Vinieron aún tiempos buenos. Volvía al campo en cuanto la facultad me lo permitía. Un fin de semana largo. Las vacaciones por supuesto. La cocina volvió a colmarse. Era habitual encontrar a mis hermanas con sus críos. Mi madre ejerció la abuelitud con idéntica precisión que su maternidad, pero con más disfrute. La he visto besar a mis sobrinos, acunarlos. Hasta contarles un cuento en alguna oportunidad. Mis hermanas (ya sabés que para mí siempre fueron un colectivo) la miraban arrobadas. Quizás ellas también padecieron de falta de piel. Jamás, por supuesto, lo charlamos. A mí me parecía que como ellas habían optado por el mismo modelo femenino tenían lo que yo no. Era llegar y descargar el bebé de turno (siempre había alguno) en los brazos de mi madre. Yo experimentaba una suerte de celos. Ellas podían sanar su hambre materna a través de sus hijos. Como una transfusión. Los arrumacos destinados a sus hijos regresaban a ellas. Esa cocina volvió a ser una fiesta. Labores, fragancias, olor a leche, juegos, risas. Papá seguía leyendo el diario aunque ya no encendía los faroles. La luz eléctrica nos había privado de su magia. La abuela, en cambio, no les daba mucho corte a esa infinidad de bisnietos que ella casi había planificado. Se parecía a mí. Yo me parecía a ella. Seguía recorriendo los corrales, se ocupaba de la huerta asistida por algún peón, vigilaba los frutales. Pero ya no contaba historias. Ella, antes tan parlanchina, ya casi no hablaba. Como si el flujo vital hubiera retornado a mi madre a quien se veía más plena que nunca. Seguía bella. La madurez la trataba con respeto. A mis ojos, bella entre las bellas.
Creo que mi abuela comenzó a envejecer luego de mis primeras fiebres. Algo me pasó a mí, algo le pasó a ella. Su cuerpo acompañó el proceso. Adelgazó, perdió varios centímetros. Quizá porque ya no caminaba con la espalda tan derecha. Cada retorno semanal (aún estaba en San Pedro) me confirmaba que disminuía su esplendor. Intolerable.
Interrumpí esta charla porque vino Juani. Trajo bizcochos de grasa y yo puse agua hervir. La presencia de mi hermano sí ameritaba un mate. Nos recuerdo chiquitos turnándonos para sorber de la misma bombilla. Seguramente nos sentíamos grandes. No me recuerdo compartiendo mates con mi madre. Sí la veo cebándole a mis hermanas. Y a mi padre por supuesto. Ellas, dulce. Él, amargo. Pronto Juani y yo abandonamos el azúcar. Pobre Juani, tan goloso. Un posicionamiento.
Mis padres murieron en un accidente de tránsito hace ya casi cinco años. Estaban yendo a San Pedro porque mi madre tenía turno con el médico. Ella, tan remisa a esas prácticas, se había decidido. Una tremenda tos. Yo estaba en el campo. Los vi salir en la camioneta 4x4 que había reemplazado al Rastrojero. Roja también. Le ofrecí acompañarla, sin embargo, se resistió. Impensable que alguien más la viera en enagua. Ya te conté que mi padre era un eximio conductor. Pero un camión pinchó una goma y los embistió de frente. Murieron en el instante. Tardé mucho en poder asimilarlo. Como un niño para el que no entra en su esfera de posibilidades que sus padres puedan morir. Recordé la frase de la abuela hay generaciones que solo sirven para generar otra. Reflexiono, ahora, sobre ese comentario tan descalificador. ¿Mis padres solo cobraban relevancia en función de la vida que nos habían dado? ¿Hubiéramos podido funcionar todos sin ellos? ¿Solo óvulos y esperma? No lo creo. Mi madre, tan silenciosa, al irse dejó la casa en silencio. La vida se retiró de nuestra cocina. Ya no vinieron mis hermanas ni sus hijos. Juani estaba casado, quedamos mi abuela y yo. Yendo y viniendo, yo. La abuela, por primera vez en su poblada vida, sola.