miércoles, 23 de noviembre de 2022

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Suena mi celular. ¿Querés venir a almorzar? propone Ana voy a estar sola. Me sorprende el ofrecimiento, pero aún más la aclaración. Quizás ayer percibió que quería hablar con ella. Por algo habré ido pienso. ¿A qué hora? le pregunto mientras me pregunto de qué habré querido hablar.

 

No puedo describirte el estado en que quedé. En que me dejaste. Como a esos muñecos inflables que derriban de una trompada y vuelven a incorporarse solo para recibir el siguiente golpe y volver a caer. Devastada. Hablé con una colega y le pedí que me cubriera un par de clases. Hablé con Juani y le pedí que se hiciera cargo de todo. Hablé con la abuela y le avisé que no iría por varios días. Me preguntó si me sentía bien. Pasé la semana prácticamente en la cama. Pero esta vez sin fiebre.

 

Ana heredó las dotes culinarias de las que carezco. Una carne a la cacerola increíble que remedaba con exactitud el sabor de la de mamá. Hacía rato que no comía con apetito. Hacía rato que solo comía por afán de subsistir. La escuché hablar sobre los suyos. Sobre sus preocupaciones por los suyos. Desfilaron marido, hijos, nueras, nietos. Nunca había hablado con mi hermana. Me sorprendió que tuviera voz. Neuronas. Porque no decía tonterías. Coherencia, entusiasmo, emociones. Siempre desacredité a mis hermanas. Me alarma mi soberbia. ¿Lo habrán notado? Le pregunté, a boca de jarro, si recordaba mi enfermedad. Me contestó que ella ya no vivía en casa.  ¿Sabés qué tuve? insistí. No sé, yo no entendía de diagnósticos en ese momento, con cinco hijos aprendí luego a la fuerza; pero sí recuerdo alguna vez que te fui a visitar haber escuchado desde la cocina al médico decir que era emocional. ¿Me visitabas? pregunté con sorpresa. Claro dijiste yo me había casado, pero vos seguías siendo mi hermanita. Ambos vocablos me atravesaron. Me atraviesan aún. Emocional. Hermanita. Le pedí un segundo café. La torta de manzana estaba mágica.

 

El día número ocho me mandaste un mensaje. Un escueto ¿nos vemos? Mi músculo cardíaco desbocado. Temí que explotara a fuerza de frenéticas sístoles y diástoles. Como ya nos habíamos sacado todas las máscaras solo respondí ¿dónde y cuándo? mientras me incorporaba como un tornillo eyectado por un destornillador. Me miré en el espejo. Un desastre. Seguramente había bajado varios kilos. ¿Hoy a las tres en el Martínez? respondiste al instante. Me saqué el piyama y abrí la ducha.

 

De regreso pasé por lo de Juani. Lo encontré en el establo. Una yegua acababa de parir. Mi hermano y dos peones festejando los intentos del potrillo de incorporarse. Me acerqué a la yegua y la palmeé. Se entregó al contacto. Busqué un terrón de azúcar en el bolsillo de la campera, siempre llevo. Se lo ofrecí. Su lengua tibia sobre la palma de mi mano. Busqué otro. Pobre animal, precisaba glucosa. Tamaño esfuerzo parir. Dar a luz. Dar la luz.

 

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