Marisa la cargaban por golosa. Hay cosas que no cambian. Me descubro sonriendo. Qué raro.

Hago girar la llave. Caigo en la cuenta de que en las treinta y seis horas nunca salí. Salí después, detrás de tu camilla. Cierro los ojos. Cuando los vuelvo a abrir me encuentro con el tendal que dejamos. Todo es un bochinche. Voy recogiendo las cosas tiradas en el piso. Guardo tus zapatos en el placar. ¿Hay algo más huérfano que un par de zapatos sin dueño? Así me siento, como un par de zapatos huérfanos. Huérfana. En realidad no hay calificativo para mi estado. Viuda no. La viuda es Magda. Recupero una imagen de la película Viudas. La amante joven llegando con el infartado al hospital. Ella parece desnuda bajo el pilotín corto. La legítima viuda llega después y la echa. Yo fui vestida y no soy joven pero también fui echada. Como a un perro, pienso. Tú, no podrás faltarme cuando falte todo a mi alrededor/ Tú, aire que respiro en aquel paisaje donde vivo yo. [2]¿Hace cuántas horas estábamos juntos, charlando, riéndonos, amándonos? El tiempo de las emociones no suele acompañar al de los relojes. Me acerco a la cama. Nuestras sábanas. Me suena ahora ¿"Sábana y mantel"? Uno manchado de vino/que señal de gozo es/y la otra humedecida/con rocío de querer/que no le falten a nadie/en este mundo tan cruel.[3] Claro que es cruel el mundo. Tú, aire que respiro. Increíblemente cruel. No puedo respirar. Me tiro sobre la cama y sollozo. Ya no me sorprende mi capacidad de sollozar.

Las cuatro sentadas alrededor de la mesa. Esta mesa no es de mármol pero igual es grande. Claro, pienso, Ana tuvo muchos hijos. Me parece que este mantel blanco era de mamá. Me lo confirman. Mamá solo ponía mantel para los festejos. ¿Porque la mesa era de mármol? Mis hermanas se ríen no sé de qué. Últimamente mis pensamientos vagabundean. Me son ajenos. No dependen de mi voluntad. Pájaros asustados chocando contra las paredes. Mantis, ¿estás acá? me pregunta Adriana. Me sobresalto. ¿Estás bien? se suma Marisa. Las lágrimas comienzan a correr por mis mejillas, ajenas a mí. ¿Es por lo de López? arriesga Ana poniendo el tema sobre la mesa. También contesto entre sollozos. Cuando logro tranquilizarme les hablo de vos. Cuánto bien me hace. Un profundo alivio.



[1]Confiería tradicional de San Pedro.

[2]"Paisaje", canción de Franco Simone que canta Vicentico.

[3]"Sábana y mantel", canción de María Elena Walsh.

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No sé cuánto tiempo dormí. Me despierto muy transpirada. Húmeda hasta la ropa interior. Me desnudo. Qué tremenda tristeza. Me desnudo y no es para vos. Me desnudo sin vos. Voy al baño. Varias toallas mojadas. Busco una seca. Me ducho largamente. ¿Por qué habría de salir?, ¿para qué? Hacía solo unas horas nos bañábamos juntos. Salpicándonos, riéndonos como chiquillos. Finalmente salgo. Recuerdo el camisón en mi bolso. Me lo pongo. Qué absurdo, sola y con encajes. Me peino. Vuelvo al dormitorio. Hago la cama. Estiro las sábanas con precisión. Aprendí de mamá. Ella era impecable haciendo camas. Acomodo las almohadas. Me doy cuenta de que tomé sin darme cuenta de que la tomaba, la decisión de pasar la noche acá. Mi última noche con vos. Con lo que queda de vos. Tu olor. Tus cosas. Tus cosas. Pero yo guardo sus cosas. Su ropa envuelta en papel azul, en cajas de cartón, con bolsitas repletas de lavanda. ¿Para qué? No sé. O sí. Para algo horrible: para decir -¿decirle?- que yo  tenía razón, y que después no hay nada, pero que igual lo guardé todo. Para decir -¿decirle?-: “Aquí está lo que alguna vez fue tuyo: tus cosas, yo”.[1]

Ya regresé a casa. Hablamos de López, claro. Se habrá revuelto en su tumba. A Marisa, allá por sus doce, la hurgó entre las piernas mientras la ayudaba a subir al caballo. La vergüenza que sintió cada una fue la vergüenza de las cuatro. La víctima haciéndose cargo de la vergüenza que debería experimentar el agresor. Nos preguntamos juntas cómo los adultos no se dieron cuenta de nada. Marisa nos contó que por meses no quiso andar a caballo. Ana tenía miedo de salir de noche. Adriana se volvió agresiva. Yo no tenía novios. ¿Nadie se cuestionó los por qué? Las tres, sin hablarlo entre ellas, coartaron la libertad de sus hijas. Ana contó que mamá le decía dejalas, pobres. Pobres nosotras cuatro. Yo llevé la peor parte. De lo ocurrido, pero sobre todo de sus consecuencias.

