sábado, 29 de octubre de 2022

19

 


Vinieron aún tiempos buenos. Volvía al campo en cuanto la facultad me lo permitía.  Un fin de semana largo. Las vacaciones por supuesto. La cocina volvió a colmarse. Era habitual encontrar a mis hermanas con sus críos. Mi madre ejerció la abuelitud con idéntica precisión que su maternidad, pero con más disfrute. La he visto besar a mis sobrinos, acunarlos. Hasta contarles un cuento en alguna oportunidad. Mis hermanas (ya sabés que para mí siempre fueron un colectivo) la miraban arrobadas. Quizás ellas también padecieron de falta de piel. Jamás, por supuesto, lo charlamos. A mí me parecía que como ellas habían optado por el mismo modelo femenino tenían lo que yo no. Era llegar y descargar el bebé de turno (siempre había alguno) en los brazos de mi madre. Yo experimentaba una suerte de celos. Ellas podían sanar su hambre materna a través de sus hijos. Como una transfusión. Los arrumacos destinados a sus hijos regresaban a ellas. Esa cocina volvió a ser una fiesta. Labores, fragancias, olor a leche, juegos, risas. Papá seguía leyendo el diario aunque ya no encendía los faroles. La luz eléctrica nos había privado de su magia. La abuela, en cambio, no les daba mucho corte a esa infinidad de bisnietos que ella casi había planificado. Se parecía a mí. Yo me parecía a ella. Seguía recorriendo los corrales, se ocupaba de la huerta asistida por algún peón, vigilaba los frutales. Pero ya no contaba historias. Ella, antes tan parlanchina, ya casi no hablaba. Como si el flujo vital hubiera retornado a mi madre a quien se veía más plena que nunca. Seguía bella. La madurez la trataba con respeto. A mis ojos, bella entre las bellas.

Creo que mi abuela comenzó a envejecer luego de mis primeras fiebres. Algo me pasó a mí, algo le pasó a ella. Su cuerpo acompañó el proceso. Adelgazó, perdió varios centímetros. Quizá porque ya no caminaba con la espalda tan derecha. Cada retorno semanal (aún estaba en San Pedro) me confirmaba que disminuía su esplendor. Intolerable.

Interrumpí esta charla porque vino Juani. Trajo bizcochos de grasa y yo puse agua hervir. La presencia de mi hermano sí ameritaba un mate. Nos recuerdo chiquitos turnándonos para sorber de la misma bombilla. Seguramente nos sentíamos grandes. No me recuerdo compartiendo mates con mi madre. Sí la veo cebándole a mis hermanas.  Y a mi padre por supuesto. Ellas, dulce. Él, amargo. Pronto Juani y yo abandonamos el azúcar. Pobre Juani, tan goloso. Un posicionamiento.

Mis padres murieron en un accidente de tránsito hace ya casi cinco años. Estaban yendo a San Pedro porque mi madre tenía turno con el médico. Ella, tan remisa a esas prácticas, se había decidido. Una tremenda tos. Yo estaba en el campo. Los vi salir en la camioneta 4x4 que había reemplazado al Rastrojero. Roja también. Le ofrecí acompañarla, sin embargo, se resistió. Impensable que alguien más la viera en enagua. Ya te conté que mi padre era un eximio conductor. Pero un camión pinchó una goma y los embistió de frente. Murieron en el instante. Tardé mucho en poder asimilarlo. Como un niño para el que no entra en su esfera de posibilidades que sus padres puedan morir. Recordé la frase de la abuela hay generaciones que solo sirven para generar otra. Reflexiono, ahora, sobre ese comentario tan descalificador. ¿Mis padres solo cobraban relevancia en función de la vida que nos habían dado? ¿Hubiéramos podido funcionar todos sin ellos? ¿Solo óvulos y esperma? No lo creo. Mi madre, tan silenciosa, al irse dejó la casa en silencio. La vida se retiró de nuestra cocina. Ya no vinieron mis hermanas ni sus hijos. Juani estaba casado, quedamos mi abuela y yo. Yendo y viniendo, yo. La abuela, por primera vez en su poblada vida, sola.

 

viernes, 28 de octubre de 2022

18

 


Te vi. Fui un testigo involuntario pero fiel. Vi como iniciabas tu relación con Magda (en la misma comisión de química que yo, además). Vi como, pese a mis deseos, se sostenía en el tiempo. Tuviste la torpeza (prefiero pensar que no fue maldad) de enviarme una participación del casamiento (tal vez fue ella). Luego (porque la carrera de ustedes fue eterna, yo ya era docente) vi su vientre crecer. Me resulta difícil encontrar las palabras para definir mis sensaciones. Aparentemente no me importaba. Ya mis ojos no lloraban solos por vos. Pero el costo de que no me importara traía emparejado que nada me importara. Muerte emocional. Coma del alma. Solo mi profesión hacía latir mis venas. Y mis libros. Y mis tierras.

