viernes, 30 de septiembre de 2022

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Más allá de los faroles, yo solo veía a mi padre fuerte, hábil y poderoso, arriba de ruedas. Él nos llevaba al colegio en el Rastrojero. Rojo. En verano me gustaba viajar en la caja. Cuando me depositaba frente a la escuela el primoroso delantal almidonado por mi madre tenía una pátina de tierra. Juani prefería sentarse junto a él. ¿Hambre paterna? Me daba rabia (celos, quizá) que mi compañía pasara a segundo lugar. Creo que Juani buscaba desesperadamente posicionarse en esa casa regida por mi abuela. Escucho hablar de los estragos del patriarcado. Mi familia parece haber estado a la vera de la historia. Regreso a mi padre. Papá cobraba altura al rodar. Él manejaba el tractor. Me encantaba cuando me dejaba subir con él. Recuerdo cundo trajeron el famoso Pampa[1]. Orgullo de la industria nacional. Orgullo de mi padre. Orgullo de la abuela. Envidia de los vecinos. Poco duró la gloria y mucho las deudas. Una página negra en las inversiones familiares. Después vinieron otros. A la abuela no se la detenía fácilmente. Me disperso. Quería hablarte de mi padre. Aunque no tengo mucho que decir. Jamás me castigó. Aunque eso parecía ser parte de sus fallas. De él heredé los colores. Nada más. Creo que su función paterna concluyó al aportar el esperma. Yo no existía para él. Para niñas guapas, las chicas. Para varón, el Juani. Tuvieron que pasar muchos años y varios títulos para que me descubriera.

Difícil transcurrir sin un propósito. Regresé a La Victorica por la abuela, pero aún estoy aquí. Necesito rescatarme. Rescatar la que fui. Esa niña a la que no le alcanzaba el tiempo para hacer todo lo que quería hacer. La vida hirviendo en la sangre, en la yema de los dedos. En las piernas larguiruchas. Langosta saltona. De ese apelativo surgido también de mi abuela me había olvidado. Más insectos. Los fui todos. Porque no caminaba. Andaba a los saltos. Casi ingrávida. También me han llamado, recuerdo ahora, hormiguita viajera[2]. Siempre atareada. Deambulando. El diminutivo incluye una ternura que no acierto a adjudicar. Porque la gente de campo no es afecta a las ternezas ni conoce los personajes de Vigil. ¿Quién me diría hormiguita?, ¿alguna maestra?, ¿tendría yo algún vestido a lunares rojos? Me pierdo en tonterías.

Voraz surge la necesidad de haberte conocido. ¿Tu madre era cariñosa con vos?, ¿tu padre exigente?, ¿qué mandatos recibiste?, ¿tenías amigos?, ¿a qué jugabas? Las preguntas demoradas suelen quedar sin respuesta. Jugar. Rayuela trazada con un palo sobre la tierra o con tiza sobre el patio del colegio. Con mis compañeras saltar a la soga o al elástico, que arrancaba en los tobillos y terminaba en la cintura, cambiar figuritas de brillantes. Con mi hermano jugaba a la payana, el rito de encontrar las cinco piedritas lisas y perfectas, tomarlas de a una, de a dos, de a cuatro, luego el tanteo. Juani era un campeón con sus manos tan gorditas como diestras. Pero mucho jugaba sola. Me encantaba recortar. Vivía a bordo de tijeras. Recortaba de diarios y revistas artículos varios con los que armaba un almacén de ramos generales. Horas podía venderme a mí misma porque a Juani en eso no lograba convocarlo. Para un cumpleaños una amiga me regaló un libro con muñequitas de papel. Felicidad pura. Un desafío para la motricidad fina recortar las aletas sin romperlas. También a eso destiné parte de mis ahorros, pero era difícil conseguirlas en el pueblo. La abuela alguna vez le encargó a alguien que viajaba a Buenos Aires. Se me llena la boca de saliva mientras recuerdo. Fruición. Disfrute. Deleite.



[1]Primer tractor de fabricación nacional, 1954.

[2]"La hormiguita viajera", relato infantil de Constancio C. Vigil.

 

miércoles, 28 de septiembre de 2022

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Amanece sobre mis tierras. Cambié mi charla con vos por un libro que me acompañó varias horas. De mis estantes polvorientos rescaté a Narciso y Goldmundo[1]. Nos recuerdo en la librería. Compraste dos ejemplares y me regalaste uno. El compromiso de leerlos en simultáneo. Fijadas las páginas que nos corresponderían cada noche. Y al día siguiente las letras volcadas en comentarios surgidos de los márgenes llenos de anotaciones. Paso las yemas de los dedos por mi letra de entonces. Tanto más redonda. Abierta. Entraron pronto los libros en mi vida. Irrumpieron. Un rayo amarillo. Los amarillos de Robin Hood[2]. Hubo un concurso de redacción que gané allá por mis siete años. Corazón[3]. Mi mundo dio un vuelco. Los apretados contornos de mi cotidianeidad explotaron. Descubrí que además del campo y el pueblo existía un mundo. Países. Ciudades. Regiones. Calabria, Florencia, Padua, Cerdeña, Lombardía. Supe de su existencia antes que de las provincias argentinas. Por primera vez me planteé si era buena, si los que me rodeaban eran buenos. Quise ser abnegada. Descubrí la culpa. Echada de un paraíso al tiempo que otro se me abría. Descubrí el valor del ahorro. Porque empecé a guardar las monedas para canjearlas por libros. Empecé a suplicar libros. A mi padre, a mi abuela. Un mágico cumpleaños la abuela me regaló el Lo sé todo[4], algo así como una biblia de nuestra época. Seguramente los tuviste. Seguramente los leíste. ¿Por qué nunca hablamos al respecto tanto que compartimos la lectura?, ¿ni en ese territorio queríamos darnos a conocer? Doce tomos encuadernados en cuerina de distintos colores. Si los leo todos seré sabia, decidí. Historia, geografía, arte, mitología. Los Robin Hood me aportaban el mundo de las emociones; la enciclopedia, el del conocimiento. Mi curiosidad no se aplacaba. Como el viento para el fuego. Más leía más quería leer.  Más sabía más necesitaba saber. Pero seguía jugando. Una clara división entre mi cuerpo y mi mente. Cada uno con sus necesidades y sus alegrías.