Busco tu bolso y lo abro. Calzoncillos y medias limpios, una remera, un suéter. Remedios para la presión y para el colesterol. Qué poco supe de vos. De tu cotidianeidad. De tu salud. ¿Estabas enfermo y no me lo advertiste? Voy al baño y encuentro tu desodorante. Axe. Apollo. Lo acciono en el aire y te huelo. Ahora Sabina, ¿qué me pasa? Yo no quiero cargar con tus maletas/Yo no quiero que elijas mi champú/Yo no quiero mudarme de planeta/Cortarme la coleta, brindar a tu salud.[2] No es cierto. Yo hubiera querido todo eso. Yo no quiero domingo por la tarde/Yo no quiero columpio en el jardín. Quizá vos no querías eso de mí porque ya lo tuviste, porque lo tenías. Lo que yo quiero corazón cobarde/Es que mueras por mí/Y morirme contigo si te matas/Y matarme contigo si te mueres/Porque el amor cuando no muere mata/Porque amores que matan nunca mueren. Busco la canción en el celular. La escucho indefinidamente. Me estoy volviendo loca. Y morirme contigo si te matas/Y matarme contigo si te mueres. Cómo haré para seguir viviendo.



[1]"Tus cosas", texto de Leila Guerriero.

[2]"Contigo", canción de Joaquín Sabina.

 
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Me crucé con Juani en el gallinero. Por supuesto, estaba enterado de nuestra reunión. Puso cara de compungido y protestó me dejaron de lado. Aunque lo dijo como broma sé que le dolió, lo conozco bien. Perejil de todo guiso le decía la abuela. Tendremos que hacer una salida de hermanos, los cinco dije sin pensar. Los ojos le brillaron. ¡Eso!, ¡ya me pongo en campaña! exclamó pero nada de cuñados, son todos unos plomos agregó largando la carcajada. Recién me llamó Ana solicitando mi opinión, quieren ir a San Pedro. Me dio ilusión. Me da ilusión.

Doblé toda tu ropa. Por un lado la limpia, por otro la usada. No voy a lavarla. Quiero que conserve tu olor. Me costó que entrara en el bolso. Ocupan mucho espacio los zapatos y el pantalón. Abro el bolsillo del bolso para guardar los artículos de perfumería. Encuentro un paquetito envuelto para regalo. Lo abro. Es un anillo. Lo observo. Es el anillo que me regalaste cuando cumplimos un año de novios. Un anillito de plata. De Belgiorno. Me acuerdo porque me quedaba grande y tuvimos que ir a cambiarlo a la avenida Santa Fe. Te lo devolví, ofuscada, cuando me abandonaste. No lo acompaña una tarjeta. Busco de nuevo en el bolsillo. Nada. Me quedé sin tus palabras. Me lo pongo y recupero entonces la que me escribiste una vida atrás al entregármelo. Siempre.

A la mañana fui a supervisar la construcción de otro corral. Pronto llegarán los nuevos cerdos que compramos.  Los postes de quebracho duros, firmes. Brillantes. El alambre grueso, bien tenso. Quedó hermoso. La tarde transcurrió entre mensajes y llamadas. Difícil para cinco ponerse de acuerdo. Cinco hermanos para colmo. Avanzan los planes. Avanzan.

En cuanto amanece, sin haber pegado un ojo, me visto y reviso minuciosamente la habitación. No puedo perder nada. Cierro la puerta cargando tu bolso y el mío. La chica de la recepción nuevamente me dice lo lamento. Si alguna vez creyó que era tu mujer habrá descubierto su error. Las viudas se ocupan de velorios y entierros. Me miro la mano. Siempre.

En esas horas que pasamos juntos, todo el tiempo abrazados, también conversamos mucho. Más del mundo que de nosotros. El tono de nuestras charlas semejaba el de nuestra juventud. Entre las sábanas desfilaron política, economía, literatura, música. Agronomía sustentable. Pesticidas. Fertilizantes. Todo lo que nos había cautivado seguía haciéndolo. Por eso, más allá de la piel, seguíamos cautivándonos. Me sorprende, ahora, recordar cuántas cosas me interesaban. ¿Volverán a interesarme? ¿Lograré alguna vez volver a pensar en algo ajeno a vos?

 

Hoy amanecí mejor. Será porque el sol brilla. Desayuné con apetito. Le pedí a José que me preparara la yegua y aquí estoy, esperándola. Ya le avisé al capataz que quiero hablar con él. Observé algunas cosas que no me gustaron. Cuando el gato no está... decía la abuela. Hay cosas que a Juani se le escapan. Él solo no puede con todo. Escucho el relincho de la Colorada. Me calzo las botas. Salgo.

Vi en el diario cuándo y dónde te enterraban. Pero por evitarle más dolores a Magda no fui. Me hubiera gustado abrazar a tus hijos.

Muchas veces me pregunté en esos primeros días cómo habría imaginado Magda que moriste, dónde. Qué versión le habría dado a los suyos. A los tuyos. Difícil lo mío pero aún más difícil lo suyo. Aunque lo más difícil es lo tuyo. Definitivamente. A ambas nos queda la posibilidad de decir basta si no aguantamos más. Vos no elegiste. La vida se te escapó. Mañana digo basta[1] escribió la Bullrich.

