No sé cuánto tiempo dormí. Me despierto muy transpirada. Húmeda hasta la ropa interior. Me desnudo. Qué tremenda tristeza. Me desnudo y no es para vos. Me desnudo sin vos. Voy al baño. Varias toallas mojadas. Busco una seca. Me ducho largamente. ¿Por qué habría de salir?, ¿para qué? Hacía solo unas horas nos bañábamos juntos. Salpicándonos, riéndonos como chiquillos. Finalmente salgo. Recuerdo el camisón en mi bolso. Me lo pongo. Qué absurdo, sola y con encajes. Me peino. Vuelvo al dormitorio. Hago la cama. Estiro las sábanas con precisión. Aprendí de mamá. Ella era impecable haciendo camas. Acomodo las almohadas. Me doy cuenta de que tomé sin darme cuenta de que la tomaba, la decisión de pasar la noche acá. Mi última noche con vos. Con lo que queda de vos. Tu olor. Tus cosas. Tus cosas. Pero yo guardo sus cosas. Su ropa envuelta en papel azul, en cajas de cartón, con bolsitas repletas de lavanda. ¿Para qué? No sé. O sí. Para algo horrible: para decir -¿decirle?- que yo tenía razón, y que después no hay nada, pero que igual lo guardé todo. Para decir -¿decirle?-: “Aquí está lo que alguna vez fue tuyo: tus cosas, yo”.[1]
Ya regresé a casa. Hablamos de López, claro. Se habrá revuelto en su tumba. A Marisa, allá por sus doce, la hurgó entre las piernas mientras la ayudaba a subir al caballo. La vergüenza que sintió cada una fue la vergüenza de las cuatro. La víctima haciéndose cargo de la vergüenza que debería experimentar el agresor. Nos preguntamos juntas cómo los adultos no se dieron cuenta de nada. Marisa nos contó que por meses no quiso andar a caballo. Ana tenía miedo de salir de noche. Adriana se volvió agresiva. Yo no tenía novios. ¿Nadie se cuestionó los por qué? Las tres, sin hablarlo entre ellas, coartaron la libertad de sus hijas. Ana contó que mamá le decía dejalas, pobres. Pobres nosotras cuatro. Yo llevé la peor parte. De lo ocurrido, pero sobre todo de sus consecuencias.
Busco tu bolso y lo abro. Calzoncillos y medias limpios, una remera, un suéter. Remedios para la presión y para el colesterol. Qué poco supe de vos. De tu cotidianeidad. De tu salud. ¿Estabas enfermo y no me lo advertiste? Voy al baño y encuentro tu desodorante. Axe. Apollo. Lo acciono en el aire y te huelo. Ahora Sabina, ¿qué me pasa? Yo no quiero cargar con tus maletas/Yo no quiero que elijas mi champú/Yo no quiero mudarme de planeta/Cortarme la coleta, brindar a tu salud.[2] No es cierto. Yo hubiera querido todo eso. Yo no quiero domingo por la tarde/Yo no quiero columpio en el jardín. Quizá vos no querías eso de mí porque ya lo tuviste, porque lo tenías. Lo que yo quiero corazón cobarde/Es que mueras por mí/Y morirme contigo si te matas/Y matarme contigo si te mueres/Porque el amor cuando no muere mata/Porque amores que matan nunca mueren. Busco la canción en el celular. La escucho indefinidamente. Me estoy volviendo loca. Y morirme contigo si te matas/Y matarme contigo si te mueres. Cómo haré para seguir viviendo.
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