Fui a buscarla. Sigue en la bibliotequita que especialmente me fabricó papá. Localicé un fragmento señalado en el margen. Ya de niña marcaba. "Las libélulas prestan importantes servicios al hombre, ya que devoran un gran número de insectos, nocivos. Su rapidez elegancia y hermosura de sus alas han inspirado frecuentemente a los poetas. En Francia, a causa de la gracia de su vuelo, se las llama damiselas, mientras los ingleses, considerando la enorme cabeza que les da un aspecto poco agradable, las califican de moscas dragones, y en los países de América del Sur reciben el nombre de caballitos del diablo". Una conmoción descubrir que los insectos podían ser objeto de atención de los poetas. Porque yo era una suerte de insecto. También descubrí que ni el Lo sé todo sabía todo porque nosotros sí las llamábamos libélulas. Libélula nunca me llamaron. Lástima. Hermoso vocablo.



[1]Novela de Herman Hess.

[2]Colección de libros infantiles, Editorial Acme.

[3]Novela de Edmundo De Amicis.

[4]Enciclopedia de Editorial Larousse.

 

lunes, 26 de septiembre de 2022

4


Lamento no haberte hablado antes de mi infancia. Qué poco, también, sé del que fuiste. Porque canonizamos el presente. La ilusión de haber nacido al unísono. La absoluta estupidez de no darnos pistas para entendernos. Nuestras infinitas charlas versaban sobre ciencia, religión, política, ética, literatura, música. La fantasía de que nuestras sesudas conversaciones anularían de un plumazo nuestras viscerales diferencias. Parecía un detalle que fueras hijo de una familia de destacados profesionales y yo de sencillos productores rurales. Que hubiéramos estrenado el bipedismo vos sobre el asfalto  y yo sobre la tierra. Creciste con bocinas, yo con pájaros. Vos hijo único; yo una entre cinco. Me sigue dando vergüenza  que me diera vergüenza la posibilidad de que conocieras a mi abuela.  A la tuya llegué a vislumbrarla de casualidad. Habíamos ido a tu casa a buscar unos libros.  Allí estaba ella, en el sillón de pana rojo. Recta la espalda, las piernas inclinadas, un zapato color marfil de fino tacón anudado en el tobillo complementario. El cabello matizado en gris liláceo. Ni una onda de menos ni una de más. Un verdadero prototipo de la burguesía porteña. Bella, fina. Impecable. Las manos que supuse solo conocían de cubiertos de plata y cartas de bridge. Muy amable, eso sí. Primero. Porque cuando comenzó un incisivo interrogatorio descubrí la urgente necesidad de regresar a mi casa. Hurté mencionarla como pensión. No sé cuánta información sobre mí manejaba tu familia. Si es que hablabas sobre mí. Yo sobre vos, no. Aterriza en mí la burbuja de un recuerdo. Un profesor hablaba sobre los cítricos. De la nada comentaste cuando era chico me obligaban a comer la naranja con cuchillo y tenedor. Primero me extrañó tu confesión. Nunca hablábamos de la infancia. ¿Un pacto tácito? Después tuve la aguda percepción de lo infranqueable de nuestras diferencias. Pero la acallé para poder seguir adelante.

No puedo dormir. Porto el insomnio hace meses como una maldición bíblica. Qué del fundirme en el colchón no más rozarlo luego de una jornada agotadora. Veranos de la infancia. Veranos infinitos de días infinitos sol a sol. Juani y yo cumplíamos las escasas tareas que nos encargaba la abuela y luego disponíamos del mayor de los tesoros: tiempo. Tiempo sin relojes, tiempo no apurado como diría Osías [1]. Trepar árboles, cazar mariposas, corretear con los perros, hacer chozas con paja y troncos. Y cuando el calor de la siesta y el canto de las chicharras nos abombaba, tirarnos con ropa interior en el tanque australiano. El placer del cuerpo. Calor. Frío. Vivos hasta la médula. Fui feliz. De niña fui feliz. El mundo existía para mi deleite. Cuanto te rodean lo han puesto para ti/ no lo mires desde la ventana y siéntate al festín[2]. Un derroche de salud. Un vértigo de libertad. Afuera. Lo mío era el afuera. Adentro me sobrecogía la distancia de mi madre. Mi anhelo de ella. Pero esa es otra historia.



[1]"Marcha de Osías" canción de María Elena Walsh: Quiero tiempo, quiero tiempo no apurado/tiempo de jugar que es el mejor,

[2]"Hoy puede ser un buen día", canción de Joan Manuel Serrat.

 

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  La otra noche, mientras charlaba con mis hermanos, descubrí que ya no quería morirme. Porque muchas veces desde que te fuiste pensé que ...