Juani, por supuesto, se enteró de mi reunión con el capataz. Apareció dando cualquier excusa. Todos necesitamos sentirnos imprescindibles. Perejil de todo guiso. Le hubiera pellizcado los cachetes. ¿Yo prescindir de Juani? Como prescindir de mi sombra. De mi luz en realidad. Mientras tomábamos mate, de la nada me preguntó ¿quién se va a hacer cargo de La Victorica cuando nosotros no estemos? Me sorprendió, vaya si me sorprendió. Recién habíamos perdido a la abuela, ¿cómo suponer que también nosotros desapareceríamos? ¿Alguno de tus hijos? pregunté. Me miró con algo que no supe discernir si era fastidio o desilusión. ¿Mis hijos?, parece que no los conocieras; bichos de ciudad, no sé qué hice para que odien tanto al campo. Me quedé reflexionando. Quizá sintieron que el campo les robó al papá digo al fin. Juani se encogió de hombros y ladeó la boca. Puede ser, pero gracias a eso pudieron ir a estudiar a Buenos Aires; a veces me parece que se avergüenzan de mí, soy un palurdo; ellos se codean con otro tipo de gente.  Me llegó aguda la culpa. Yo también me había avergonzado de la abuela. ¿Y los hijos de las chicas? quise desviar la conversación. Juani sacudió la cabeza. No hay uno que sirva para esto sentenció. Harina de otro costal hubiera dicho la abuela. Y también recordé sus reflexiones sobre las distintas generaciones. ¿Y los sobrinos nietos? pregunté. Tendremos que estar atentos dijo. Y otra vez recurrí a la abuela al pensar y llevar agua para nuestro molino.

Dos semanas después de tu muerte me llegó un mail. Si escuchaste el retumbe de mi corazón al abrirlo te habrás dado cuenta de que era de Magda.


[1]"Mañana digo basta", novela de Silvina Bullrich.

 

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Hoy le escribí a mi reemplazante. Le avisé que en una semana retomaré mis clases. Ya está terminando el cuatrimestre. Hay un par de temas que quiero dar yo, sí o sí. Hacia una agronomía sustentable se llama el módulo. Ya te conté.

Me citó en el Bonafide[1] de cerca de tu casa. Llegué veinte minutos antes de lo pactado. Los precisaba. No sabía de qué vendría la reunión. Magda solo me había dicho que quería encontrarse conmigo. Tan escueto el mensaje que no me dejó adivinar sus intenciones. Allí fui. Asustada como una paloma ante las piedras de un niño. Pero Magda no era un niño y yo mucho menos una paloma. De última, merecía los piedrazos. Me senté junto a la ventana. La vi llegar, a paso lento. El cuerpo ligeramente inclinado hacia delante. Vencida, pensé. Estaba rubia. Pensé también que la pérdida le había modificado el color. Sin embargo, yo continuaba morena. Entró. Miró, me vio y se sentó. Mis manos sudaban, hacía mucho que no tenía ese síntoma. Culpable. Culpable/Sos la única culpable/Yo te acuso y te maldigo[2]. El mozo, bienaventurado sea, se acercó. Un café pidió ella otro, yo. Y era el tercero. Y una jarrita con leche fría agregó ella, vos bien conocerás sus gustos. Ambas mirábamos el mantel. ¿Cómo murió? preguntó Magda al fin. Un infarto masivo contesté. Sí, eso ya lo sé, me cansé de repetirlo porque es lo único que sé. Aunque ya suponía que debería responder esa pregunta, en los dos días transcurridos desde que había recibido el mail no había podido elaborar una respuesta. La mejor respuesta. La menos dolorosa. Quizá no lo había logrado porque no existía. Ante mi silencio Magda dijo lo único que te exijo es que no me mientas, ya me mintieron bastante. Yo no lograba que mis labios se abrieran. Hasta pensé en levantarme e irme. Vamos por partes dijo ¿dónde murió? Eso era más fácil. En Corrientes y Anchorena. ¿En la calle? No, en un hotel y me obligué a mirarla porque ella era merecedora de mi vergüenza. Claro, por eso estaba sin ropa sus ojos me acribillaron ¿en un albergue transitorio? No, en un hotel. ¿Eso era mejor o peor? me cuestioné. ¿Qué hotel? Tal vez pensó que mentía. El Abasto. Alto hotel, claro repitió a vos no te llevaba a cualquier parte tomó un trago de agua y arremetió ¿desde cuándo estaban? Desde el sábado anterior a la mañana respondí, obediente. Claro y era su muletilla aprovechó mi viaje, me hizo el invento del celular en reparación; yo llamé esa noche a casa y no contestaba nadie, "habrá salido a cenar" pensé como una pelotuda juega con el anillo, la alianza, pienso, tiene solo una, no se puso la de él. ¿Salieron a cenar? continuó el interrogatorio. Negué con la cabeza. ¿No comieron? Pedimos comida contesté. Claro, no querían distraerse. Basta, Magda elevé la voz esto nos está haciendo daño a las dos. ¡¿Quién mierda te crees que sos para decirme lo que me hace bien o mal?! Mis ojos se llenaron de lágrimas. Me voy informé y comencé a incorporarme. Ella me agarró de la muñeca. Quedate pidió bajando el tono y como yo no detenía mi movimiento agregó por favor.


Anochece. Salgo a la galería. Refrescó. Me agarro los brazos con ambas manos. El sol es un disco rojo. Bello. Imponente. Cuando termina de ocultarse entro. Hoy no hay luna.

[2]"Culpable", canción de Vicentico.

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Yo le pedí por favor que me dejara verte. Ella me ordenó andate. Y me fui. Ahora ella me pide quedate, por favor. Pero me voy. No es una represalia ni mucho menos. Me voy porque me cuesta respirar, Salgo a la calle. Estás hiperventilando, me digo. Mientras camino hacia el auto inspiro y exhalo con profundidad. Me falta el aire. Tú, aire que respiro. Tengo taquicardia, ¿Un ataque de pánico?, me pregunto. Sensación de ahogo. De muerte.

