viernes, 23 de septiembre de 2022

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Mi madre. Cierro los ojos intentando hacerme del rostro de mi madre joven. Mi madre estaba. Sería injusta si dijera que me ha faltado su presencia física. Me parece sentir el roce de sus manos desenredándome el cabello. Recién ahora, adulta, descubro los rastros de su quehacer continuo. Las sábanas almidonadas, la infinita pila de ropa planchada, el café con leche de los desayunos, el chocolate de las meriendas, la enorme parva de tostadas, los vahos para los resfríos, las quintuplicadas bolsas de agua caliente. Las trenzas. Cuántas horas de su vida empleadas en trenzar sus cuatro niñas. Las de mis hermanas perduraban hasta la noche con sus moños de colores incólumes. Los míos solían quedar engarzados en alguna rama. Mas mi madre no claudicaba. Otras trenzas y otros lazos inaugurarían el día siguiente. Yo hubiera necesitado escuchar sus reproches. Pero mi madre poco hablaba. Lo imprescindible en los actos cotidianos. Alcanzame. A levantarse. La leche. A dormir. Su lenguaje, podría decir, era concreto. Técnico. Fáctico. No recuerdo que brotara de sus labios ningún sustantivo abstracto. El miedo, el odio, el amor, la tristeza no formaban parte de su léxico. Pienso, ahora, que la verborragia de mi abuela se alimentaba de su silencio. Así como mi madre se había apoderado de lo que de mujer había en su madre. Porque mamá era particularmente bella. Los años no habían oscurecido su cabello. Rubio, brillante. Yo lo suponía sedoso, pero no recuerdo haberlo tocado. Una vez entré en a su cuarto antes de que se peinara. Su cabello era una cascada que se le vertía hasta la cintura. Cuando me vio, instintivamente, lo llevo hacia atrás con las dos manos. Ese portento vivía sofocado en una gruesa trenza con la que rodeaba su cabeza. Sus ojos eran azules. No celestes desvaídos como los de mis hermanas. Azules. Colores del sol, del mar. Un paisaje que siempre fue inaccesible para mí.

La noche se coló a hurtadillas. Está oscuro y no sé cuándo comenzó a estarlo.  Estoy sentada en el piso. No sé cuándo me senté. Me incorporo y enciendo la luz. Tan simple como accionar una tecla. Antes era una bella ceremonia. El sol de noche sobre la enorme mesa de mármol. Mi padre arremangándose la camisa. Volcando el kerosén con la alcuza, un olor que me embriagaba. El chasquido del fósforo. La llama roja. Mi padre bombeando. Silencio pedía necesito escuchar. Después girando la manivela para destapar el pico. Siempre se colaba alguna partícula insidiosa. Mi padre se enfrentaba a ella cual si fuera a un dragón. Todos reteniendo la respiración hasta que la llama al fin desaparecía mientras la camisa se ponía blanca. El hermoso sombrero del farol. Nunca vi una luz tan mágica. Cuando terminaba con uno, el siguiente. Mi padre era un hombre tranquilo, sin embargo, cuando el farol se resistía a sus maniobras se enrojecía, maldecía entre dientes. Su honra en peligro. Porque hasta mi abuela decía Julio es el único que entiende estos faroles, es un artista encendiéndolos. Y a la luz del sol de noche se agrandaba la disminuida figura diurna de mi papá. Sus únicos minutos diarios de gloria.

 

12 comentarios:

  1. La noche se coló a hurtadillas. Está oscuro y no sé cuándo comenzó a estarlo. ¡Hermoso y visual! El papel de la madre... interesante

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  2. Muy buena descripcion de la madre. Es una mujer dedicada a sus hijos, aunque creo que es poco afectuosa. O no sabe brindar cariño

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  3. Hasta aquí, atrapante. Ganas de más. La "mantis" que esboza sentimientos encontrados hacia su madre (veremos si termina de asimilar). Del padre poco sabemos, pero al menos tiene nombre. Muy profundo, me tiene en vilo por saber más...

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  4. Me entusiasma mucho esta historia. La imagen de esa madre es fuerte!

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  5. "Los rastros de su quehacer continuo". Hermosa enumeración de esa madre enorme, cumpliendo su rol a la perfección.

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