Cuando compartíamos un panqueque sonó tu celular. En un instante mi alma descendió como arrastrada por un guinche. Miré el reloj: las dieciséis. No estaba preparada para que me robaran dos horas. Te paraste y te alejaste antes de atender. De sobra sabes que eres la primera[1]. Ni siquiera podía ser la segunda. Porque había quien defendía lo suyo como una fiera. Antes de ella había sido mío. ¿Ella me lo había quitado? No, ni siquiera podía tenerle rabia. Yo, por mérito propio, te había perdido. Cuando regresaste te pregunté ¿Magda? Asentiste con la cabeza. El panqueque a medio comer dormía en el plato. Yo seguía sosteniendo el inútil tenedor. Qué tontería regodearme con los detalles. Es que he rememorado tantas veces los momentos que compartimos en mi afán de preservarlos que cada una de las escenas está grabada en mis retinas y mis oídos con lo rotundo de la eternidad. Aunque quisiera, y a veces quiero, no podría borrarlos. Tanto me esforcé en fijarlos que eliminarlos ya no depende de mi voluntad. Continúo. Continúo porque ya es madrugada y no logro dormir. Luego de intentarlo durante un par de horas me levanté y me preparé un té. Volví a la cama con la taza. Sigo pensando en vos mientras el líquido caliente me conforta la garganta. Retomo. Crucé el tenedor sobre el plato. ¿Un acto simbólico? El tuyo descansaba sobre el mantel. ¿Le dijiste dónde estabas? pregunté. Cerraste levemente los párpados y agitaste la cabeza en un mudo no. Descubrí entonces tu capacidad de mentir. Yo nunca supe mentir, ni de niña. Cuando me preguntaban por alguna tropelía no tenía más remedio que admitirla. Juani, no. Juani negaba ante quien afuera, abuela inclusive, con la solvencia de un eximio actor. Siempre le envidié ese recurso. Yo no mentía no por convicción sino por incapacidad. Vos sabés mentir. Y todo indicaba que si podías mentirle a Magda también podrías mentirme a mí. ¿Me habrías mentido allá por los veinte? Recuerdo que reflexionaba sobre todo esto mientras vos pagabas. Como un mantra me repetía: me dijo hasta las dieciocho, me robó dos horas, me mintió; me dijo hasta las dieciocho... Te incorporaste y te imité. Un títere manejado por tus mudos hilos. Una vergüenza indescriptible. Te voy a llevar a un lugar que sé te gustará informaste mientras me agarrabas del brazo. Morir, renacer. Mi corazón desconcertado intentando recuperar el ritmo. Caminamos en silencio un par de cuadras hasta un barcito encantador. Nos sentamos y sin mediar consulta pediste dos cafés. Tomaste mi mano izquierda. Recorriste mi palma con tu pulgar. Derecho, claro, sos diestro. Cerré los ojos. Cuando los abrí los tuyos eran dos imanes. Occhi neri, occhi neri/ assoluti e sinceri/occhi amati e sognati/occhi desiderati.[2] La primera vez que había escuchado esa canción me había remitido a vos. La recordé en ese instante. Qué necesidad de tocarte murmuraste no podés imaginarte cuánto te añoré durante todos estos años y quizás ante mi gesto de incredulidad continuaste es cierto; seguí tu carrera, leí tus publicaciones, busqué tus fotos. Sabías, entonces, dónde encontrarme dije. Aflojaste la presión en mi mano, pero no la soltaste. Afortunadamente no la soltaste. Jamás me animé confesaste. ¿Me tenías miedo? pregunté con sorna porque tus palabras me daban fastidio al tiempo que pulverizaban mi esqueleto. Una ameba. Así me sentía entre tus manos, escuchándote hablar sobre mí. Me tenía miedo respondiste el mismo miedo que experimento en este instante. ¿Miedo de qué? ¿Qué preguntás, Elisa?, estoy casado, tengo una familia. Mi desconcierto era total, rotundo, absoluto. Aunque precisaba creerte mi sentido común, ese que nunca pierdo, me advertía lo obvio: nadie espera treinta años para proporcionarse lo que necesita. Yo nunca había intentado un reencuentro porque tenía la certeza de que era imposible. ¿Cuántas veces yo pensé volver?/ Y decir que de mi amor, nada cambió. Me habías abandonado, me habías apartado de tu camisa como a una pelusa. Descartado. Solté mi mano. La humillación de mis veinte años absorbiéndome. Bajé la mirada. Me levantaste el mentón con tu índice flexionado. Filmé tus gestos, tus palabras con la cámara de mi memoria. Tenía la certeza (no me equivoqué) de que todo iba a desaparecer, de que ibas a desaparecer nuevamente. Imperioso retener esos fugaces instantes. Ajenas a mí, mis lágrimas comenzaron a rodar. ¿Qué te pasa? preguntaste con ternura. Tan imposible que surgiera una palabra de mis labios como... me viene la ridícula frase del catecismo como que un camello pase por el ojo de una aguja. Elisa, por favor pediste. Y ante la obstinación de mi silencio tu