Escucho a lo lejos el ruido de la cosechadora. El del trajín de los peones. Los nuestros y los contratados. Porque la tierra pide brazos. Vibra energía en el aire. La de las máquinas, las de los hombres. Mancomunadas. Y en lo alto, la del sol.

Me llevo días recuperarme del encuentro. De la tensión adicional que me generó el encuentro. Porque de la angustia el responsable seguías siendo vos. Fue ahí cuando recibí la llamada de Adriana avisándome que la abuela había muerto. Sobre llovido mojado hubiera dicho ella. Intolerable saber que ya nunca diría nada, ella que había sido la voz de la familia. Hice de tripa corazón, y sigo robándole frases, y fui al campo. Pero esto ya te lo conté.

Quiero aprovechar estos días. Dedicarme a pleno a La Victorica. En exclusividad. En dos semanas retomaré la facultad. Volveré a mi vida itinerante. Urbana, rural. Desde que la abuela decidió trasladarme a San Pedro la alternancia fue mi destino. Quizás en un futuro el campo gane la partida. Me encuentro hablando de futuro. No es poca cosa.

Me llamó Adriana para avisarme que la cena fraternal de este sábado se postergará una semana. La hija se va a Buenos Aires el fin de semana y le pidió que le cuidara los nietos. No le podía decir que no me explica. No tengo mucha experiencia con respecto a las obligaciones que genera la maternidad, más allá de la infancia por lo visto. Servirá de despedida entonces digo. ¿Por qué? me pregunta. Retomo las clases en la facultad. ¡Qué lástima! exclama te perderemos nuevamente. Suena sincera. Y a una parte de mí también le da lástima. Y para controlar esa porción digo se librarán de mí. Sí ríe pateaste el tablero y nos dejaste a las tres patas para arriba. Yo también río.

Me acerco a la computadora. Nuevo mail. Lo abro sin mirar el destinatario. Magda. ¿Podemos vernos? Me quedo pensando. Estoy mejor. Hace unos días que me siento un poco mejor. No quiero arriesgar mi mejoría. Decido ser sincera. No estoy en condiciones de ser agredida. Me contesta a los pocos segundos. Tengo algo para vos. Mi corazón aletea. ¿Algo tuyo? Por supuesto, acepto.

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Hoy fue un hermoso día. Aproveché y me instalé en la galería para preparar mis clases. Aunque haya dado los temas mil veces siempre los preparo. Mi compromiso conmigo misma es innovar. El Negro se acomoda a mis pies. Últimamente se ha convertido en mi sombra. Me atrevería a decir que estoy disfrutando de este momento. Debo, entonces, evitar recordar que mañana me encontraré de nuevo con Magda. Le tiro un palito al Negro. Se levanta como un resorte. Al instante regresa. Debo forcejear para recuperar el palo. Vuelvo a lanzarlo.


Vine a Buenos Aires exclusivamente para encontrarme con Magda. Por eso vine en micro, no quiero manejar tanto. No puedo. Estoy cansada, como si me hubiera levantado de una gripe. Llego al mismo bar de la otra vez con diez minutos de antelación. Magda ya está. No me ve entrar. Tiene ambos codos sobre la mesa. La cara enterrada. Me da pena. Se sobresalta cuando me siento. Hola dice. El mozo. siempre atento, se acerca. Un café digo. Dos aclara Magda todavía no pedí. El hombre se está alejando cuando ella indica y una jarrita con leche fría. Ya lo sabía dice el mozo sonriendo. Yo también ya lo sé. Estuve mirando los papeles de Javier me informa y qué raro es escuchar tu nombre en sus labios. Me planteo si debo contarle que tengo las cosas que dejaste en el hotel, pero decido que no. Seguramente me las reclamaría. Saca de su cartera un sobre grande y me lo tiende. No lo abrás acá me indica son fotos de cuando eran novios; me es imposible romper una foto donde él esté, pero me resultaba insoportable conservarlas, por eso te cité; además, te corresponden, lo que pertenece a esa etapa es... busca la palabra legítimo. Ahora viene un ataque, pienso. Todo lo relativo a vos actual lo hice desaparecer: mails, mensajes, lo que le escribiste y te escribió. Su manera de hacer de cuenta que nada de eso existió, pienso. Llegan los cafés. Unos minutos de tregua. Revisé con atención, por suerte confirmé que el... "retorno" no tuvo más que unos meses; me di cuenta enseguida de que algo le pasaba a Javier, estaba cambiado, no me preguntes en qué porque no podría decírtelo, cambiado. Sí quisiera preguntárselo, todo sobre vos quisiera saber. No me lo creerás continúa pero toda la vida supe que ibas a reaparecer. Casi ni respiro, que no se detenga por favor. Qué loco que estés acá dice de pronto no te imaginás lo mucho que siempre pensé en vos. Ahora sí que estoy sorprendida. Magda habla, es obvio que necesita hablar, no está buscando un intercambio. Apenas me mira. Desde que vi a Javier por primera vez me gustó; nos tocó compartir materiales en el laboratorio de Inorgánica; inteligente, simpático, buen mozo, no necesito contártelo, Javier era atractivo, como un imán; te parecerá cursi, pero lo vi y me enamoré. Quisiera decirle que la entiendo, que a mí me pasó lo mismo, pero ella, obviándome, continúa aunque enseguida me enteré de que estaban de novios; él hablaba mucho de vos; Elisa de aquí, Elisa de allá, te admiraba; yo te conocía, por supuesto, todos te conocíamos; la alumna perfecta, los diez en las listas con las notas, nadie quería pasar a rendir después que vos, perdíamos en la comparación. La escucho atónita. ¿Está hablando de mí?, ¿tan lejos estaba yo de lo que generaba? Ni me planteaba cómo me veían mis compañeros, yo iba a la facultad solo por dos cosas: estudiar y verte.  El resto fuera de mi rango de visión. Un burro con anteojeras.  Yo los veía juntos en las clases, en el bar, miraba cómo se miraban; pero nunca perdí las esperanzas; tenía como una especie de presentimiento; me voy a casar con él, me decía, es cuestión de tener paciencia; él era Salazar, yo Sáenz, siempre nos tocaba sentarnos juntos en los exámenes, compartir equipos; yo estaba atenta, esperando la oportunidad; hasta que dejé de verlos juntos en el bar, en los pasillos; le pregunté y me contó que habían terminado; insistí y me contó que la decisión había sido de él; sin embargo, y más a medida que pasaba el tiempo, lo veía mal, caído; yo fui aprovechando el espacio que dejaste, yo siempre estaba cerca para consolarlo no sé de qué; porque más adelante, ya casados, le pregunté por qué te había dejado; no supo contestarme, se enredo en excusas confusas; nunca habló mal de vos, quedate tranquila. Si hay algo que no estoy es tranquila. Soy plenamente consciente de que esta conversación me está haciendo mal, altísimo costo emocional. Pero no junto coraje para levantarme. Por ella que precisa desahogarse, pero sobre todo por mí, que bebo tu presencia en cada una de sus frases. ¿Querés otro café? pregunta de pronto.

