Mi hermana mayor, Ana, se casó antes de los veinte. En cuatro años las tres estaban casadas con muchachos de la zona. No se fueron lejos. La abuela compró parcelas lindantes y se las adjudicó. Una suerte de dote. Mis cuñados, el tiempo lo demostraría, no fueron demasiado diferentes de mis tíos. Inútiles mascullaba la abuela entre dientes ante los comentarios de nuestros peones, algunos de los cuales compartíamos. Los fines de semana me dedicaba a recorrer nuestro ampliado territorio, ya que, para mí, los fraternos, más allá de los títulos de propiedad, claramente, me correspondían. Según los vaticinios de mi abuela mis hermanas se convirtieron en fábrica de hermosos niños. Para cuando terminé el secundario ya tenía media docena de sobrinos. Rubios casi todos. Los genes de mi madre prevaleciendo. Para ninguno fui una tía. Solo la Mantis. Ninguno atravesó mi epidermis. Sumados a los hijos de Juani, superaron la quincena. Perdí la cuenta de los sobrinos nietos. Aunque siempre me sentí responsable del sustento de todos. Los alimenté y los alimento sin contarlos.
Tres años después que yo, Juani comenzó el agrotécnico. Mi vida volvió a cambiar. En el diminuto dormitorio proporcionado por mi tía un colchón surcaba el suelo por las noches. Emociones encontradas. La alegría de tenerlo. El agobio de mi truncada soledad. Pero Juani pronto se abrió al mundo. Se rodeó en pocos meses de más gente que yo en años. Todos lo buscaban. Juani siempre tuvo un don para hacerse querer. No para el estudio. Le costaba. Yo hice dos secundarios al mismo tiempo. Fui la orfebre de sus trabajos, hasta tuve que aprender dibujo técnico. Me quedaba hasta la madrugada haciéndoles resúmenes y tomándole las lecciones. Mientras compartimos los estudios fue aprobando en tiempo y forma, pero cuando me fui, se le vino la noche. Nunca se recibió. A los dieciséis, para gran decepción de la abuela -los hombres son unos inútiles, Mantis- ya había regresado al campo. Sin embargo, había aprendido mucho. Los dos habíamos aprendido. Bajo nuestras manos adolescentes, nuestro campo empezó a progresar. Comenzamos a sembrar maíz. Lo alternamos con trigo. Ensayamos nuevas técnicas de laboreo. Probamos con otros fertilizantes. Evitamos los pesticidas. La abuela nos dejaba hacer. Confiaba en nosotros. Nunca nadie confió tanto en mí.
Vidas paralelas[1], como diría Plutarco. Mientras yo descubría San Pedro, ¿en qué andabas vos? Algo, muy poco, me has contado. En el Nacional se hablaba de política. Se vivía en ella. Asambleas. Debates. Grupos estudiantiles. Mientras tanto, yo, amarrada a las barrancas, no sabía ni quién era el presidente. Descubrí esa parte del mundo a tu lado. Simulabas fastidiarte con mi ignorancia, pero tengo la certeza de que te daba una enorme satisfacción ser mi mentor. En ese territorio era yo quien iba a la zaga. Tu ego podía recomponerse. Me contaste, también, sin precisiones, que hubo un par de noviecitas. No llegué a saber (no lo sé aún) como perdiste la virginidad. Cuando nos conocimos la mía continuaba incólume. Ni mis labios habían sido rozados. Porque los insectos carecen de labios, como bien sabés.
Juani, qué personaje tierno...
ResponderBorrarEl más tierno de todos. El único tierno en realidad
BorrarParece que la abuela odia a los hombres. Para ella, todos son inutiles
ResponderBorrarMe tiene intrigada el semidiós del que habla Mantis.
ResponderBorrarUno convierte al que ama en un semidios. Luego suelen no serlo
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