Lamento no haberte hablado antes de mi infancia. Qué poco, también, sé del que fuiste. Porque canonizamos el presente. La ilusión de haber nacido al unísono. La absoluta estupidez de no darnos pistas para entendernos. Nuestras infinitas charlas versaban sobre ciencia, religión, política, ética, literatura, música. La fantasía de que nuestras sesudas conversaciones anularían de un plumazo nuestras viscerales diferencias. Parecía un detalle que fueras hijo de una familia de destacados profesionales y yo de sencillos productores rurales. Que hubiéramos estrenado el bipedismo vos sobre el asfalto y yo sobre la tierra. Creciste con bocinas, yo con pájaros. Vos hijo único; yo una entre cinco. Me sigue dando vergüenza que me diera vergüenza la posibilidad de que conocieras a mi abuela. A la tuya llegué a vislumbrarla de casualidad. Habíamos ido a tu casa a buscar unos libros. Allí estaba ella, en el sillón de pana rojo. Recta la espalda, las piernas inclinadas, un zapato color marfil de fino tacón anudado en el tobillo complementario. El cabello matizado en gris liláceo. Ni una onda de menos ni una de más. Un verdadero prototipo de la burguesía porteña. Bella, fina. Impecable. Las manos que supuse solo conocían de cubiertos de plata y cartas de bridge. Muy amable, eso sí. Primero. Porque cuando comenzó un incisivo interrogatorio descubrí la urgente necesidad de regresar a mi casa. Hurté mencionarla como pensión. No sé cuánta información sobre mí manejaba tu familia. Si es que hablabas sobre mí. Yo sobre vos, no. Aterriza en mí la burbuja de un recuerdo. Un profesor hablaba sobre los cítricos. De la nada comentaste cuando era chico me obligaban a comer la naranja con cuchillo y tenedor. Primero me extrañó tu confesión. Nunca hablábamos de la infancia. ¿Un pacto tácito? Después tuve la aguda percepción de lo infranqueable de nuestras diferencias. Pero la acallé para poder seguir adelante.
No puedo dormir. Porto el insomnio hace meses como una maldición bíblica. Qué del fundirme en el colchón no más rozarlo luego de una jornada agotadora. Veranos de la infancia. Veranos infinitos de días infinitos sol a sol. Juani y yo cumplíamos las escasas tareas que nos encargaba la abuela y luego disponíamos del mayor de los tesoros: tiempo. Tiempo sin relojes, tiempo no apurado como diría Osías [1]. Trepar árboles, cazar mariposas, corretear con los perros, hacer chozas con paja y troncos. Y cuando el calor de la siesta y el canto de las chicharras nos abombaba, tirarnos con ropa interior en el tanque australiano. El placer del cuerpo. Calor. Frío. Vivos hasta la médula. Fui feliz. De niña fui feliz. El mundo existía para mi deleite. Cuanto te rodean lo han puesto para ti/ no lo mires desde la ventana y siéntate al festín[2]. Un derroche de salud. Un vértigo de libertad. Afuera. Lo mío era el afuera. Adentro me sobrecogía la distancia de mi madre. Mi anhelo de ella. Pero esa es otra historia.
[1]"Marcha de Osías" canción de María Elena Walsh: Quiero tiempo, quiero tiempo no apurado/tiempo de jugar que es el mejor,
[2]"Hoy puede ser un buen día", canción de Joan Manuel Serrat.
Muy buena descripcion de las experiencias de vida. La ciudad y el campo. Me senti identificada, recorde la vida de mi esposo en el campo y la mia en Buenos Aires. Costumbres diferentes. Yo aprendi a comer fruta con cubiertos. Me gusto mucho esta entrega
ResponderBorrarGracias por tu comentario. Vidas muy diferentes.
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