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Atónita asiento con la cabeza. Levanta la mano hacia el mozo marcando un dos con la mano. ¿Por qué te dejó? me pregunta. Solo me dijo que ya no me quería respondo. Mentira afirma con rabia en la voz nunca dejó de quererte. No creo que te lo haya dicho, es una apreciación tuya. ¿Apreciación mía?, ¿yo estoy loca o se murió en tu cama no en la mía? Yo le escribí te defiendo. Sí, pero él se pasó la vida esperando que reaparecieras, era demasiado cagón para salir a buscarte; sé que Javier muchísimas veces a lo largo de esto treinta años buscó información sobre vos, yo pronto aprendí a controlar su computadora y su teléfono, a fiscalizar las páginas que había visitado; qué boludez, me pase la vida tratando de evitar lo  que yo sabía que iba a pasar y finalmente pasó; lo que sí no me podía imaginar que el reencuentro  se lo iba a llevar puesto. El mozo deposita sobre la mesa los dos pocillos y una jarrita con leche fría. Se acordó comenta ella. Veinte años de profesión dice él. Yo pienso que esta escena es surrealista. Si pudieras verla, y quizá la estás viendo, no podrías dar crédito a vista y oído. Tus mujeres. Viudas.[1] Sigue. Cuando empezamos a salir hice todo lo posible por parecerme a vos; simulé que me gustaban las películas de Bergman, leía los libros que Javier me iba pasando, y además leía las críticas para saber qué comentarle; hacía méritos se encoge de hombros, amaga una sonrisa  obvio que no podía alcanzar tus notas, siempre fui alumna del montón, de hecho ni me recibí; me vino bien la excusa de la maternidad, para ser sincera, nunca me gustó estudiar. Carraspea. Toma un trago de agua. Ya hablé demasiado dice luego ahora te toca a vos. ¿Esto me está pasando a mí? Seguramente estoy soñando. En instantes me despertaré sudando. Me quedo callada. ¿Qué se supone que debo compartir con ella? No necesito compartir nada con ella. Nunca necesité socializar mis sentimientos. Ante mi terco silencio pregunta ¿estás casada? Niego con la cabeza. Al menos vos no fuiste infiel acota y luego insiste ¿separada? Vuelvo a negar. Parece que Javier también fue el hombre de tu vida. Como un castillo de naipes sometido a una corriente de aire la pátina de indiferencia que había logrado construir se desmorona. Sé que estoy por llorar. Y no quiero llorar frente a ella. Estoy harta de llorar. Esta no soy yo. Me voy a ir digo. Me mira con sorpresa. No te agredí dice me lo propuse y lo cumplí. Te lo agradezco digo pero no puedo más las lágrimas comienzan a resbalar por mis mejillas. Busco dinero en mi cartera. Ella frena con la mano mi movimiento. Yo te invité. Gracias logro decir. Ya estoy parada cuando pregunta ¿te puedo llamar alguna vez? Me da tanta lástima. Solo alcanzó a contestar que sí. Huyo antes de que el llanto arrecie. Tú, no podrás faltarme cuando falte todo a mi alrededor.[2]

El frío de la calle me seca las lágrimas y las emociones. Seca. Vacía. Muerta. Paro un taxi. A Retiro indico.



[1]"Viudas", película de Marcos Carnevale (2011).

[2]"Paisaje", canción de Franco Simone que canta Vicentico.

