Llega Adriana. Acepta un café. Cargo la Volturno con agua. Echo dos cucharadas de café. Enrosco la parte superior. Pongo la cafetera sobre la hornalla. Enciendo el fuego. Soy consciente de la morosidad de mis movimientos. Quiero postergar el inicio de la conversación. No quiero hablar. No estoy en condiciones. Pero fatalmente escucho el ruido del líquido ascendiendo. En algún momento terminará de subir. ¿Buscando su libertad? Yo quisiera librarme de la charla que se avecina. Adriana, quizá percibiendo mi falta de disposición, calla. Pongo dos pocillos sobre la mesa y la azucarera. Edulcorante no tengo informo. Lo tomo amargo aclara mi hermana. Nos sentamos. Hablé con Ana arranca de golpe rompiendo la tregua. Me imaginaba solo digo. Charlamos por primera vez de lo que ocurrió aquella noche me clava la mirada, desafiante todavía me parece tener el rebenque en la mano, me hubiera gustado matarlo. Ojalá lo hubieras matado, pienso, la criminal sería otra. Un trueque. Niña por niña. Hermana por hermana.
Adriana se levanta de repente y va al baño. Cual búmeran regresan los recuerdos. Regresás. Estoy de nuevo en esa ambulancia. La sirena ya no suena. Llegamos. Me hacen bajar. Te bajan. Movimientos precisos, maquinales. Pese a la urgencia ellos no están angustiados. Para ellos no sos nadie. Para mí, todo. Nuevamente los sigo. Sigo esa maraña de tubos que ahora sos vos. ¡A unidad coronaria! escucho que dicen. Es a mí a quien le está explotando el corazón.
Adriana regresa. Tus imágenes se desvanecen. Se sienta. Pero no retoma la conversación. Parece desinflada. Como un neumático pinchado, pienso. Me pregunto cuánto le habrá contado Ana. Yo no la autoricé. Es mi vida. Mi secreto. Permanecemos en silencio hasta que Adriana me pregunta ¿sabés por qué estaba tan furiosa? la miro sorprendida y ella continúa un verano yo estaba nadando en el tanque cuando me dieron ganas de hacer pis, salí y me alejé a donde están los árboles para que no me vieran; primero me bajé la malla pero como me enredé con los breteles, me la saqué; después me agaché para hacer pis, pero se me habían pasado las ganas y tuve que esperar que me volvieran; cuando terminé me di vuelta para buscar la malla y descubrí a López asomado detrás de un árbol; estaba con la bragueta desabrochada, tocándose mientras me miraba; agarré la malla y salí corriendo, desnuda; qué degenerado, yo no tendría ni diez años; nunca lo había contado hasta que Ana toco el tema el otro día; le pegué con el rebenque por ella y por mí. Me quedo callada, evaluando la situación. Si Ana ya le contó, tal cual parece, es absurdo no hacer un comentario. Si no, ¿tengo ganas de socializar mi desgracia? ¿Por qué me lo estás contando? le pregunto al fin. Sos dura, Mantis dice con los ojos llenos de lágrimas. Soy dura, tiene razón. Si no fuera dura ya estaría muerta. ¿Por qué me lo estás contando? insisto. Ana me dijo que él también intentó manosearte, pero zafaste; qué degenerado repite lo único que falta es que también se haya metido con Marisa. Está indignada. Las mejillas rojas. Los puños apretados. Lo peor es que ninguna de las tres lo contó, esa era la confianza que teníamos en nuestros mayores; él sabía cómo eran las cosas por eso se aprovechaba sigue diciendo. De pronto repara en mi silencio. ¿No tenés nada para comentar? pregunta, fastidiada. Y como yo no hablo se incorpora. No sé para qué vine dice. Sentada, mientras la veo alejarse confieso a mí me violó. Se da vuelta como un relámpago. ¡¿Qué?! Su sorpresa es sincera. Ana no le contó. Regresa y se sienta. Mientras hablo las lágrimas se deslizan por sus mejillas. Mi relato, por supuesto, termina conmigo corriendo hacia la casa. Solo vos sabés quién soy en realidad. Vos y la abuela.
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