miércoles, 21 de diciembre de 2022

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Marisa se acerca a recibirme antes de que me baje de la yegua. Me indica donde atarla y me hace pasar. Hace mucho que no estaba en esta casa. Aunque el tiempo parece detenido. Muebles, cortinas, carpetitas de antaño. Sobre el aparador una gran foto con marco dorado. La familia completa. Su familia completa. Ella, el marido, reconozco a mis cuatro sobrinos y asumo que los otros cuatro adultos serán sus cónyuges. Si no me equivoco son diez los niñitos. Al verme observar la foto, Marisa me cuenta que la sacaron hace unos meses el día del bautismo de Pedrito, el benjamín de la familia. Otra vez regresa la sensación de vacío. Recuerdo La hija predilecta[1]. Yo, como la protagonista, estoy sola. Mis hermanas, como las de ella, están rodeadas de vida. Mis hermanas, como las de ella, descalificadas por mí. Marisa pone ante mí platitos con queso, salame, aceitunas, pan. Andá picando que estoy un poco atrasada dice. Obedezco. Descubro que tengo hambre. ¿Vos no comés? pregunto. Me estoy cuidando informa tengo alto el colesterol. La observo. Tiene el cuerpo de mi madre a su edad. Rellena sin ser gorda. Ella también se parece a mi madre. Lindas todas mis hermanas. Bien conservadas pese a sus proles. Yo sigo muy delgada. Magra. Magra como mi vida. Marisa se dispone a poner la mesa en el comedor. Mejor en la cocina pido. Como antes. Como cuando todos rodeábamos la enorme mesa de mármol. Veo cierta desilusión en su rostro. Donde quieras digo. Sonríe y pone la vajilla de porcelana en la mesa del comedor. Trae la fuente. Nos sentamos. El pastel de papas es una delicia. Mamá lo hacía igual. En realidad, es mi hermana quien lo remeda.

Salía de lo de Marisa cuando llegó Roque, su marido. Tuve que quedarme. Cuando me disponía nuevamente a partir apareció mi sobrina menor con sus dos chiquitos. Al bebé no lo conocía. Otro rato. Finalmente logré salir. La Colorada me esperaba inquieta. Galopé el camino de regreso. Como si tuviera algún apuro. Sí lo tenía en realidad. Apuro por contarte la charla con mi hermana.  Me apeo y José se ocupa de la Colorada. Me despide con un relincho. Le palmeo el cuello sudado. Espléndido animal. Entro en la casa vacía. La dejé vacía y nadie la llenó en mi ausencia. Me tiro sobre la cama. Cierro los ojos y me dispongo a contarte. ¿Te acordás de López? le pregunté a Marisa a boca de jarro mientras me servía el café. Me miró sorprendida. Sí, claro, ¿por qué me lo preguntás? Desoyéndola insisto ¿vos sabés cómo murió?  En un accidente, se cayó y se rompió la cabeza contestó. Mi corazón se desbocó. Tibio, tibio... ¿Acá, en nuestro campo? arriesgué. Sí, se cayó en el establo; en casa no había otro tema; nunca me tuvieron muy en cuenta, por eso hablaban como si yo no estuviera, como si yo no entendiera. ¿Por qué se cayó? atiné a preguntar aunque ya lo sabía. Se cayó porque estaba borracho le explicó papá a la policía. ¿A la policía? Sí, me acuerdo perfectamente cuando vinieron; la abuela se escondió; fue la única vez en la vida que la vi asustada. ¿Recordás en qué año fue?  En qué año no, pero sí sé que coincidió con tu enfermedad; una mala racha, de la noche a la mañana todo se puso patas para arriba. Borracho. Di cualquier excusa y salí. Necesidad de estar sola. Vino. Sudor. Estiércol.

Cabalgo sobre la Colorada sin rumbo fijo. Mis neuronas en un sináptico frenesí. López me abusó. López se cayó. López se murió. Eventos relacionados, concluye mi obstinada máquina de pensar. Un relámpago frío recorre mi columna vertebral. Tibio, tibio...



[1]"La hija predilecta", cuento de Soledad Puértolas.

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