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Destiné la mañana a recorrer La Victorica. De cabo a rabo diría la abuela. Increíble lo que creció en estos veinte años. Cinco casas, cada una con sus correspondientes corrales y sus gallineros. Los emprendimientos particulares. Cerdos, Ana. Un pequeño tambo, Adriana. Huerta orgánica, Marisa. Caballos de carrera, Juani. Y hectáreas y hectáreas explotadas en común. Colores, olores. Regresé plena, henchida. Orgullosa. La heladera comienza a estar llena. Me traje vegetales de la huerta. Fruta. Huevos. Hasta tuve ganas de hacerme una tortilla. La tarde se fue en llamadas y mensajes cruzados. Luego de un intenso forcejeo  se optó por Cocina Abierta 505[1]. Difícil para cinco hermanos ponerse de acuerdo. Pese a la opinión de Ana, que proponía dos autos por si alguno quería volverse antes, finalmente iremos todos en la 4x4 de Juani. La última vez que viajamos todos juntos fue en la estanciera de papá que se sumó al Rastrojero. Me estoy preparando la cena cuando mi celular vibra. Soy Camila, ¿te acordás de mi clase de química? Se había borrado de mis neuronas. Claro le miento ¿cuándo querés venir? El lunes tengo examen, me da vergüenza pedirte  pero ¿podrías el domingo?, estuve con muchas pruebas. Te espero a las once contesto mientras pienso que nunca tuve una alumna de la familia. Aunque sí. Con Juani descubrí mi vocación docente. Gracias, tía me contesta. Tía.

Día dedicado al trabajo. A la mañana tuve reunión con el contador. Gracias primero a su padre y luego a él hace décadas que venimos campeando las peripecias de invertir en la Argentina. Crisis políticas, grietas, impuestos desmedidos, créditos y sus intereses, falta de gasoil, falta de insumos importados. Inflación, inflación, inflación. Además de inundaciones y sequías. Pero la tierra es noble. Devuelve el esfuerzo y el amor vertido sobre ella. Sería injusto que me quejara. No hay que escupir al cielo diría la abuela. A la tarde me dediqué a preparar mis clases. ya las extraño. Nunca te conté cuánto disfruto al enseñar.  La energía que desprenden los jóvenes recarga la mía. Recién me duché, me vestí y hasta me pinté los labios. Juani debe de estar por llegar, soy la primera pasajera, luego buscaremos a las chicas. Estoy nerviosa. Es absurdo, pero estoy nerviosa. Mariposas en la panza diría la abuela.



[1]Restaurante tenedor libre en San Pedro.

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Hace mil que no venía por aquí. Tenedor libre. No es la mejor opción para mí que soy de poco comer. Pero las mayorías deciden. Democracia. Tal vez sí fue buena decisión porque el levantarse de la mesa a cada rato para servirse no propició la conversación. Yo hace rato que me di por satisfecha. Juani sigue comiendo. Creo que probó todo. Le va a hacer mal. Como por la Mantis y por mí dijo. Mis hermanas ya fueron a atacar los postres. Ahí regresa Marisa con el plato rebosante. Las otras, cada una solo con una porción de torta, por supuesto, la cargan. Juani canturrea la osa golosa como cuando éramos chicos. Yo me reservé para lo dulce se defiende Marisa, enojada, no como otros que no dejaron títere con cabeza. Observo con sorpresa que ella también utiliza dichos de la abuela. A pesar de estar aliviada, porque temí quedar expuesta ante tantos interlocutores, siento algo parecido a la decepción. Demasiadas expectativas puestas en este encuentro. ¿Quién te entiende?, opinarías vos. La Mantis está muy callada dice Juani cruzando los cubiertos y apartando el plato. La Mantis es callada lo corrige Ana. No sé por qué me dan ganas de llorar. Ganas solamente, porque, por suerte, no lloro. Sería demasiado llorar en estas circunstancias. Sin atenuantes, pienso. Fragilidad pura. Minutos después, ante el plato ya casi vacío de Marisa, Adriana comenta ya terminamos y no charlamos nada. Vinimos a comer acota Juani de nuevo con la boca llena. No te hagas el tonto, Marisa tiene razón concuerda Ana ¿tomamos un café en Butti?[1] propone esto es un quilombo. Yo de nuevo no me entiendo porque me gustaría decir que es tarde, que estoy cansada, que tengo que madrugar, pero sé que debo aprender a resistir a los otros. A socializar. Confraternizar en este caso. Che, Mantis, te estoy hablando interrumpe mis disquisiciones Adriana ¿sos de la partida?  Parpadeo y recupero el eje. Otra no me queda, a menos que quiera regresar a La Victorica caminando contesto. No es cierto dice Juani existe un plan B: que te quedes esperando en el auto. Mis hermanas lo festejan con una carcajada. Juani pide la cuenta. Deja, yo invito le digo tocándole el brazo. De ninguna manera, dividiremos por cinco; cuentas claras conservan la amistad. Él también parodia a la abuela. Aunque hay un error: conservan la hermandad.

 

Subimos todos al auto. La decepción transformándose en inquietud. Espero no ser tema de conversación. Estoy arrepentida de haberles hablado de vos. Una suerte de culpa. Ante vos, ante mí. Yo nunca compartí intimidades. A la vejez, viruela diría la abuela.



[1]Bar tradicional de San Pedro.