A medida que crecía la familia mis responsabilidades se incrementaron. La abuela lo había dejado bien claro allá por mi infancia: vos, Mantis, tendrás que estudiar; el mundo comienza a serme ajeno, deberás ser la voz del futuro, la responsable de que estas tierras sigan alimentando a los que transporten nuestra sangre, no te olvides. Cómo olvidarme si eso era el motor de mi vida. A los veinticinco años me puse al frente de nuestro imperio. Con el imprescindible soporte de Juani. Para ese entonces cada una de mis hermanas tenía su parcela. Más la de mis dos tíos. Más la de Juani. Pero las divisiones eran formales. Un único emprendimiento. Como mi padre para mi abuela, mis cuñados y mis tíos fueron una suerte de empleados para mí. Lo que no hizo prosperar la relación con mis hermanas, por supuesto. Juani no. Juani era, como López para mi abuela, mi mano derecha. Pero era mucho más. Casi un socio. Porque las decisiones últimas siempre las tomaba yo. Una dupla perfecta (el gordo y el flaco). Él bregaba por la permanencia y yo por el cambio. Él ponía coto a mi desmedido deseo de modernidad. Mi cable a tierra. Mi Juani.

Anochece. Hace frío. Enciendo las hornallas. Recuerdo las veladas junto a la estufa de velas. Los cinco peleándonos por estar más cerca. Extendiendo las manos (pulcras las de mis hermanas, sucias las de Juani y mías) llenas de sabañones. El frío del campo no es igual que el de la ciudad. Igual que a los frutales se te mete en la circulación. Xilema y floema. Frío necesario para el esplendor posterior. Uno sabía que el frío era necesario. Así como las lluvias. Inconvenientes imprescindibles. Acostarse tiritando entre las sábanas húmedas hasta que aparecía mamá con las salvadoras bolsas con agua hirviendo. A veces papá aportaba ladrillos calientes. Nos cuidaban, a su modo nos cuidaban. Recuerdo un atardecer que llegué transida de frío de mis andanzas. Los dientes me castañeteaban. Los labios ya azules según los comentarios de mamá. Me envolvieron primero en papel de diario y luego en el quillango de la abuela. Me hicieron tomar un té mientras mamá me masajeaba por arriba de las cobijas. Recuperé pronto los colores, parece, aunque eso atentaba contra mis deseos. Prolongar al infinito  el contacto de las manos de mi madre, prolongar la mirada de mi padre posada sobre mí. Yo, que parecía tan arisca,  me derretía como manteca al sol cuando me daban cariño. En esa época aún sí.

 

miércoles, 26 de octubre de 2022

17

 


Me recuperé y allí fue cuando, como ya te adelanté, mi cuerpo y mi alma adquirieron la temperatura apropiada para un insecto. Sangre fría. Hemolinfa[1].

Tres hijos. Has tenido tres hijos. Dos mujeres y un varón. Seguramente has plantado un árbol, cómo no con esta profesión,  pero no has escrito un libro. Yo planté cientos de árboles y escribí varios libros. Académicos y de ficción. De los primeros quizá tengas noticias. De los otros, cuando nos reencontramos y me preguntaste si seguía escribiendo, te los hurté. Ya te había descubierto un par de gestos similares a los de antaño al comentarte alguno de mis logros. Siempre te dolió creerme superior a vos. No es una cuestión de niveles: somos de otra raza. Cómo podría yo cotejarme con vos.

Durante seis años me sumergí en el estudio y la escritura. Lo primero que hice fue enviar un cuento a El Ornitorrinco[2]. Me lo aceptaron. Luego otro. Y otro. Me animé entonces a presentar mis cuentos a un concurso del Fondo de las Artes. Obtuve el tercer premio que consistía en la publicación del libro. Por supuesto busqué un seudónimo. No se lo conté a nadie. Soledad Campos.  La enfermedad y el remedio. Dos años después llegó el Premio Emece para mi segundo libro. Tuve problemas con la editorial porque yo no quise ir a la entrega, ni a la Feria del libro, ni dar entrevistas. Una situación suficientemente tensa para que me cerrara el mundo editorial.  Dejé de escribir. Por primera vez desde que había aprendido a hacerlo dejé de escribir. Me cerré en mí misma. Ya se habían acabado el cine, el teatro. Todo lo que había descubierto con vos. En mis ratos libres caminaba. Kilómetros caminaba. Gasté mis zapatos sobre el asfalto de Buenos Aires. Así como de niña recorría el campo y de adolescente, San Pedro. La necesidad de fundirme con el entorno. No con la gente. Con la geografía,  ya rural, ya urbana. No soy un ser social. Soy un ser ambiental. Pero no me malinterpretes, nunca he tenido dificultades para relacionarme con compañeros de estudio o de trabajo. Se me ha dado bien con los alumnos. Me conociste como buena conversadora. Pero no preciso al otro. Tengo autonomía emocional. Tu abandono me enseñó a protegerme. Nunca más depender del amor de otro. Nunca más.

Atravesamos la facultad en tiempos complicados. Y mi proceso personal fue paralelo al político. De la efervescencia de nuestros primeros tiempos compartidos del centro de estudiante y de las asambleas, al congelamiento de mí misma y de las aulas posterior al golpe. Con la diferencia de que mi emocionalidad no resucitó con el advenimiento de la democracia.



[1]Fluido que circula por el interior de algunos invertebrados, equivalente a la sangre.

[2]Revista de literatura creada en 1977. Entre sus redactores estaba Abelardo Castillo.

 

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  La otra noche, mientras charlaba con mis hermanos, descubrí que ya no quería morirme. Porque muchas veces desde que te fuiste pensé que ...