En el bajo, la laguna. Domicilio de nuestras correrías. Los corrales. Las vacas. Las visitas del toro vecino para servirlas. Un par de cerdos. Lechones, siempre. Sus chillidos al matarlos. Éramos suficientemente inteligentes para no encariñarnos. De ellos. Sí de multitud de perros y gatos. Compañeros los unos del afuera; los otros del adentro. Nuestra cuota de ternura. Contacto. Piel. Sus lenguas tibias. ¿Únicos besos de mi infancia? Piel ávida de piel. La anhelada piel de mi madre. Visible, no tocable. Mis hermanas, al menos, la rozaban en su trajinar doméstico. Yo, sabiéndome vencida, había optado por el afuera.
Despertarse. Lo primero, siempre, asomarme a la ventana. El pasto abrillantado de rocío. Los pájaros picoteando sobre él en busca de sustento. Cerraba luego los ojos y abría los oídos. El gallo. El trajinar de mi madre en la cocina. Las chinelas de la abuela hacia el baño. Los maullidos del gato reclamando su escudilla. Las voces de mis hermanas. Recién entonces, ya henchida de vida, vestida a medias, corría a la cocina. Fragancia inconfundible. Café, leche, tostadas. Mi padre tomando su mate amargo. Juani empotrado en su jarro humeante. Mecánicamente, instintivamente, yo contaba. Sí, estábamos los ocho. Mi cosmos.
Todo anduvo bien hasta que hacia los doce años mi cuerpo empezó a transformarse. Como si una miríada de ratas se deslizara debajo de mi piel, abultando oquedades, rellenando mi osamenta, apoderándose de mis contornos, sembrándome granos en el rostro. Fue aterrador. Yo había sido testigo del desarrollo de mis tres hermanas, pero en ellas el proceso había sido armónico. Yo nunca había dudado de que terminarían copiando el molde materno. Lo mío era otra cosa. Se reían de mí, además. Todos. Mis hermanos, mis compañeros, mis padres, la abuela. Los peones. No se reían por maldad, ni para burlarse de mí, les causaba genuina gracia. Como si a un gato le hubieras crecido orejas de conejo, o a una gallina melena rubia. Yo era tan flaca que el más mínimo milímetro ganado por mis pezones se hacía visible. En un par de meses exploté. Como los ciruelos cuando de la noche a la mañana aparecen cargados de frutos. Redondeces, kilos, acné, vello. El proceso que en mis hermanas había sido gradual, en mí tomó la velocidad del rayo. Me asustaba levantarme. No sabía a quién me devolvería el espejo. Y pronto, muy pronto, una mañana en el colegio el delantal manchado de sangre. Mamá no me había alertado. Aterrador.
A partir de ahí comencé a aislarme. Hasta la presencia de Juani me resultaba incómoda. Hubiera querido ser invisible. Redoblé la lectura, rellenaba cuadernos con versos, estudiaba sin parar. Mis notas cada vez eran mejores. Cuando estaba promediando sexto grado la maestra citó a mis padres. Creo que fue la primera vez que ambos fueron al colegio. Les habló de mis condiciones, de la necesidad de que hiciera el secundario. La pobre mujer no sabía que hacía tiempo que mi abuela ya lo había resuelto. Tendría que trasladarme a San Pedro. Como si a un árbol le cortaran las raíces y pretendieran que siguiera erguido. El liceo para señoritas. Fui con mi abuela a visitarlo. Me asusté cuando lo vi: la escalinata, las tres enormes puertas. San Pedro estaba a casi cuarenta kilómetros de nuestro campo, imposible el trayecto cotidiano. Una hermana de mi abuela se constituyó en la solución. ¿En la solución? En mi tormento.
Tan afincada, La Mantis, a su tierra. Ahora tiene que partir...
ResponderBorrarPero sus pies tienen raíz...
BorrarMuy interesante la entrega. La Mantis siente mucho amor por sus cosas por sus raices, llego el momento de elegir, entre quedarse o irse.
ResponderBorrarEsa será siempre su contradicción
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