viernes, 4 de noviembre de 2022

21

 


Mis manos. Mientras nuestros mails iban y venía una noche me asomé al espejo. ¿Alguna vez me había observado desnuda? Me miré. Me evalué. Traté de verme con tus ojos. ¿Cómo me encontrarías? Mi silueta no había cambiado demasiado. Siempre me mantuve delgada. Cintura de avispa decía la abuela. Otro insecto. El ejercicio físico del trabajo del campo había torneado brazos y piernas. Mis pechos eran pequeños pero redondos firmes, mis pezones rosados. No estaba mal. Mis manos y mis pies, sin embargo, se veían gastados. Percudidos. Por primera vez en mi vida compré cremas. Me unté incansablemente, obsesivamente. Me dejé crecer las uñas. ¿Era yo?, ¿esa ridícula mujer de cincuenta años acicalándose como una adolescente era yo? Como una adolescente ajena. Porque nunca le había dedicado a mi aspecto más que la ducha diaria. Cuando anunciaste tu retorno y pusimos una fecha para encontrarnos recurrí al afuera para mi transformación. Peluquera, depiladora, manicura, belleza de pies. Me habría muerto de vergüenza si alguien me hubiera visto. ¿Esa era yo?, ¿qué estaba esperando de vos? El tono de nuestros breves mails no alentaba al fuego. Fuego en el que yo, unilateralmente,  me consumía. Amor de mi vida. Quizá vos recordabas mis rechazos y por eso eras cauto. Pero algo había cambiado en mí. Por eso, después de tres décadas, no tuve más remedio que reaparecer.

Luego de la muerte de mis padres la abuela pareció recobrar su energía. Quizás al sentirse nuevamente necesaria. Ella tomó las riendas de la cocina, antes santuario de mi madre. Resultó excelente cocinera. Seguramente mi madre había aprendido de ella. Cuando yo anunciaba mi regreso al campo me preguntaba qué quería comer. Trataba de agasajarme. Tal vez me percibía huérfana a pesar de mis cuarenta y cinco años. Una noche, llovía mucho lo recuerdo bien, terminada la cena nos dirigíamos a nuestros respectivos cuartos. De la nada dijo ¿sabés, Mantis?, ahora no me puedo morir, no te puedo dejar sola y sin esperar mi respuesta desapareció por el pasillo.

Finalmente llegó el día del reencuentro. Arranqué la mañana en la peluquería. Después me fui de compras: todo nuevo de la cabeza a los pies. Como si precisara cercenarme la que había sido. El cuerpo que había sido. Regresé a casa y me duché tratando de no estropear el peinado. El esmalte de un par de uñas se me saltó. Aunque la mona se vista de seda...decía la abuela. Me vestí (pollera corta roja, remera de lycra blanca con generoso escote redondo), me maquillé solo las pestañas -ojos de hurí turca- y partí hacia el encuentro una hora antes de lo necesario. Ya no podía sostener mi ansiedad. Palpitaciones. Ahogos. Mientras caminaba las muchas cuadras me fui tranquilizando. Una tarde preciosa, ¿te acordás? Hasta que mis sandalias nuevas (rojas y de taco, era una pantomima de mí misma) se hicieron notar. Me senté en un banco de plaza y me las saqué. Me entretuve observando  a los chicos jugar. A las palomas picoteando migas de pan. Cuando miré el reloj mi corazón galopó. Tendría que apurarme.

 

8 comentarios:

68

  La otra noche, mientras charlaba con mis hermanos, descubrí que ya no quería morirme. Porque muchas veces desde que te fuiste pensé que ...