rostro comenzó a cambiar. Seguís siendo la misma me espetaste con fastidio muda, hermética, impenetrable el torrente de tus palabras desbordado rememoro cientos de situaciones como esta, luego de instantes de enorme proximidad te me ibas, te replegabas a tu guarida interna y era imposible sacarte una palabra; me volvías loco, me daban ganas de golpearte para regresarte a mí. Mis lágrimas se agotaron de repente. Todas mis neuronas en frenético trabajo, intentando comprender. Infinitas sinapsis. Axón, dendrita, axón. Habías pasado de la ternura a la ira en cuestión de segundos. ¿Por una vez en la vida me podés decir lo que estás pensando? exigiste levantando la voz. Las palabras se atoraban en mi laringe como piedras, como espinas de pescado. Hice un esfuerzo extraordinario y percibí que las palabras se deslizaban hasta mi boca sin que yo misma supiera lo que estaba por decir. Jamás dejé de quererte sorprendí a mis oídos. Ya estaba. Perdida. Jaque mate a mi dignidad. No pude detenerme. Durante treinta años esperé un milagro, como los fieles aguardaron la resurrección de Cristo; mi vida emocional se detuvo en esa noche en que me confesaste que ya no me querías. No era cierto me interrumpiste nunca volví a querer como te quise, con la intensidad que te quería mientras te decía adiós. No pretenderás que crea los disparates que estás diciendo intenté apelar a mi resucitada cordura. Tus ojos despidieron fuego. Due sparvieri vibranti/ che ti lasciano muto[3]. Me dieron miedo. Me volvías loco, no solo por ofrecerme tu boca para luego despojarme de tu cuerpo, no solo por eso que ya habría sido suficiente para alterar a cualquier muchacho, lo que más me enloquecía era tu silencio, tu falta de explicaciones, tu traslado a una zona de vos misma absolutamente vedada para mí; me enfurecía sin poder decírtelo porque además tenías el don de hacerme sentir culpable; pasaba noches enteras elaborando planes, rumiando amenazas, pero cuando al día siguiente nos encontrábamos, sucumbía ante tu inteligencia, tu sensibilidad, tu curiosidad desbordada, tus ojos turcos, tu sonrisa; perdido de nuevo y vuelta a empezar. Yo te miraba, atónita. Un hombre hablaba sobre lo que yo le había generado sin que yo hubiera tenido la más remota percepción de haberlo provocado. Nunca dejé de quererte confesaste y Magda se dio cuenta, no me preguntes cómo; mil veces cuando me encontraba pensativo afirmaba "estás pensando en ella"; tenía más lógica al principio, cuando todo era reciente, cuando te cruzaba en los pasillos de la facultad, cuando veía tus notas, siempre brillantes, en los infinitos listados pegados en la pared; sin embargo, con el correr de los años, siguió preguntándome si te extrañaba, si estaba pensando en vos; y tantas veces acertaba, aunque, por supuesto, yo lo negaba con fastidio y convicción; sí, pensaba en vos mientras le hacía el amor; sí, así fueron las cosas, mi vida fue un tremendo error, solo me redimen mis hijos, a ellos sí que pude amarlos profundamente; cuando escuché por primera vez "El amor de mi vida" de Pablo Milanés, allá por el 2000, me acuerdo perfectamente, experimenté unas desenfrenadas ganas de verte, la única vez que me planteé buscarte; pero de nuevo "te negué tres veces antes de que llegara el alba y me fundí en la noche donde me aguardaba la nada"[4], la conocés, ¿no?; un infierno, un estúpido infierno. Yo seguía mirándote en silencio. Atónita. Azorada. Pensaba en las décadas de mi cama vacía mientras, a cientos de kilómetros, vos pensabas en mí. Si es que eso es cierto, me decía tratando de protegerme, quizá me está engañando de nuevo, apresándome en su tela de araña. Vamos ordenaste de pronto. Me incorporé. Dejaste el dinero sobre la mesa, dinero de más pero no esperaste el vuelto. Salimos. Yo también miré el reloj. 17.50. Tontamente pensé faltan diez minutos, me robó diez minutos. Yo voy a tomar un taxi hacia Belgrano informaste ¿te alcanzo a algún lugar? No contesté me quedo por acá. Levantaste los hombros. Me diste un beso en la mejilla y te fuiste. Quedé unos instantes paralizada. Atónita. Azorada. Luego comencé a caminar.
[1]"Sin embargo", canción de Joaquín Sabina.
[2]"Occhi neri", canción que canta Fiorella Mannoia.
[3]"Occhi neri", canción cantada por Fiorella Mannoia.
[4]"Amor de mi vida", canción de Pablo Milanés.
Nunca dejé de quererte. Tremendo
ResponderBorrarY lo inútil que fue eso para ella
BorrarLos encuentros son mortales... Qué sufrimiento para la Mantis
ResponderBorrarPeor es no verlo!
BorrarEsos encuentros son toxicos
ResponderBorrarMás dolor que placer
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