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Estamos charlando sobre la inflación y Marisa comenta cuando yo era chica creía que el riesgo de la inflación era que reventaran todas las cubiertas: las del auto, las de las bicicletas, las del tractor; no se iba a poder trabajar en el campo, no habría cómo ir a la escuela. Boba desde nena la carga Juani. El rostro de mi hermana se transfigura. Estoy harta de que nunca me hayan tomado en serio; no tengo la culpa de haber nacido tercera mujer. Qué queda para mí entonces trato de distender el clima. ¡Vos eras la inteligente! exclama con rabia Marisa crecí escuchando a la abuela alabarte, a todos, bah, pero la abuela peor; yo para la abuela no existía. Ni yo se suma Adriana para la abuela solo existían la Mantis y Juani. No se crean que fue fácil soportar las expectativas de la abuela digo. Cuatro pares de ojos depositados sobre mí. ¿Saben qué crecí escuchando?, tengo grabadas a fuego sus palabras: "tus hermanas producirán hermosos niños y Juani manejará La Victorica siguiendo tus instrucciones porque vos, Mantis, tendrás que estudiar; el mundo comienza a serme ajeno, deberás ser la voz del futuro, la responsable de que estas tierras sigan alimentando a los que transporten nuestra sangre, no te olvides..."; nunca elegí nada; yo no quería vivir ni en San Pedro, ni en Buenos Aires, nunca pude plantearme qué quería estudiar; a mí me encantaba leer y escribir, quizá debería haber seguido letras. Se hace un silencio. Yo tampoco tuve opción dice Ana ser la mayor no es divertido; mamá depositó mucho sobre mí; a mí me retaba si les pasaba algo a ustedes "cómo no vigilaste a tus hermanos"; de estudiar, ni hablar; a mí no se me daba mal en el colegio pero nadie consideró que siguiera estudiando; ¿para qué?, a una ama de casa no le hace falta. Suscribo acota Adriana aunque ni siquiera tenía la autoridad que da ser la mayor; mi mundo estuvo limitado desde que nací; ojo, no me quejo, tuve una buena vida aunque ahora que mis hijos crecieron y ya no me necesitan muchas veces me encuentro vacía. Marisa larga una carcajada. Sí, justo, tus hijos no te precisan, vivís con tus nietos a cuestas; después de que se van me contás que no te queda un hueso sin doler. Ellos no tienen la culpa aclara Adriana es por mi maldita artritis. ¿Adriana con artritis? Caigo en la cuenta de cuántas cosas sobre mis hermanas no sé.  Yo estoy satisfecho interrumpe Juani mis pensamientos hago exactamente lo que quise hacer; el campo, mi familia; nunca tuve grandes sueños, no me gustaba estudiar, me recibí gracias a la Mantis; siempre fui de vuelo bajito. Pienso en el extraordinario trabajo que ha hecho Juani por décadas. Qué difícil es valorarse a uno mismo. A mí me parece que otra que volar bajito, sos un Boeing, un Jumbo, un Concorde; La Victorica no existiría sin vos. Espero no estrellarme dice. Todos reímos. De lo que podemos estar bien seguros acota Marisa es de que cada uno, a su manera, obedeció los mandatos de la abuela. Recuerdo que papá decía que él lo que pretendía es que sus hijos fueran buenas personas aporta Ana a él tampoco lo defraudamos, ninguno de los cinco. Mamá hablaba poco y nada interviene Marisa, pero una vez escuché que le decía al tío Jaime "estoy muy orgullosa de mis cinco hijos, yo no hice nada para que salieran tan bien".  No dice Juani nada más que cuidarnos como nos cuidó, fue una madraza, y la mejor cocinera que nunca conocí; Cocina Abierta es un poroto al lado de ella. ¡Ahí salió la opinión del tragón! exclama Ana. Mis hermanos ríen. Yo también. Nos quedamos charlando más de una hora sobre nuestros padres, sobre la abuela, sobre nuestra vida en familia. Sobre nosotros. Regresa la voz de la abuela tu madre me ha regalado a ustedes cinco que son como los cinco dedos de mi mano.

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Ya es madrugada. Recién llego. El Negro me esperaba junto a la puerta. Armó un alboroto cuando me vio. Lo dejé pasar. Le das la mano y se toma el codo diría la abuela. Desde la ventana de la cocina veo alejarse el auto de Juani. Lo saludo, aunque sé que no me ve. Voy al baño. Me miro en el espejo mientras me lavo los dientes. Ya no tengo los labios pintados. Me pongo el piyama y me acuesto. Busco el libro. Leo dos hojas y soy incapaz de recordar una palabra. No estoy para Murakami. Lo dejo sobre la mesa de luz. Quisiera volcar sobre papel cada una de las frases de mis hermanos. Me doy cuenta de que siempre los subestimé. A mis hermanas, sobre todo. Me sorprendió la claridad de sus pensamientos. La fluidez de su expresión. Recuerdo una novela que leí hace años, Extraños cotidianos[1]. Eso hemos sido, extraños cotidianos. Quizás exista la posibilidad de empezar a conocerlos. El riesgo de darme a conocer. Ni siquiera saben de mis libros. En su momento me dio vergüenza contarles. Ahora me da miedo que se enojen por haberlos dejado al margen. Afortunadamente nadie preguntó por vos. Conocen solo los títulos. Tal vez me den ganas de ir contándoles. Sin presión. A mi ritmo. Inhalo con profundidad. La caja de mis costillas se expande. Mientras el aire penetra en mis alvéolos experimento algo cercano a la paz.

