miércoles, 7 de diciembre de 2022

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En algún momento, abrazados entre las sábanas, me preguntaste por qué te había escrito. Repetí lo de la revisión de mi historia. Sí, pero por qué luego de treinta años insististe algo debe de haber pasado. Me quedé pensando. Te dije que ya te lo contaría (¿juntaría coraje?) pero que no era ese el momento apropiado. No quiero nublarlo. Insististe, sin embargo yo mantuve mi posición. No tolero más tus silencios, Elisa, ya los padecí bastante. Mañana dije y luego me corregí (¿habría un mañana?) cuando podamos vernos. Mañana dictaminaste prometémelo. Levanté la palma de la mano. Reímos y nuevamente fuimos un ovillo.

 

No hubo ese mañana por eso no pude cumplir mi promesa. Pero no cumplir es algo ajeno a mi personalidad así que, ahora o nunca, allá va. Hace unos meses vi en la televisión un programa sobre traumas en la infancia. Abandonos, orfandades, castigos. Varias mujeres narraron episodios en los que habían sido abusadas. Empecé a inquietarme. Tanto que iba a pasar de canal cuando una mujer contó yo estaba en el gallinero y uno de nuestros hombres se me echó encima. Me violó sobre la paja, yo todavía no había cumplido los doce. Lo primero que surgió en mí fue una tremenda sensación de asco. Fui al baño y vomité. Después empecé a temblar, me castañeteaban los dientes. Tendré fiebre, pensé. Sabiendo que no, busqué el termómetro. No era fiebre. Llené la bañadera con agua bien caliente y me sumergí. Un gran estado confusional. Jadeos. Gruñidos. Olor a vino, a sudor. Sin imágenes. Una pantalla negra. Brotando sensaciones. Miedo. Asco. Dolor. Metí la cabeza bajo el agua en un desesperado intento de ahogar mis pensamientos. Emergí cuando se me acabó el aire. Más sonidos, más olores. Mugidos, estiércol. La textura de la paja sumando otro sentido. Dónde estaba, por Dios. ¡El establo! Me senté en la bañera. Busqué la toalla. La necesidad de salir. De huir. De huir del agua, de huir del establo. De pronto irrumpió una imagen. Yo, casi una niña, corriendo en la noche, la ropa desgarrada. Corriendo hacia la casa. Entrando en la casa vacía. Corriendo al cuarto de la abuela. Gritando ¡abuela! Las imágenes cesaron tan bruscamente como se habían iniciado. La pantalla de nuevo negra. Mi corazón hecho una bomba. La abuela sabía me dije en voz alta. A la mañana siguiente viajé al campo. Necesitaba hablar con ella.

 

El pitido del agua hirviendo. De pronto recuerdo que escuché el pitido del agua hirviendo. Levanto la tapa de la pava. El nivel del agua apenas bajó. ¿Cómo pude hablar tanto con vos en tan poco tiempo? Busco un saquito de té y lo pongo en una taza. Lleno la taza con agua. Le agrego dos cucharaditas de azúcar. Retiro el saquito y revuelvo. Bebo. Me reconforta el líquido caliente. Dulce y caliente. Retomo. Viajé al campo. Encontré a la abuela en la cama. Dormitaba. Tiene fiebre me informó Ana si vos te quedas con ella vuelvo a casa, ya le di de almorzar, aunque casi no comió. La abuela abrió los ojos. ¿Mi Mantis?  preguntó en un murmullo. Ese mi me obligó a cerrar los ojos. Estaba yendo poco al campo últimamente. Juani sobrecargado. La abuela sola. Sola de mí. La había abandonado. Le agarré las manos. Sí, abuela, soy yo, estoy aquí. Hizo un esbozo de sonrisa y volvió a cerrar los ojos. Me quedé una semana junto a ella. Pero no pude preguntarle nada. Porque ya no estaba en condiciones de dar respuestas.

 

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