No era el mejor de los alojamientos. Nunca entraste a pesar de las infinitas charlas en el umbral. Un destino mimético al de San Pedro. Otra viuda decidiendo por mí. No se permiten visitas. No se permite música. No se permiten mascotas. No se permite. No. No. Desayuno. Cena a las 20. Conseguí la llave, bajo amenaza de irme, unos meses después. Hasta entonces imposible llegar luego de las 21. Panorama poco alentador para una jovencita intentando asimilarse al ritmo de Buenos Aires. Cómo te fastidiabas cuando en la mitad de una jugosa charla yo, como Cenicienta en apuros, debía salir corriendo. Todo conspiró contra nosotros. Dos años después yo ya no era una chiquilina pajuerana desorientada. Me conseguí un trabajo, logré alquilar un departamento con dos compañeras. Nunca nadie volvió a decidir por mí. Pero ya no estabas para verlo. Como ya te dije, nos conocimos a destiempo.
Qué extraño transitar por esta cocina desierta. Abro las alacenas. Encuentro lo imprescindible. Me reconforta el alma volver a impregnar este recinto con olor a café. Cierro los ojos y recupero a mi madre trajinando. Risas. Ruidos. Pero es como si hubiera estallado la bomba neutrónica. Solo persiste lo inanimado. Me siento ante la enorme mesa de mármol con mi taza humeante. La equivocada fui yo. Soy yo. Me quedé sola.
José ensilla mi yegua. Aquí estoy en las alturas. El campo a mis pies. Este campo al que entregué mi vida. Lo recorro metro a metro. Con usura. Los cítricos en flor. El perfume de los azares me marea. El viento agita un mar amarillo de girasoles. Un cielo azul oscuro donde las nubes parecen pinceladas. Un cuadro de Van Gogh. Juani y yo construimos una buena dupla. Él, además, pudo construirse una vida más allá de la tierra. No sé si su matrimonio fue feliz (¿alguno lo es?) pero parece ser armónico. Juani vive en una casa poblada. A mí me quedan los fantasmas.
Algo falló en mi cuerpo. Más allá del cimbronazo de la pubertad. Me estaba recuperando cuando sobrevino mi enigmática enfermedad. Me esterilizó. Me castró. Me capó. Mis sentidos que habían comenzado a avivarse perecieron. Muerte súbita. Demoledora. Definitiva.
Del cuello para arriba. Del cuello para arriba era capaz de disfrutar. El almíbar de tus besos suaves. La sal oceánica, luego, de tu intrépida lengua. Cómo frenar después a tus dieciocho años acostumbrados a tener cuanto hubieras deseado. En cuanto tus manos descendían buscando mis turgencias y oquedades el placer previo se trasformaba en rechazo. Una corriente eléctrica me atravesaba como si estuviera a punto de electrocutarme. Me retobaba como los potros cuando los quieren domar. Lo intenté. Lo intentaba. Cerraba los ojos y trataba de alejarme a mí de mí. Sin fortuna. Al primer botón desabrochado me defendía como gato en peligro. Hasta llegué a arañarte. Superior a mis fuerzas. Qué absurdo, recién ahora, treinta años después, frisando los cincuenta, puedo hablar sobre lo que sentía. Me pedías explicaciones. Y yo, para tu desesperación, quedaba muda. Explicaciones que no tenía. Explicaciones que recién ahora podría darte. Pero todavía no. En realidad. todavía no estoy en condiciones de darte.
El tremendo drama de La Mantis tan bien contado
ResponderBorrarMuchas gracias!
BorrarMucho dramatismo en esta entrega. La mantis se siente infeliz
ResponderBorrarNo se entiende a sí misma
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