miércoles, 5 de octubre de 2022

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La número 22 de Santa Lucía. Mi escuela. Me bajaba del rastrojero de un salto y entraba corriendo. Ávida. Más allá de los apelativos, en la escuela nunca se metieron conmigo. Apelativos quizá menos despectivos que lo que aparentaban. Porque los insectos son resistentes. No hay nada más resistente que los insectos. Las bombas atómicas lo demostraron. Yo era rápida. Rápida en todo. Para correr y también para aprender. Los conocimientos atravesaban mi epidermis por ósmosis. Cero esfuerzo. Se me daban las letras, los números. La abuela lo había descubierto antes que las maestras. ¿Por eso el Lo sé todo? No tuve amigas. Tuve compañeras de juegos. Y ya lo dije, lo mío era la acción no la emoción. Nada de confesiones edulcoradas ni charlas sobre sentimientos. Mi madre no me había enseñado a hablar de mí. Una suerte de alergia ante la intimidad emocional. La conservé por casi dos décadas. Hasta que te vi.

Como me hubiera gustado que conocieras La Victorica. Mostrártela. La casa en la loma. Blanca. Sólida. Robusta. Nuestra. La galería, corazón de las tardes,  techo de tejas, piso de tierra. Casa rodeada por álamos. Escoltada. Siempre los percibí como soldados. Pacíficos pero poderosos. Atentos. A unos cuantos metros las rústicas casitas de los peones. Nunca entré. Cuando yo merodeaba curiosa, ellos solían invitarme pero la abuela no me dejaba. Y era poco lo que la abuela me prohibía. También en la loma los frutales: duraznos, ciruelas, pomelos, mandarinas, naranjas. Sobre todo naranjas. Nuestro fuerte eran las naranjas. Redondas. Doradas. Jugosas. Buenas tierras. De las mejores. Lindante con la huerta, los sauzales. Frondosos, volcando su verdor. Como no cobijarse a leer bajo su sombra o encajarse en algún propicio cruce de ramas. Leer en las siestas escuchando el adormilante estridor de las chicharras. La huerta. La abuela se ocupaba de la huerta. Mi padre solo le preparaba la tierra con el tractor. Sus favoritos eran los tomates. También los míos, en consecuencia. Yo los comía de la planta no de la mesa, claramente otro sabor. Por suerte no era época de pesticidas porque jamás lavé uno. Me chorreaban por la boca. Me encantaba ayudarla a armar los tutores. Yo le juntaba los palitos, los ataba con piolines. Una tarea que afrontaba con extrema seriedad. Yo me imponía que tuvieran el mismo grosor, el mismo largo. Tomate, lechuga. Zanahorias. Choclos. Berenjenas (castigo cuando me las obligaban a comer). Repollo. Ajíes. También de los tutores de los ajíes (ajises decía la abuela) me ocupaba yo. Una paleta de colores. Verdes, rojos, violetas, amarillos. Brillando al sol. Cómo se enojaba la abuela cuando los loros profanaban su obra. Papá armaba los espantapájaros y Juani y yo los vestíamos. Un pantalón viejo, un sombrero agujereado, un pañuelo de color. Inocentes guardaespaldas. Amigables fuerzas de seguridad. Épocas en que las bandas acechantes solo eran de pájaros. Aunque ya de pequeña supe de otro tipo de riesgos. Inundaciones, sequías, heladas a destiempo. Tormentas.  Teníamos en esa época, supe después, unas ciento cincuenta hectáreas. Luego recuperé las de mis tíos y seguí comprando. Mi reino llega ahora a más de ochocientas. Qué orgullosa que estaba la abuela con cada parcela que íbamos anexando. Sin embargo ahora no me pertenece como entonces. Crecí sintiendo que esa era mi tierra. Yo no soy un bailarín porque me gusta quedarme/ quieto en la tierra y sentir que mis pies tienen raíz[1]. Una pertenencia profunda, pura. Visceral. Solía recorrerlas. Muchas veces a caballo porque precisaba saberlas todas. Cuando vi Lo que el viento se llevó[2] quedé maravillada. Alguien me entendía. Tara.[3]



[1]"Canción del jardinero", María Elena Walsh.

[2]Película de 1939, drigida por Victor Fleming.

[3]Nombre de la plantación en Georgia, Estados Unidos, de la protagonista

 

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