miércoles, 30 de noviembre de 2022

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Caminé por Las Heras a paso vivo. Paso que fui ralentizando. Porque estaba sin propósitos. Tan enorme mi confusión que ni siquiera podía descifrar si me había ido yo o me habías echado. Una voz fuerte me detuvo. ¡Señora, cuidado! Un colectivo casi me rozó. Desconcertada subí al cordón. Gracias dije sin saber a quién. Observé el semáforo. Sí, estaba en rojo. Cuando lo vi en verde dudé. ¿Cruzar hacia dónde?, ¿para qué?, ¿por qué no permanecer en esa esquina eternamente? Yo no estoy bien, pensé cuando vi que el semáforo viraba a rojo. Nada bien. Otra vez verde. Tengo que cruzar, me dije, no me puedo quedar acá. Había bajado un pie cuando sentí una mano en mi brazo. La miré. Lo primero que vi fue una alianza. Giré.

 

Yo no estoy bien, pienso de nuevo cuando reparo que estoy descalza sobre el piso helado. Loca, decido. Hablando con vos descalza sobre el piso helado. Regreso a mi dormitorio y me pongo las chinelas. Porque la robe me la había puesto. Loca. Desquiciada. Voy a la cocina y deposito la cafetera sobre la hornalla. Me  acerco a la ventana. La mañana está preciosa. Aguzo los oídos. Los pájaros. A lo lejos relinchos y ladridos. El ruido inconfundible de un tractor. La vida continúa. La vida tiene la impertinencia de continuar a pesar de los que faltan, los que me faltan sin que exista la posibilidad de que me dejen de faltar. El pitido del agua hirviendo me sobresalta.

 

Me tomaste del brazo y me arrimaste a la pared. Me abrazaste. Las palmas apoyadas en tu pecho, cerré los ojos contra el olor a lavanda de tu cuello. Mis palmas recogiendo el batir de tu corazón. ¿O era el mío? No supe dónde comenzaba ni dónde terminabas. Luego de un tiempo incalculable me apartaste ligeramente y elevaste mi mentón. Tus labios. La sal de tu boca. Mis rodillas aflojándose. Lo percibiste porque sujetaste con fuerza mi cintura. Fuimos solo uno. Salientes y oquedades. Con cincuenta años engarzados en plena avenida. Esto no se soluciona con palabras dijiste. Minutos después me subí a un taxi. Mientras cerrabas la puerta prometiste te llamo mañana. El auto arrancó. A través de la ventanilla vi que parabas otro.

 

¿Cómo ser dueña de un cuerpo ajeno?  Lo primero que hice al entrar a casa fue mirarme en el espejo del placar. ¿Era yo? Un cúmulo de sensaciones desconocidas amenazando con rasgarme la piel. No me cabían. Calor, humedad. Una desconocida parte de mí latiendo. Hasta tenía un olor diferente arriesgaría. Todo eso habían provocado tus manos y tus labios. Esto no se soluciona con palabras habías dicho. No. Claramente no alcanzarían las palabras para apagar mi incendio.

 

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