Me desperté tarde. Estaba desayunando cuando recordé la visita de Camila. Me vestí a las apuradas, hice la cama, lavé los platos y aquí estoy, esperándola. Es una mañana preciosa. El Negro ladra. Seguramente olió a la muchachita. Todavía no la conoce. Yo tampoco.

Cuando estábamos en el hotel me preguntaste si no lamentaba no haber tenido hijos. Me dolió tu pregunta. Pese a la proximidad de nuestras pieles, pese a haber estado dentro de mí, no pudiste asomarte a mi interior. Solo le hubiera brindado mi matriz a un hijo tuyo. Como pedirle a una yegua que geste un ternero. Aun a riesgo de que me reprocharas por enésima vez mi hermetismo me quedé callada. Mi amor y el tuyo no tenían la misma dimensión.



[1]"Extraños cotidianos"", novela de Yima Santa Cruz.

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Me asomo por la ventana. Camila se está bajando de la bicicleta. Me cuesta hacer callar al Negro. Es muy guardián este bicho. Abro la puerta. La chiquilina me da un beso y palmea al perro que le lame la mano y agita la cola. La hago pasar a la cocina. Tengo un escritorio, sin embargo, la vida de campo se desarrolla en la cocina. Deja la mochila sobre la mesa. Mochila de la que va sacando carpetas y libros. ¿Querés tomar algo? ofrezco. ¿Un café puede ser?, mi mamá no me deja tomar café dice riendo. Mientras el agua hierve la observo. Alta, espigada, morocha, los ojos oscuros. Da vueltas alrededor de la mesa. Me acuerdo de esta casa, de la abuela dice bah, de la tatarabuela, tenía como cien años. Noventa y ocho aclaro yo. Nadie me creía que tenía tatarabuela, es que se casaron todas antes de los veinte; yo, ni soñar y de nuevo estalla en carcajadas. ¿En qué año estás? pregunto. En tercero, el mes que viene cumplo quince. Me imagino que te harán una fiesta digo recordando los infinitos festejos a los que fui invitada de sobrinas y sobrinas nietas, a la mayor parte de los cuales no concurrí. Pesadilla. No mueve la cabeza reforzando su dicho yo no quiero, mamá y la abuela están enojadísimas; me quieren embutir en un traje con volados, pero yo ni te lo sueñes, ya les dije que prefiero viajar, no sé si las voy a convencer; para colmo soy la mayor, pobres, tenían mucha ilusión. La mocosa me arranca una sonrisa. Yo era como vos digo mientras pongo las tazas sobre la mesa y un plato con galletitas. ¡Sí!, ¡ya sé!, la abuela no para de decirlo, "¡esta salió como la Mantis!", además me parezco a vos, ¿viste?, mis hermanas son todas rubias. ¿A qué escuela vas? pregunto. Al liceo de San Pedro. ¿Vivís allí? ¡Ni loca!, a mí me gusta el campo; mi viejo me lleva y me trae todos los días, es un capo. Nos ponemos manos a la obra. Magnitudes atómico-moleculares. Munida de la tabla periódica le voy explicando los distintos conceptos: número atómico y número de masa; número de átomos, de moléculas, de moles, número de Avogadro. Capta al instante. Pasa de una unidad a otra como una malabarista. Tenés mucha facilidad para los números le digo. Sí, desde chiquita admite. ¿Qué te gustaría seguir?, porque me imagino que vas a seguir estudiando. ¡Obvio! exclama yo ama de casa no voy a ser, olvidate. ¿Alguna exacta? No, a mí me gusta el campo, ya te dije; voy a seguir agronomía. Vaya con esta chiquilla. Oro en polvo diría la abuela. Porque yo, tía, quiero ser como vos, ¿me vas a ayudar?

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La otra noche, mientras charlaba con mis hermanos, descubrí que ya no quería morirme. Porque muchas veces desde que te fuiste pensé que ya no tenía sentido seguir viviendo. Demasiado dolor. Más de una vez fantaseé con evaporarme. No quise contártelo para no hacerte sentir más culpable. Abrir la llave de gas y dormir el sueño de los justos.  Y hace unas horas me descubrí riendo con mis hermanos, con Camila. Enfermo que come no muere decía la abuela. Y cuando ríe la curación está cercana, agregaría yo. Recuerdo la frase de una novela, no sé cuál, Moriré como nací, sola de hombre.[1] Pero mis manos no están tan vacías. La facultad, mis libros, mis hermanos, mi enorme familia. Quizás escribir de nuevo. Tendré que encontrar la manera de seguir sin vos. Pensaré en ello mañana, en Tara[2], fue la frase final de Scarlett. Mi Tara, La Victorica.

 

Me quedé dormida con la luz encendida. La apago. A través de la ventana veo la luna. Cuernos al oriente, cuarto creciente; cuernos al levante, cuarto menguante me enseñó la abuela. Hay luna creciente, entonces. Pronostican para mañana un hermoso día. 



[1]"Parto sin amor", novela de Yima Santa Cruz.

[2]"Lo que el viento se llevo", película de Victor Fleming (1939), Scarlett O'Hara es su protagonista.

   
   
 
 
     
 
     

 

4 comentarios:

  1. NOOO, me mató él con su actitud!! Excelente la descripción del campo!!!

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    1. Gracias. Patricia. Dan ganas de matarlo a él. "Lo hablamos mañana"...

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  2. Quiero que ese almuerzo termine en siesta compartida y algo más!!!!!!!!!!!!!

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